Todos eran unos inútiles. Por mucho que le contradijeran, nadie hacía las cosas. Levantó la pesa por última vez, sonriendo a su reflejo mientras posaba. «Banda de inútiles», repetía al ver los mensajes. No quería ir, aunque sabía que sólo su persona podría ser competente. «Que aprendan a resolver las cosas por su cuenta, ya son grandes». Cuando llegó el último mensaje, bufó y salió del cuarto. Una bebida quizás ayudaría a que se le aclararan las ideas y, por fin, se liberarían de la molestia.

Por culpa de aquella organización es que estaban retrasando los planes. ¿Para qué se esforzaba en despejar el camino si luego iba a ocurrir un alud que lo bloqueara? Apoyó la mejilla sobre el puño mientras movía el lápiz sobre la hoja. Se rascó la frente justo cuando las órdenes de arriba llegaron. Levantándose, salió del cuarto con el arma en la mano. —Despeja el camino, es una orden —repetía por lo bajo. Rascó su mejilla y se internó en la multitud, el arma lista para disparar al objetivo.

Chasqueó la lengua. Aplastó a la moribunda rata, sonando su nariz. Se suponía que el insecto de la organización enemiga pasaría por allí con los papeles. ¿Por qué no pasaba? No había siquiera un viejo al que pudiera usar como entretenimiento, nada más que ratas que había pisado y retorcido de mil formas. Volvió a chasquear la lengua, maldiciendo a los payasos que se habían puesto en el camino. La próxima dejaría bien chatas a esas ratas. Por su distracción, no notó a la sombra del tejado.

Acomodó los pechos debajo de la remera. El resultado que veía era, a sus ojos, bastante decente. Era poco probable que descubrieran quién era, pero no dudaba que todos eran demasiado tontos como para notarlo. Forzó una sonrisa antes de entrar al lugar. La oscuridad que le rodeaba era tal que no podía ver ni la silicona de su nariz. —Contraseña —dijo una voz distorsionada. —Pecadores —sonrió. Una alarma comenzó a sonar, eliminando aquella expresión. Retrocedió, sintiendo el sudor en las sienes.

Por supuesto que nadie iba a hacer algo, ni siquiera los Cónclaves que componían el Concilio querían ensuciar sus nudosas manos. Melina había sido la única que había hecho ALGO, con tristes resultados, pero su trabajo no iba a ser en vano, no mientras viviera. Limpiaría Enchantland de los ultrajes que eran los hechiceros, esas cosas a medio hacer, una deshonra para los brujos. La Cacería les había dado razones para no volver con los humanos, ahora él se encargaría de que fuera irrevocable.

Sus hombros se relajaron cuando el Virtuoso abandonó el burdel. No le cabía ni una duda de que la secretaria del dueño estaba más que atenta a sus movimientos. Esbozó una sonrisa cordial mientras pasaba junto a ella y se internaba en el cuarto más cercano. La prostituta atada a la cama se retorcía con lágrimas en los ojos. —Escandalosa —dijo antes de encender el fósforo. Envió el mensaje a su subordinado, lavando sus manos en la bacha más cercana. Con una última mirada a la cama, regresó.

No tenía hambre, al menos, no de comida. Observaba a los cocineros pasar por la cocina mientras consideraba las consecuencias de que los Virtuosos estuvieran en su restaurante. Ansiaba acercarse y escuchar los murmullos, afinar el oído para saber qué planeaban. Una pena que no fuera la camarera que los atendía, pero en la barra siempre había alguien, salvo ese día. Tomando un maní de la bandeja, espió a los sujetos entre los mechones de su cabello. —No nos descubrieron, aún —envió al grupo.

—Eso es todo —sonrió con los colmillos al descubierto. El cliente asintió con la cabeza y tomó rápidamente su compra antes de salir por la puerta. Una mirada rápida a su colega bastó para que su escasa tranquilidad se fuera. No tenía idea de qué estaba haciendo la Virtud Humilde en su tienda, pero no le parecía bueno. Movía la cola de lado a lado, intentando no alzar el brazo cubierto. Quizás si robaba un segundo... quizás... «Puede que pronto nos descubra», pensó cuando sus ojos se encontraron.

El mensaje era más que claro. A pesar de ello, guardó el celular y contempló a Imp desde lo alto. Sus luces, su movimiento... Todo estaba a sus pies. No, a ellos no los descubrirían. Por mucho que los mensajes dijeran lo contrario, sabía que, con su presencia, el plan podría seguir adelante. Sonrío debajo de la bufanda. —Dejen de exagerar, los descubrirán si siguen enviando mensajes —respondió al final. Dio una última mirada antes de dar media vuelta, entrando al departamento abandonado.

Abrió un ojo, mirando a la Virtud Casta con su cabeza rapada mientras hablaba. Sonrío en medio de un bostezo disimulado, recordando el aviso que le habían dado. Viendo cómo la mujer recordaba con insistencia las normas, estaba del lado de Soberbia. —Por favor, avisen a las fuerzas armadas si ven a la pandilla —miraba fijamente a una compañera cualquiera. Asintió con el resto mientras la mano oculta enviaba una respuesta. —Siguen las pistas equivocadas —contestó en el grupo. Sólo Ira reía con él.

Soltó un quejido cuando pellizcaron su brazo. Quería tirar del pelo a su maestro, mas alzó la cabeza del pupitre. Chasqueó la lengua cuando el adulto le preguntó si había escuchado. Un vistazo al frente le hizo saber que no se había perdido de mucho, aunque masculló una disculpa al hombre que representaba la Templanza. Con un asentimiento, continuó con su discurso sobre el bien y el mal. Seguro era demasiado joven para entenderlo pero si sabía algo era que su bando no era el malo de la historia.

El frío del pasillo era insoportable. Quería estornudar, pero aquello podría resultar más perjudicial de lo que esperaba. Tomó una bocanada de aire y ocultó su rostro en el codo, amortiguando cualquier ruido que produjera. Al cambio de guardia, corrió hacia la ventana más cercana y saltó. Sabía que pocos, por no decir nadie, verían en su dirección si retomaba su aspecto usual, pero el tiempo apremiaba. Envió un código a la jefa antes de quitar su máscara en el callejón. La misión era una éxito.

Ocultó la sorpresa de sus facciones cuando la Virtud entró a su despacho. No le llamaba la atención que fuera alguien de ese calibre al burdel, pero sí que pidiera una reunión privada. Escuchó con atención, fijándose en los detalles que importaban a su causa, asintiendo cada tanto. Una sonrisa agradecida se dibujó en los labios de ambos, pero dudaba que la razón fuera la misma. «En cualquier instante darán con la pista correcta, pero no pronto». Estrechó las manos, aun sonriendo.

El informe que le entregan es desalentador. Nada resulta exactamente claro. Por más que parte de sí cree que el hombre le dijo la verdad, la duda persiste. Las imágenes de los sospechosos son borrosas, aunque los recursos utilizados eran de alta gama. Apoya la cabeza en el escritorio, preguntándose cómo pueden haber dos organizaciones criminales, una que no para y otra que ni los propios miembros parecen conocer. Toma un poco de aire y continúa con el caso.

—El trato se ha cerrado. Sale de la taberna con la capa roñosa bien acomodada. Ignora a los indigentes que reconocen los brillos del metal aunque no haya luz en varios kilómetros a la redonda. Castidad le espera dentro del auto. Se quita la capa y la tira en el primer tacho de basura. Con naturalidad se mete en el auto y besa a Castidad. Sonríe al ver sus mejillas rojas, sin un ápice de arrepentimiento.

Las quejas no dejan de llegar. Negocios precarios, empresas... todos reclaman sobre la falsedad del gobierno. No debería dudar de las decisiones que pone sobre el papel, pero algo le dice lo contrario. —Voy a revisar personalmente las cuentas —anuncia al levantarse de la silla. Varios de los secretarios alzan sus cabezas antes de asentir y continuar con lo suyo. «No es posible que hayan tantos casos», piensa al entrar en el negocio.

El pedido es simple: sigue de cerca al sospechoso. Pero, ¿por qué el sujeto no aparece? Por más que mire al detalle a todos los rostros, ninguno coincide ni un poco con la imagen más clara dentro de todas. Un escalofrío le recorre la espalda cuando ve a un par de estudiantes mirar en su dirección. Cuando pasan a su lado, es incapaz de dejar de pensar en los ojos del chico, tan cansados pero, a la vez, tan peligrosamente despiertos...

Sacude la cabeza al ver que su compañera es incapaz de seguir con la búsqueda. —Ve a casa. —Pero... no hemos encontrado al sospechoso —replica a la vez que estira el cuello, probablemente buscando al muchacho del otro día. Toma una bocanada de aire y relaja los hombros. —No lo vamos a encontrar si sigues actuando como una hormonal cualquiera —dice sacudiendo la cabeza. Lo que fuera a decir su compañera muere en sus labios. Algo sonríe detrás de su nuca.

Se muerde las uñas a la vez que camina de un lado a otro de la habitación, casi dibujando un perfecto surco en la alfombra bajo sus pies. Los archivos desaparecidos habían regresado, según los guardias, los había tomado para hacer unas averiguaciones y esa misma mañana los devolvió. Aunque había sonreído, intentando disimular su confusión y nerviosismo, ahora no puede dejar de pensar en las cartas anónimas que guarda en el cajón. Una mirada hacia dicho lugar basta para que rompa el primer sello.

Le había encantado el beso, había sido como agua en el desierto, pero, a la vez, como el espejismo del oasis. Ya no le dejan rosas blancas en la puerta, no hay notas con encuentros a escondidas. Y por eso mismo se pregunta porqué está yendo al Burdel, donde sabe que todo lo que busca no lo encontrará... O eso cree.

Contempló con asco la escena frente a sus ojos. De un movimiento brusco de la muñeca limpió el filo antes de guardarlo en la funda. Los perros de la iglesia debían dejar de existir, era su deber ser la nueva luz del mundo eliminando a aquellas inmundicias que no apreciaban la libertad de los otros. Salió del cuarto quitándose los guantes.

Limpió su oreja sin mucho interés. El cargamento se había despachado, todo de acuerdo con las palabras de su cliente. «¿Para qué quieren coca estos? Bah, debe ser para algún experimento». Sacudió la cabeza y volvió a meterse en la casa, no era asunto suyo lo que fueran a hacer con toda la mercadería. La puerta retumbó a sus espaldas, encendió la televisión, sin ver realmente las imágenes que pasaban por la pantalla.

Inclinar la cabeza ante la Reina es casi un insulto. ¿Una humana? ¿Una roñosa humana? La opaca la Princesa, esposa del Príncipe Heredero, una verdadera belleza de nuestro pueblo. Nadie murmura nada, pero todos debemos estar pensando lo mismo. En el banquete hay de las comidas más deliciosas, tanto así que estamos más preocupados por llenar nuestras bocas con ellos que en alabar a la Reina. No falta la cortesía ni el respeto por el título, pero el desprecio es palpable en el aire y en los regalos