jogamaba14 Gabriel Martínez Barre

Un hombre lee la carta póstuma de su amigo, lo cual le trae recuerdos y lo invita a explorar nuevas ideas relacionadas con el funcionamiento de la vida.


#44 içinde Kısa Hikaye Tüm halka açık.

#amigos #guerra #combate #creencias #familia #345 #336 #343 #relato #lectura #341
Kısa Hikaye
15
13.3k GÖRÜNTÜLEME
Tamamlandı
okuma zamanı
AA Paylaş

Dos cartas sobre la mesa

Eduardo bajó del auto. Caminó por la vereda del estacionamiento en dirección a la sala de velación. A lo lejos se veía mucha gente. Conforme avanzaba se saludaba con todos y se daban las condolencias.

Llegó a la puerta, encontró un rótulo con el nombre del difunto: Cristopher Valverde. No decía nada que hiciera alusión a su corta trayectoria militar. ¡Qué bueno! Pensó él pues, a pesar de que ambos habían servido en la guerra del noventa y cinco entre Ecuador y Perú, su amistad se remontaba prácticamente al inicio de sus vidas (uno de sus primeros recuerdos con Valverde fue cuando aprendieron al mismo tiempo a leer y a escribir).

Habló con la familia del difunto, la causa de muerte fue un infarto fulminante.

La muerte de Valverde lo apenaba, más no lo sorprendía: su amigo ya había tenido infartos en el pasado. Creía que el único motivo de sorpresa era la repentina decadencia de su salud en los últimos meses.

Eduardo abrazó a la mujer de Valverde y lloraron por unos minutos. Más tarde llegó Esther, su esposa, en compañía de sus hijas.

La velación duró la mayor parte del día, lo enterraron antes que se hiciera de noche.

Al otro día, Eduardo se encontraba solo en casa. Se dedicó a revisar la correspondencia que descuidó por varios días. Se sorprendió al encontrar una carta enviada por Valverde y fechada el día de su fallecimiento. Al abrirla, distinguió la letra de inmediato. Sintió una presión fuerte en el pecho y se le aceleró el pulso. Cuando recuperó la entereza, empezó la lectura:

Eduardo, querido amigo. Si estás leyendo esto es porque se ha cumplido mi vaticinio: he muerto al fin.

¿Cómo ha pasado? ¿Una bala rencorosa? ¿Un punzante infarto?

Bueno, supongo que te preguntas el porqué de esta carta, pues déjame decirte que es más que una despedida; deseo también compartirte ciertas ideas que me acosan desde que servimos al ejército.

Quiero empezar rememorando contigo nuestra infancia. Piensa en cómo nos partíamos la trompa con los demás muchachos del barrio porque se nos cargaban: decían que yo era un fortachón pendejo, y tú, un ahuevado inteligente. Nuestros padres nos vivían puteando porque llegábamos a casa golpeados y con el uniforme del colegio roto, esa era la adolescencia más pura que podían tener dos muchachitos viviendo en el sur de Guayaquil. Acuérdate de nuestras novias y del apoyo que nos dábamos cada vez que ellas nos botaban por nuestras cagadas.

No quiero que pienses que estoy divagando, es que una despedida sin recuerdos son palabras sin sustancia.

Cuando concluimos el colegio y creímos que tomaríamos caminos separados el servicio militar nos mantuvo juntos. Nos enviaron a la frontera de Ecuador y Perú armados con cuchillos y ametralladoras. Lo más memorable de las primeras noches fue la zozobra colectiva: ¿qué ocurrirá cuando haya que pelear? Para mí, la respuesta a esta pregunta llegó a la tercera noche. Fui a mear y, confiado en que no me perdería, me alejé demasiado del campamento. Sin darme cuenta me desorienté, caminé con rapidez hacia la luz de las fogatas, pero cuando estuve cerca me di cuenta de que no era nuestro campamento, era uno mucho más pequeño. Tres soldados peruanos conversaban. Por un momento, me quedé estático del susto; yo, un recluta inexperto, no podría solo contra tres. Uno se levantó y se dirigió hacia donde yo me hallaba. Me escondí detrás de un árbol, el murmullo del río impidió que me escucharan. Cuando estuvo alejado lo suficiente de los otros, cubrí su boca con mi mano y le abrí la garganta sin vacilación. Tumbé el cadáver en la tierra con lentitud. No podía matar a los dos restantes al mismo tiempo, así que salté sobre uno clavándole el cuchillo en el pecho. Con el tercero nos apuntamos con las armas. «Dispara y vendrán los demás», me dijo. Ambos hicimos fuego, le acerté tres balas en el torso; de sus disparos, ninguno me dio. Exhausto, me tendí en el suelo. «Que vengan los demás si tengo que morir», me dije; pero no vinieron. Al cabo de unos minutos apareciste tú con el resto de los nuestros, habían oído los disparos; les conté lo acontecido. Luego de esa noche, hasta que acabó la guerra, no maté a nadie más y tú jamás tuviste que matar a nadie.

Al final de la guerra nuestros superiores nos felicitaron. Sin embargo, nunca dejé de cuestionarme por qué alguien con tan poca agilidad para el uso de las armas sobrevivió aquella noche. Me pareció que me las arreglé con habilidad ajena, casi providencial.

Después de darle muchas vueltas, la única respuesta que hallé fue que el destino es cosa cierta, y que es una fuerza viva y protectora. Yo no debía perecer esa noche, al pie de la grandiosa cordillera y junto al piadoso río, por eso las balas no me tocaron. En cambio, el cuello y el pecho de los dos primeros soldados fueron hechos para ser tajeados por mi cuchillo y el cuerpo del tercero para recibir mis descargas. Es triste decirlo, pero creo que es así. Aún recuerdo sus apellidos: Asurmendi, Amat y Azcárate.

Pensar de este modo no menosprecia la vida de esos hombres, ya que cualquier acto, por pequeño que sea, puede provocar grandes efectos, debido a que la historia de la humanidad es una cadena interminable de minúsculos eventos. No hay vida o suceso que carezca de relevancia. Con este pensamiento he renunciado a creer en el azar, porque esto implicaría despreciar las muertes denominadas accidentales.

He callado y vivido con estas ideas desde que acabó la guerra, espero que no pienses que desde entonces he estado volviéndome gradualmente loco.

Así como estoy seguro de que nuestro fin está escrito, sé que hoy será mi final.

Hoy en la noche he dejado esta carta en tu buzón para que la recibas cuando yo ya no forme parte de este mundo. De estar equivocado, la leeremos juntos luego y podrás ayudarme a buscar una nueva contestación a la misma pregunta.

Sin tener más que decir, te agradezco por haber sido el mejor de los amigos durante toda mi vida.

Al finalizar la lectura, Eduardo no le mostró la carta a nadie más. Resolvió que pondría a prueba lo dicho por Valverde buscando el peligro; de haber una fuerza protectora, esta no le dejaría morir. Se levantó de la mesa en dirección a la ventana, la abrió y se detuvo a reflexionar el porqué de lo que estaba a punto de hacer: quería compartir una última experiencia con Valverde. Asomó la cabeza y vio que la acera, catorce niveles abajo, estuviese despejada para lanzarse. Un instante antes de alzar su pierna, el picaporte sonó y apareció una de sus hijas. Desistió, si iba a hacer una estupidez, la haría estando solo. En los días siguientes probó pasearse por barrios peligrosos, pero aparecían tantas patrullas como potenciales asaltantes. Caminó bajo andamios: ladrillos y herramientas cayeron rozándole la cabeza. Y se plantó frente a un autobús que, con lo justo, alcanzó a frenar. Salir ileso le pareció tan sospechoso que llegó a creer que Valverde estaba en lo cierto.

Una noche en la que su mujer trabaja en turno nocturno y sus hijas estaban de viaje, Eduardo se puso a pensar en lo que antes escribió Valverde. Para poder darle claridad a sus ideas las escribió:

Que no me haya ocurrido nada malo no es suficiente para decir que Valverde tenía razón porque, aunque él no crea en eso, pudo ser producto del azar.

Mientras más lo pienso, creo que no hay manera de confirmar o refutar lo dicho por él. No me queda otro remedio que desarrollar mis propias ideas.

No descartaré la existencia de una fuerza viva, pero creo que esta no es capaz de proteger, si pudiera hacerlo, un ser humano no podría hacer sufrir a otro. Es que mi mente no puede aceptar que ya esté escrito que alguien deba morir por un tiro o una puñalada. Por otra parte, creo que esta fuerza viva sí puede castigar y el único ejemplo que puedo nombrar de esto es que, en un corto período de tiempo, Valverde tuvo tres infartos, el último acabó con su vida, no podía ser de otra forma, uno por cada peruano.

Incluso, luego de haber dicho esto, creo que poco a poco continuaré poniendo a prueba la hipótesis de Valverde.

Al finalizar de escribir, Eduardo continuó pensando en Valverde. Estas dos maneras de ver un mismo evento lo mantendrían conectado a él, aún más, hasta el final de su vida. Creyó que dormir le entregaría algo de la lucidez que requería para sacar una conclusión más certera así que se dirigió a la habitación.

A la mañana siguiente, cuando Esther llegó al edificio, encontró a Eduardo profundamente dormido. Tardó horas en darse cuenta de que había muerto. «Sobredosis de somnífero» informó el doctor, «ha muerto sin darse cuenta… sin dolor», añadió.

Luego que la afligida familia volvió a casa del entierro, Esther halló dos cartas sobre la mesa de la sala, casi de inmediato reconoció que una era de Valverde y la otra de Eduardo. Le extrañó que las caligrafías fuesen semejantes hasta el punto de parecer dos páginas de un mismo texto.


Este texto apareció en la antología Fictología 2+20(20) de Plétora editorial de México.





21 Nisan 2023 16:53 4 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
13
Son

Yazarla tanışın

Gabriel Martínez Barre Soy un ingeniero al que le gusta mucho escribir. Fui uno de los ganadores del IV Certamen Literario “Orellana lee” organizado por MACCO-EP del Ecuador. Fui uno de los ganadores del Concurso “Derivas Urbanas” organizado por el Festival de Narrativa de Bahía Blanca de Argentina. Mi trabajo ha aparecido en distintas antologías y revistas de Estados Unidos, Sudamérica y Europa.

Yorum yap

İleti!
M M M M
¡Realmente hermoso y profundo!❤👏
June 12, 2022, 19:37

sda love sda love
Lastima que no haya más.
June 06, 2022, 14:44

~