Laura siempre fue más un espejismo que una persona. Desde que éramos niños, su presencia me pareció algo sobrenatural; me era difícil creer que unas facciones de marfil tan agraciadas pudiesen residir en calles tan tristemente banales.
Aun recuerdo como el rubor me bañaba cuando veía el secreteo entre sus dedos y sus cabellos. El tiempo escribió una conclusión a partir del puñado de emociones que ella, involuntariamente, había plantado en mí: estaba enamorado.
Apenas habíamos tenido un par de conversaciones cuando le manifesté mis sentimientos. Su reacción se inclino a la sensatez y me rechazo con una cortesía bien cuidada. No sentí el filo del desencanto, pues pensé que una joya tan radiante nunca abandonaría su vitrina; que no habría quien pudiera llegar a su precio. Me conforme con ser solo un espectador de sus encantos.
Unos ciclos escolares después ella súbitamente solicito mi compañía. Caminamos por el parque hasta llegar a los columpios. En aquella tarde nublada el nerviosismo no solo emanaba de mí; podía notar su inquietud. La plática fluyo alrededor de Gorillaz; ambos coincidimos que es una gran banda. No quise interpretar aquel encuentro como un indicio de interés particular de ella hacia mí. ¿Para qué involucrarme en una lucha que sabía iba a perder? Renuncie indefinidamente a la confianza.
No me sorprende que hoy, un quindenio después, Laura no pueda reconocerme mientras esperamos nuestro café. Especialmente porque toda su atención la absorbe una sortija y un niño inquieto.
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