Mamerto ya casi tenía cincuenta años y aún no lograba tener todo lo que le había prometido a su madre cuando era pequeño. Y por supuesto, ya tampoco tenía a su madre.
Su hija, Amada, lo contempló desde el sofá del salón. Pensó en la vida de él. No era del todo triste, sino que su padre había aprendido a ser feliz con lo que nos entrega la realidad que nos toca.
Amada miró el viejo reloj. Ya eran las siete y la luz amarillenta de la ampolleta le estaba dando sueño.
—Mamer, ¿tú eres feliz?—le preguntó de pronto.
Mamerto miró a su hija unos segundos antes de sonreír sinceramente. Sabía que Amada pensaba que uno de sus mayores pecados como padre era no tener dinero, pero que, aún así, él siempre lograba conseguir todo lo que ella necesitara. Miró su angustiado rostro. Habían cosas en la vida que no se podían comprar. La lealtad y el amor incondicional de las personas eran lo único que nos ganamos por lo que somos y no por lo que pretendemos ser.
Mamerto amplió aún más su sonrisa, asintiendo lentamente con la cabeza.
—Sí—respondió, suave pero firmemente—. Soy feliz, Amada.
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