kerpevzchenko A. L. Rodriguez

La inocencia puede provocar ternura y denotar algo puro, sin embargo, trae consigo la ignorancia e irresponsabilidad. Una propuesta casi irreal que puede hacer lo imposible es presentada al pequeño Tomás. La decisión que tome puede salvar su pequeño mundo interior, pero cambiar por completo al exterior.


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#cuento #245 #mascotas
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Un Puerta Hacia El Cielo

Tomás llegaba de la escuela por la tarde, después de entrar a su casa lo primero que hacía era jugar con su mejor amigo, un pequeño can que con sus cuatro patas se movía vigorosamente de un lado para otro cuando esté apenas lo veía. Los albos rizos que recubrían todo su cuerpo rebotaban, al igual que sus orejas caídas, con el mismo entusiasmo con el que aquellos dos jugueteaban. La cara de la peluda criatura tenía un gran contraste, el color negro de los ojos hacía juego con la oscura nariz provocando que aquella tercia de oscuros puntos se convirtiera en una referencia a la mascota. Inseparables amigos que debían su alegría a la existencia del otro.

Hasta que llegó un día en el que ya no había con quien jugar.

Semanas habían pasado desde aquella desdicha, suficientes para que la tristeza se haya diluido, pero pocas para aún recordarlo cada día. Como era de esperarse, el tiempo no transcurrió de igual manera para Tomás que para su familia.

El cielo estaba despejado, anaranjado con rastros de azul oscuro. Tomás se dirigía a su casa mientras cargaba en su espalda una mochila celeste como la atmósfera iluminada por el sol de medio día, con dos bolsillos de color rojo intenso. Vestía una camisa abotonada blanca, unos pantalones verdes que le quedaban largos, así como unos zapatos negros opacados por el polvo que restregaban sobre el suelo, con la parte de los talones, el sobrante del pantalón.

En tanto ponía un pie delante de otro, miraba como las agujetas bailaban caóticamente al ritmo de los pasos. Aunque su mamá siempre lo regañaba cada vez que lo veía con los cordones de los zapatos desamarrados, en ese momento no le importaba lo que podría pasarle.

Habiendo llegado a casa, la mamá lo vio entrar por la puerta y le reprendió el asunto de las agujetas. El niño, sin darle la importancia que normalmente le da, se agachó y ató los pequeños cordones de sus zapatos. A la vez que Tomás se erguía, su mamá se acercó y lo envolvió con sus brazos.

Tomás hizo la rutina habitual luego de llegar de la escuela: dejar su mochila, tomar un vaso de agua, cambiarse de ropa. El caluroso clima permitía llevar prendas cortas, así que, Tomás se vistió de manga corta y shorts.

Cruzó una puerta de metal que daba hacia el patio y bajó el escalón que marcaba un límite entre el césped y suelo de la casa. Los muros blancos que bordeaban el patio impedían la vista hacia el horizonte. Se encaminó lentamente hacia el otro lado del patio donde se hallaba la pequeña morada hecha de madera oscura. Ahí solía descansar su mascota.

La casita tenía una abertura que formaba un arco de media punta y el techo terminaba en un canto elevado, como si un plano hubiese sido doblado por la mitad.

Tomás se asomó dentro y observó los juguetes con los que Rufo siempre se entretenía, mordisqueando y zarandeándolos. Algunos tenían formas extrañas que no se podía distinguir una figura en concreto pero que resultaban atractivos para los perros.

Sin embargo, la razón por la que se dirigió ahí era para recoger el tazón donde Tomás le servía la comida todos los días. Tomó la vasija roja y regresó al límite del pasto y se sentó en el escalón. Miraba el plato colorado con detenimiento y mientras lo giraba lentamente con ambas manos recordaba todas las tardes que había pasado con Rufo. Se mantuvo de esa manera hasta que el cielo adoptó un color rojizo.

Una ventana que permitía tener una vista hacia el patio desde la cocina posibilitaba a la mamá de Tomás ver todos los movimientos que había hecho su hijo y cuando el niño miraba el tazón la madre casi podía sentir el mismo dolor que Tomás experimentaba, pero también pensó en cuando se acabaría esta etapa de luto. Habían pasado algunas semanas desde que Rufo ya no estaba con la familia y ella siempre animaba y platicaba con Tomás, pero hubo un momento en el que ya no sabía que más decirle o que más intentar.

La hora de la cena se acercaba y Tomás seguía postrado en aquel escalón. Alguien se estaba acercando a él. Miró de reojo a su derecha y logró ver que unos zapatos entraban en su visión hasta posicionarse justo a su lado. El papá de Tomás llegó y se tumbó para sentarse en el mismo escalón que su hijo, después pasó su brazo por la espalda de Tomás hasta que su mano llegó al hombro del niño.

—Buenas noches, Tommy. —dijo con voz suave la señora mientras acercaba los labios a la frente de su hijo.

Después del sonido característico del beso, la mamá agregó: Te quiero. Diciéndolo con un volumen casi tan imperceptible como un susurro.

Tomás respondió a la muestra cariño de la misma manera a la vez que la mamá se ponía de pie y reacomodaba las colchas con las que su hijo se encontraba tapado.

—Que duermas bien, hijo —agregó el padre, asomado a través de la puerta, esperando que su esposa salga de la habitación.

Tomas devolvió la despedida a su papá mirándolo con una leve y adormilada sonrisa. Observó a su mamá apagar la bombilla y al volver la mirada hacia el frente, los escuchó comenzar una conversación. Las palabras que la pareja pronunciaba eran ininteligibles, como si quisieran que Tomás no los oyera.

Después de sonar el click al cerrarse la puerta por completo, el ruido de la charla incomprensible, poco a poco, se volvió inexistente.

El silencio de la habitación traía la tranquilidad necesaria para dormir. Pero no era un silencio absoluto, iba acompañado por el tictac de algún reloj fuera de la habitación de Tomás. Las ondas de sonido se escurrían a través de los pequeños espacios entre la puerta y el marco de la misma.

Cómo si la tripulación de un navío creyera que se halla a la deriva, pero poco después es asistida por un faro para recobrar el rumbo hacia donde debe de navegar, Tomás vagaba entre el mundo real y el del sueño hasta que aquel ritmo del reloj lo guío por la vía correcta que le permitió conciliar el sueño.

Tomás navego por el mundo onírico hasta que tocó tierra firme.

Se encontraba en medio de un oscuro y angosto callejón, tan largo que parecía no tener fin. La callejuela estaba llena de pequeñas casas o habitaciones individuales, una al lado de otra. Tomás comenzó a ir a través del lugar viendo las opacas y gastadas puertas que había en las dos paredes que lo bordeaban, como si fueran ataúdes colocadas verticalmente en dos hileras enfrentadas.

Cada una estaba puesta a escasos metros de la siguiente puerta, además, frente a cada una de ellas había unos estrechos escalones de concreto por los cuales solo podía andar una persona en ellos.

Lo que parecía un ladrido producido desde la lejanía comenzaba a llamar la atención de Tomás provocando que acelerará el paso hasta el punto en el que corría.

Atravesaba rápidamente el camino lóbrego en el que se encontraba. Con cada paso, el volumen y la cantidad de ladridos aumentaba proporcionalmente.

A lo lejos, Tomás veía el fin del callejón. Lo que terminaba el camino era una puerta, similar a las cientas que pasó por delante, a excepción de algunos detalles: por los bordes de la puerta sobresalía una blanca luz, tan intensa como si quisiera derribarla e iluminar todo lo que tiene por delante. Y, además, a los costados de la puerta, como si se tratara de guardianes que mantienen al resguardo un valioso tesoro, se postraban un par de árboles delgados pero extremadamente altos, desde el suelo sobresalía el delgado tronco agrietando el suelo de concreto para luego seguir con una base circular hasta terminar en punta, como si fuese un largo cono.

Tomás se detuvo, jadeante. Tenía aquella puerta particular frente a él, aunque solo podía ver un marco iluminado y los destellos de esta impedían la visibilidad del entorno.

Solo existía el sonido de los jadeos de Tomás y de vez en cuando un ladrido, pero ahora más fuerte y claro. Era evidente que provenían del otro lado de la puerta.

La entrada se abrió dejando escapar toda la luminosidad que contenía dentro de la habitación. El cambio brusco de luz deslumbró los ojos de Tomás. Se cubrió los ojos levemente con la mano a modo de filtro para poder seguir viendo su entorno.

A medida que su vista se acostumbraba a la iluminación del ambiente, la silueta de un perro se aclaraba, todo el perímetro de la negra figura se hacía más nítida mientras se mantenía firme en la posición sentada.

—¡Rufo! —llamó Tomás emocionado a la vez que se ponía en cuclillas.

La oscura forma rompió la fija postura en la que estaba y corrió impetuoso hacia Tomás.

No podía creer que había vuelto a ver a las orejas de su perro moviéndose como aleteando tan frenéticamente mientras lo esperaba con los brazos abiertos.

El abrazo duro menos de un segundo, ya que Rufo no paraba de retorcerse con vehemencia entre los brazos de Tomás. Una vez que se libró de ellos, comenzó a dar vueltas alrededor de Tomás mientras daba saltos de entusiasmo.

La distracción que produjo la aparición de Rufo hizo que Tomás no se enterará que llevaba compañía. Cuando notó la presencia de aquella persona traspasando el umbral, suscitó en él un gran susto, pero breve; no de terror, sino de incertidumbre. Rufo se dio cuenta que la atención ya no estaba en él, se mantuvo quieto a un lado de Tomás que ya estaba de pie, observando, al igual que su amigo, a aquella persona.

El cuerpo se hallaba a contraluz, lo que impedía ver claramente quien era aquel individuo. No obstante, el cabello largo y brilloso indicaba que podría tratarse de una mujer y a medida que bajaba los estrechos escalones se hacía más evidente la figura delgada y esbelta. Era difícil saber cuándo una parte del cuerpo pasaba a ser una imagen clara o se trataba todavía del efecto de contraluz.

Seguía caminando, acercándose a Tomás. Poco después se aclararon más detalles de la persona misteriosa: la mayor parte de su cuerpo estaba cubierto por un saco negro, el collar de este se encontraba parcialmente doblado, lo que cubría parte de su mentón; le seguían las solapas a la altura del esternón.

La disparidad que representaba el material brilloso del plástico de los botones y la opaca del material del saco demostraba que le hacían falta varios botones a lo largo de las dos líneas verticales y paralelas de estas que recorrían la parte del frente.

Y atravesando las dos hileras de botones, un cinturón, amarrado de lo más burdo posible, cerraba el saco.

Tomás tenía miedo, sus extremidades le temblaban como si estuviera a la intemperie en medio del invierno. Lo desconocido le producía miedo y nerviosismo. Y es que tenía frente a él a aquella mujer, que lo miraba fijamente hacia abajo.

De cara pálida, ojerosa y de mejillas tan apretadas que parecían huecas con unos pómulos tan afilados, al igual que la barbilla, como crestas montañosas. Se notaba que los labios no eran delgados, pero la diferencia entre el color del rostro y de estos era invisible.

Sin embargo, la línea que dibujaba la separación de los labios tenia los extremos hacia arriba. No era una sonrisa maliciosa, si no, en contra de lo experimentado y el entorno, transmitía cierta calidez que reconfortaba a Tomás.

La señora se inclinó para estar a la altura del niño. ¡Que ojos más negros tenía! Parecido a los labios, no se podía distinguir entre el iris y la pupila. Ciertamente, aquellos ojos contagiaban sentimientos de pavor, timidez y tristeza, pero ella comenzó a hablar.

La voz gruesa y femenina inspiraba confianza, similar al de una vieja que, con sus años de experiencia, trata de aconsejarte.

Pronunciaba enunciados que Tomás creyó jamás escuchar porque sonaban a fantasía. La señora de negro le proponía la solución a su aflicción: tener de vuelta a Rufo.

A lo lejos se escuchaba un graznido y cada vez que paraba, este seguía a los pocos segundos cada vez más claro y en un volumen más alto.

La mujer se erguía mientras se acomodaba el saco y con un gesto de su mano hizo que un cuervo negro volará por encima de aquellos tres y entrara por la puerta. Rufo se puso en alerta y, después de hacer la clásica pose de jugueteo, echó a correr persiguiendo a la ave. La señora dio media vuelta y caminaba detrás de Rufo mientras Tomás solo observaba a su amigo entrar por la puerta.

La luz que emanaba del interior de la habitación impedía ver los detalles de aquellos mientras se acercaban a la puerta. Rufo ya había entrado cuando la vestida de negro estaba por ingresar.

Cuando cruzó el umbral, dejó la puerta entreabierta. Sin embargo, la luz empezó a salir con mayor intensidad, abrazando el cuerpo de Tomás y arrastrándolo lejos de donde estaba.

Tomás cerró los ojos. La luminosidad atravesaba sus párpados deslumbrando por completo su vista, hasta que se convirtió en algo soportable y abrió los ojos. Se encontraba en su habitación, en la cama. Un delgado haz de luz solar penetraba por la ventana e impactaba sobre el rostro su rostro. Un nuevo día acaba de empezar.

Cada puerta que cruzó a lo largo del día le traía recuerdos de aquel sueño de anoche. Aunque estaba acostumbrado a soñar cosas tan irreales y fantasiosas, este se notaba tan real, tan reconfortante que Tomás lo tomó como una propuesta tan verdadera como él.

Era de noche y Tomás ya estaba arropado cuando le contó el sueño del día anterior a su madre.
—Fue solo un sueño, hijo —le dijo la madre mientras pasaba sus dedos sobre los cabellos del niño.

Como habitualmente, la señora se despidió de Tomás con un beso y salió de la habitación.

Tomás creyó las palabras de su mamá: “Fue solo un sueño”, dando a entender que no tiene nada de trascendental. Sin embargo, muy en el fondo, quería que se volviera algo real.

Antes de poder conciliar el sueño, se imaginó miles de veces escapando de aquella luz que lo dominaba y arrastraba fuera del sueño, para correr con todas sus fuerzas y atravesar la puerta que, a juzgar por Rufo, parecía bastante seguro y ameno.

Tomás se encontraba yaciendo en su cama, aún dormido. Un haz de luz rebotaba en su cara. Pero lo que interrumpió su descanso, fue un perro que ladraba.

Se levantó frenéticamente, casi terminó envuelto en las sabanas que lo tapaban. Sin cuidado cruzó los pasillos de la casa, por poco impactaba directamente contra su madre. Su papá, sentado en el comedor, alcanzó a mirarlo solo de reojo de lo veloz que iba.

Tomás abrió la puerta metálica que daba al patio y enfrente vio a Rufo, y al instante en que él vio a Tomás, se apresuró a cruzar el patio, Tomás lo ayudó acercándose a él. Rodeado por un par de delgados arboles de forma cónica, los inseparables amigos se abrazaron mutuamente, y quedaron así por un tiempo.

Los padres de Tomás vieron aquella escena a través de la ventana de la cocina. Después desviaron la mirada hacia unos cuervos que despegaban de las puntas de aquellos delgados árboles. Seguido a esto, se voltearon a ver con una mirada desconcertante.

18 Mart 2020 23:51 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Son

Yazarla tanışın

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