La niña miró a la rata, la rata miró a la niña. Y al instante se produjo algo... Amor a primera vista. Con el tiempo le quedó algo claro; aquel animalillo de aparente aspecto desagradable, era sólo un ser vivo con ganas de amar y ser amado. Porque yo pensaba que la quería, y ella me quería sin pensar. Te quiero infinito, mi kook’n tekkie.

Matías empezó a contar apoyando las manos contra la pared y cerrando los ojos. “Uno, dos, tres, cuatro...” Entre grititos y risas nerviosas, los niños buscaban el escondite idóneo para no ser encontrados. “Treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho...” Temblaban por los nervios, ya casi estaba. Tenían que permanecer en silencio. “Noventa y ocho, noventa y nueve y, ¡cien!” Esperaron tanto que se les durmieron los pies. Salieron y se encontraron todos en el centro. Todos menos Matías.

Entraba en cada lugar sintiendo los ojos de los demás clavándose en su cuerpo. Se clavaban tanto que dolía. Le dolían los brazos; demasiado gruesos para llevar tirantes. Le dolían los pechos; demasiado grandes para llevar un top. Le dolía la barriga; con demasiadas estrías para llevar un piercing en el ombligo. Le dolía el trasero; demasiada celulitis para llevar pantalones ajustados. Otra chica entró en el lugar. Ella criticó sus brazos, sus pechos, su barriga y su trasero. Se sintió mejor.

Miraba todos los juguetes que su padre había hecho con tanto esfuerzo, cogiendo polvo en los estantes de la tienda. Sentía que la rabia lo inundaba. Ya nadie valoraba la artesanía en aquel maldito pueblo. Entonces la puerta se abrió; un pequeño con pantalones cortos y rodillas desolladas de tanto jugar. -¿Tenéis coches teledirigidos? -inquirió sin echarle un vistazo al resto del lugar. De nuevo la rabia se apoderó de él, pero intentó sonreír. -Los tenemos al final del local. Sígueme...

“¡Ya está aquí, señoras! Ha llegado El Afilador. Afilamos cuchillos, tijeras, machetes, hachas... ¡El Afilador!” Las mujeres salían de sus casas con todo su arsenal en el delantal, interrumpiendo sus labores al escuchar a su socio. Esperaban su turno mientras charlaban sobre sus últimas incursiones. El Afilador tardó dos horas en acabar su tarea, pero al final del día se fue a su casa con los bolsillos llenos, la satisfacción de ser valorado por su trabajo y seguir vivo. Por el momento.

Se respira un aire frío, que congela los pulmones pero alivia la ansiedad. El riachuelo deslumbra ante los primeros rayos de sol, pero beber su agua calma la sed y refresca la sangre. Los pequeños animales se acercan con curiosidad mientras prepara su desayuno. No le tienen miedo, porque no come a animalillos como ellos. Silba una canción alegre mientras huele el manjar y acto seguido da el primer bocado. Cuando termina, mira la documentación; otro excursionista que no supo leer el mapa.

Cerraron la salida de emergencia y cientos de personas se agolparon en las puertas de acero. Gritos, llamadas de socorro y llantos. La niña de cabello cobrizo agarraba la mano de su padre con tanta fuerza que dolía. Si estaba con su padre todo iría bien. Entonces llegaron. Los gritos de socorro se convirtieron en gritos de terror cuando vieron aquellos monstruos. La niña de cabello cobrizo agarraba la mano de su padre con tanta fuerza que dolía. Si estaba con su padre todo iría bien. Bien.

Ella miró a su madre a través del cristal. Las lágrimas se desbordaban de sus ojos desconsoladamente. En los ojos de su madre no había nada, ni un atisbo de cordura ni amor. Nada. Golpes, solo golpes contra el cristal. Golpes con las manos, con el cuerpo, con la cabeza. La sangre salpicaba y manchaba a su alrededor, y ella lloraba. Dejó de mirar a su madre. Se dio la vuelta y no miró atrás. Pero el ruido de los golpes contra el cristal la persiguió desde entonces.

Querida Emma, Me han mordido. Siento cómo recorre mi sangre. No me queda mucho, sólo lo suficiente para escribirte estas palabras. Debes ser valiente, mi niña. Ahora te quedas sola y no estaré ahí para protegerte. Te dejo el revólver cargado, ya sabes cómo usarlo. Corre, sal de aquí en cuanto leas esto. No nos vemos al otro lado. No hay otro lado. Todo está aquí.

Se besaron con dulzura en el porche de la vieja casa de madera. Ella acariciaba el cabello de él, sintiendo los mechones de su cabello entre sus dedos. Él acariciaba la cintura de ella, deleitándose en cada centímetro. Se separaron con ternura en el porche de la vieja casa de madera. “Te veo mañana” dijo ella antes de separarse de él y entrar en la casa. “Te veo mañana” dijo él sonriendo. No supo hasta el día siguiente que, por entrar en la vieja casa de madera, no volvería a besarla más.

Tarareaba una canción de cuna mientras apagaba las luces de la casa. La pequeña esperaba a que llegase al dormitorio para recibir su beso de buenas noches. Pero algo había cambiado. Su madre se balanceaba de un lado a otro, con una sonrisa ladeada y los ojos muy abiertos. El cabello había dejado de ser sedoso; ahora era una maraña encrespada. Se sentó a un lado de la cama y acarició su mejilla. Besó su frente y susurró “Dulces sueños”. Lo último que vio fue la almohada aplastando su cara.

Hoy no estoy inspirada para escribir. Estoy en el hospital con mi abuela, que ahora duerme. Está cansada. Cansada de luchar. Lleva toda la vida luchando. Ha ganado muchas batallas y ha perdido otras tantas. Ha perdido un pecho, un riñón, una matriz, una hija, una madre... Pero su corazón no se ha perdido. Sigue luchando y latiendo (ahora con ayuda). La miro y me pregunto cuánto le quedará, cuánto podré disfrutar de ella en este mundo breve y cruel. Y le pido a Dios que sea mucho.

Luchaba contra monstruos y seres abominables. Se movía con desenvoltura mientras saltaba de un lado al otro, esquivando los ataques. Eran rápidos pero ella lo era más. Hubo silencio; miró a su alrededor y se dio cuenta de que era la única que quedaba en pie. Sonrió. Pero de repente, todos aquellos cadáveres volvieron a levantarse y la rodearon. Despertó con la frente perlada de sudor. Miró su brazo; la jeringuilla seguía clavada en su piel. ¿Podría ganar aquella batalla alguna vez?

La miro, la deseo, la observo, la amo. Pero ella es un parásito. Sus ojos azules capaces de hacerme soñar, ahora no son más que una lechosa masa sin luz. Sus labios que tanto adoraba besar, ahora son jirones de sanguinolenta carne marrón. Su cabello suave que acariciaba con amor se ha caído, y solamente es una maraña de pelusa grisácea. “Se acabó, mi amor”, susurro apretando el gatillo. Miro a la pequeña entre mis brazos. Debo ser fuerte, luchar por ella. Porque ella no es un parásito.

Clara está cansada. Le pesan los párpados, cada paso le cuesta un gemido de dolor. ¿Cuánto tiempo lleva caminando? ¿A dónde va exactamente? Mira a su alrededor, buscando un lugar para descansar. Se recuesta en una pared y mira su brazo izquierdo, con la manga ensangrentada. La levanta y aparta la mirada al ver la carnicería. Quiere vomitar. Esto se acaba. Clara mira al cielo por última vez y cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos ya no hay dolor, no hay nada. Clara ya no está cansada.