En una ciudad como muchas otras había un parque que guardaba una peculiar historia.
Se cuenta entre los visitantes habituales a este sitio el relato de suceso en el que decían haber visto durante un tiempo sin que nadie sepa cómo ni de donde un viejito que siempre se sentaba en una de las bancas del parque, siempre, después del atardecer, justo al empezar la penumbra de la noche dejando solo la luz de las lamparas que iluminaban el parque.
Ahí estaba, paciente tranquilo con un traje elegante pero desgastado y un pequeño vaso en su mano pidiendo unas monedas. Sin embargo, iba vestido de forma elegante, aunque desgastadas sus prendas, su pantalón, camisa y un saco oscuro, junto a su infaltable sombrero, justo como vestían los abuelos en aquella época en que eran jóvenes era enigmático ver a alguien con cierto cuidado personal pedir monedas, no era un vagabundo, pero tampoco tenía la facha de ser alguien con dinero. Y únicamente de noche era visto, nadie recuerda haberlo visto por las mañanas.
Todos los días justo al anochecer su presencia estaba ahí, en la banca donde la luz de las lámparas del parque no lograba iluminar y desvanecer la penumbra de la noche. Se volvió casi un elemento más del parque por lo que después de cierto tiempo, ya pasaba desapercibido entre quienes cruzaban diariamente, casi invisible ante el agitado ritmo de la gente que pasaba a su lado sin tomarle importancia, concentrados en sus propios mundos y rutinas, siempre con prisas.
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