GERMANIA, año 11 a. C.
La crudeza del invierno no había dado tregua y la espera parecía eternizarse a pesar de que los días se habían tornado más cortos y la noche arrancaba sus últimos vestigios al mortecino sol.
Marcus avanzaba entre el barrizal, observando a los supervivientes de la batalla. El desfiladero, cerca de Arbalo, no quedaba lejos de allí y las imágenes de la emboscada sufrida martilleaban en su cabeza con macabra insistencia. La escabechina había estado próxima a tornarse en realidad y aunque muchos alababan su pericia al frente, Marcus estaba convencido de que la fortuna había sido vital para haber logrado evitar un mal mayor, salvando así gran cantidad de vidas, que a esa hora de la noche se apostaban, agotadas, a orillas del Rhin.
En los años que llevaba como parte de la legión romana, había participado en numerosas batallas y conquistas, pero pocas le habían desagradado tanto como la que había dado con su huesos en Germania hacía ya casi un año. El frío allí calaba hasta lo más profundo del alma y el terreno no facilitaba las largas marchas que los llevaban de un lugar a otro. Tampoco las tribus de salvajes a las que habían de enfrentarse ponían las cosas fáciles, y los sinsabores habían empezado a adueñarse de él.
Ansiaba regresar a casa, colmarse de los aromas familiares de la Roma imperial, caminar entre sus regias calles y saberse parte de una grandeza histórica. Pero esa grandeza se sustentaba en la eterna conquista y Germania había dado ya demasiados problemas como para seguir aplazando su toma. Marcus había vivido muchos ocasos allí, muchos amaneceres; y aún, se temía, viviría muchos más.
Caminaba despacio, algo alejado del improvisado campamento en el que la XIX legión se había apostado tras la huida de Arbalo. En esas gélidas tierras, Marcus había adoptado la costumbre de envainar y desenvainar continuamente su espada, apenas un pequeño movimiento, sosteniendo la empuñadura de su arma, para evitar que esta se encasquillase con el frío. Mientras llevaba a cabo aquel repetitivo gesto, canturreaba una canción, apenas un débil susurro que lo acompañase en aquel tenso silencio que tan poco le agrada. Se detuvo, entonces, al topar con la inesperada figura de una niña. Había tenido frente a sí a los rebeldes germanos en las suficientes ocasiones como para reconocerlos. No pertenecía a ninguna de sus tribus.
Estaba sola y, aparentemente, desarmada, pero la inquietud lo abrazaba como una segunda armadura que pudiera colarse a través de la primera, paseando un frío agudo sobre su magullada piel.
Era una niña de apenas ocho o diez años. Su nívea piel se fundía a la perfección con el rubio de un cabello que se enmarañaba cayéndole, revuelto, hasta la cintura. Sus ojos azules pestañeaban con curiosidad y en ellos, Marcus detectó una calma inusual.
Sin apartar la mano de la empuñadura de su arma, paseó los ojos a través de la espesura que se alzaba alrededor, tratando de localizar a la posible compañía de aquella intrépida muchacha. No podía estar allí sola; no en plena guerra entre romanos y salvajes.
Cuando la joven avanzó un paso, Marcus reculó, alertado.
—No te muevas —le advirtió.
Con toda probabilidad, ella ni siquiera estaba entendiéndolo, pero si su idioma no le decía nada, esperaba que al menos su lenguaje corporal sí lo hiciera. Desenvainó lentamente la espada, no con la intención de atacar, sino con la de lanzar una muda advertencia. Pero la joven no debió tomarla como tal o, si lo hizo, trató de desafiarlo de algún modo, avanzando de nuevo.
—Te lo advierto, si das un paso más, no titubearé en matarte.
Ella sonrió y continuó caminando hasta que, prácticamente, hubo fulminado la distancia que la separaba de él. Marcus permaneció aferrado a la empuñadura de su espada como si esta pudiera despertarlo del mal sueño del que se sentía preso. Siempre había odiado encontrarse frente a mujeres y niños en las batallas y para su desgracia, aquella escena no se había dado, precisamente, en pocas ocasiones. Él mismo era solo un crío cuando se alistó en las legiones romanas, pero si algo había aprendido era que fiarse de la inferior apariencia de un enemigo solo había sumado bajas en sus propias filas.
Había perdido amigos a manos de niños, de mujeres y de muchos otros enemigos que habían forjado un traicionero exceso de confianza en los regios legionarios.
Confirmando sus peores presagios, la chiquilla se abalanzó encima de él, sin tiempo a reaccionar y todo se tornó oscuro.
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