jlgarciabugallo Jose Luis Garcia

Arnel ha terminado en la novedosa Academia de magia del Reino de Tamotria, pero la desconfianza hacia los magos hace que no encuentre trabajo. En última instancia decide alistarse en el ejército real, pero descubre que después de las alabanzas y los aplausos le espera el viaje a un cuartel lejano.


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Capítulo 1: La taberna del oso sediento

Un cartel con el dibujo de un oso y una jarra de cerveza se balancea en la última hora de la noche, apenas visible con la luz de un sol que refleja sus rayos en el cielo pero todavía se esconde. En el interior de la taberna dos sombras más oscuras intercambian susurros hasta que una de ellas hace un gesto despectivo con la mano y abre una puerta, desapareciendo en el interior de una escalera descendente. La otra se queda inmóvil, esperando de forma inútil que volviera, mirando parado a la puerta.


Un trapo atenaza su boca en el instante en el que un puñal destroza su columna. Trata de gritar, pero el sonido queda amortiguado por la tela y la fortaleza de la mano que le ase la boca. Cuando intenta girarse y luchar contra su asesino descubre que ya no tiene fuerzas y lo único que puede hacer es caer al suelo mientras muere.


Amanece en la pequeña villa norteña de Gélida. El tímido sol rasga el horizonte lanzando sus templados rayos otoñales e iluminando las calles de tierra de la antigua estación de caza. La villa nace en el muelle de madera construido en la rada entre dos cabos que se adentran en el mar. Desde el muelle se ordenan casas de pescadores y almacenes, mezclados con alguna taberna marinera que ya empieza a despabilarse para afrontar un nuevo día.


Un chiquillo surge de la puerta de una de ellas y se abre paso cuesta arriba hacia la parte nueva de la ciudad. Esquiva los charcos de agua que el frío de la noche primaveral ha helado y llega a la parte más nueva, acercándose a la puerta de uno de los pocos edificios de piedra. Este forma una manzana en si mismo, y tiene dos alturas además de un tejado almenado. En realidad parece una fortaleza en miniatura, y como tal tiene un guarda en la puerta.


Se trata de un hombre alto y fornido, vestido con unas contundentes botas de cuero preparadas para caminar por los peores suelos, un jubón oscurecido y cuarteado debajo de una librea con los colores verde y blanco de fondo, que le identifican como un soldado del principado de Turonsa. Unas calzas acaban de tapar el mínimo de su cuerpo que queda sin cubrir para que esté protegido del frío. Su expresión adusta le cuadra perfecta para una cara con ojos pequeños, nariz aguileña y boca grande.


El chiquillo se acerca a él y le tiende un pequeño trozo de tela en el que hay garabateado un mensaje. El soldado saca una moneda de cobre de un lugar indeterminado de su jubón y se la lanza. El chaval la coge con agilidad y le saca la lengua al guarda; este hace un gesto brusco hacia él y el chiquillo sale corriendo y gritando con alegría para perderse entre las calles.


El soldado de guardia mira a un y otro lado de la calle y se mete en el interior del edificio. Sabe que no debe abandonar la entrada pero, ¿Quién va a estar por la calle a esas horas y con tanto frío? Se frota las manos y mira a sus dos compañeros de turno que están jugando a las cartas. Aunque los tres tienen que estar disponibles esa noche sólo uno de ellos debe estar en la puerta, así que se alternan para no acabar congelados.


Los dos jugadores levantan la vista al verle porque aún no es la hora del cambio de guardia.

—¿Qué ocurre Donel? ¿Tienes demasiado calor ahí fuera? —Le pregunta Raddel la típica broma que siempre se hacen entre ellos.

—No, aún siento los pies —contesta Donel—, vino un chiquillo a dejar esta nota —aclara tendiéndole la tela a Arnel.


Los tres forman un grupo variopinto. Donel es alto y fornido, con una complexión perfecta para entrar como un elefante en una turba y ser el único que queda en pie. Lleva apenas seis lunas siendo soldado y se le da bien. Raddel es el que tiene más experiencia de los tres puesto que ya lleva cuatro años siendo soldado; es bajo y ancho, pero con una vitalidad que pondría en apuros al enemigo con más experiencia. Le han visto tumbar sin esfuerzo a un Vakasiano borracho que estaba dando problemas en la taberna del ciervo cornudo y que dejó noqueados a varios parroquianos, pero que no pudo hacer nada contra la embestida de Raddel. El tercero, al que Donel tiende la nota, se llama Arnel. Ambos llegaron a Gélida en la misma campaña de reclutamiento y se conocen bien. Arnel es de estatura media pero bastante delgado, lo que hace que parezca bastante más joven de lo que es en realidad. De los tres es el que lleva la librea con los colores de Turonsa más desarreglada y de lejos el que más ha sufrido su incorporación al ejército.


Arnel proviene de la Academia de magia de Saithen, de la primera hornada de magos estudiantes después de la gran guerra. Y los únicos por ahora. Hace cincuenta años Arnel habría sido perseguido y sentenciado a la hoguera en cuanto hubiera manifestado sus poderes, pero en la gran guerra el enemigo tuvo magos que han sido temidos y odiados en el campo de batalla. El Reino de Tamotria que surgió de las cenizas de la guerra intentó solucionar ese problema e instauró la academia de magia. Sin embargo seguía habiendo mucha gente que se sentía horrorizada con aquello que no podía entender, y por eso de vez en cuando tenía que aguantar miradas despectivas o ignorar alguna que otra burla.


Cogió la tela que le tendían. No había demasiada gente que supiera leer en general y mucho menos en el ejército, pero en la Academia era una de las asignaturas obligatorias. Leyó la tela y se puso en alerta. "Muerte taberna oso sediento". El mensaje era claro, no era el momento de preocuparse de las palabras que faltaban. Lo leyó de nuevo en voz alta para que sus compañeros supieran lo que ponía.


No era habitual que en Gélida hubiera muertes matutinas, pero mucho menos que las reportaran. Era un fastidio porque estaban a punto de terminar el turno, pero no había nada que pudieran hacer.

—Podemos deshacernos del papel y que vengan más tarde a avisar si quieren —propuso Donel.

—El problema —dijo Arnel— es que preguntarán por qué no acudimos antes si mandaron una nota.

—Diremos que no vino nadie —insistió Donel—. El chiquillo la podría haber tirado en cualquier lado y no nos habríamos enterado.

—¿En serio quieres intentar cabrear al sargento Tokeston? —intervino Raddel.


La alusión al enfado y consecuente castigo del sargento hizo que Donel cediera por fin y fueron a despertar al cabo de guardia. En el cuartel de Gélida hay dos cabos y uno de ellos casi siempre está controlando los alrededores para disuadir a los contrabandistas.


Es el asentamiento más al norte del Reino de Tamotria. De hecho Arnel sospechaba que lo habían destinado allí para sacárselo de en medio. ¿Quién quería tener un sucio mago entre sus filas? La bahía que ocupaba la villa había sido hace tiempo una estación de caza. El bosque que se extiende hacia el este hasta las montañas Meger tiene un gran número de animales que proporcionan magníficas pieles. Desde allí hacia el norte no hay más que hielo, aunque el pueblo tegel vive en el hielo y acude a comerciar a Gélida en cuanto la nieve cubre la tierra.


Despertaron al cabo Nolio y se lo tomaron con calma para tratar de explicarle la nota que les había llegado. El cabo no era conocido por su velocidad de pensamiento, pero cuando se ponía un objetivo en mente lo perseguía con su tenacidad hasta cogerlo por simple extenuación. Arnel siempre lo comparaba con un glaciar, con un lento pero imparable movimiento.


Cuando consiguieron que el cabo despertara a alguien para ponerlo aguardar la puerta se marcharon hacia la taberna del oso sediento. En Gélida hay tres tabernas, dos en el puerto y una tercera en el interior, más frecuentada por cazadores. En las del puerto suele haber pescadores todo el año, pero en la primavera y el verano aparecen muchas veces comerciantes, viajeros o sacerdotes. A veces incluso prófugos que esperan pasar desapercibidos en el fin del mundo.


Salen del edificio y bajan a paso rápido por el camino de tierra evitando los charcos helados que pueden darles un disgusto. Donel había pisado uno hacía un par de semanas y del resbalón casi se había roto una pierna. En Gélida todos los caminos son de tierra y sólo la plaza nueva tiene adoquines que evitan que se acomule el barro.


Llegaron a la taberna del oso sediento que ya empezaba a mostrar signos de actividad. Al entrar vieron que varias mesas están ocupadas, servidas por un hombre que bulle en la barra para cumplirlos pedidos y de vez en cuando entra en la puerta de la cocina para salir con platos de desayuno. Todos parecen ignorar el bulto en el suelo que está tirado entre la barra y las mesas, apuntando a una puerta de la taberna.


Los tres se miran ante lo extraño de la situación y se acercaron a la barra a preguntar al camarero. Cuando este los vio les preguntó si venían a desayunar y ante su atónita mirada se dio una palmada en la frente mientras musita "claro, claro..." y saliendo de la barra les hace un gesto con la mano hacia el bulto.

—Este es el muerto —dijo con naturalidad—, lo encontré por la mañana al levantarme. Y ahora si me disculpan...

Y volvió detrás de la barra a sacar otros pedidos.


Los tres se miraron. Ninguno de ellos acababa de entender la situación, pero lo que estaba claro era que hay el bulto de un hombre en el suelo y parece muerto. Arnel se agacha para comprobarlo y nota que bajo el justillo de cuero hay sangre, aunque no se ve ninguna derramada en el suelo. Mete la mano y encuentra un agujero en la espalda del muerto.


Se levanta tratando de esconder la mano y musita a sus compañeros "lo han asesinado" al tiempo que les muestra su mano ensangrentada. Donel y Raddel se ponen en guardia y Arnel ojea a su alrededor para ver el panorama. Todos parecen atentos a lo que hacen los tres, pero es normal teniendo en cuenta que la situación en si misma se presta a ello. Valora qué pasaría si se ve obligado a lanzar una bola de fuego en una construcción de madera y baja la mano con lentitud hacia la empuñadura de la espada.


La tensión se puede palpar en el ambiente. ¿Alguno de los parroquianos tenía algo que ver con el asesinato? Tal vez están demasiado nerviosos, pero que te intenten colar un muerto por un asesinato suele causar ese efecto. Sólo hay una salida y Arnel usa el arma más poderosa que tiene.

—Sigan desayunando, parece que nuestro amigo no se va a levantar hoy— dice haciendo un gesto con la cabeza hacia el cadáver.


La gente se rie con ganas ante la ocurrecia y siguen con sus desayunos y conversaciones, aunque por el rabillo del ojo les siguen observando. Raddel le susurra al oído "pensaba que nos iba a atacar". Lo que está claro es que ellos son los que menos saben de todo lo sucedido, así que deben andar con pies de plomo.


Arnel entiende que ellos tres son amenazadores para todos los que están en la taberna, y que él es el más indicado para salir pitando si se tuerce la situación, así que toma una decisión y se vuelve hacia sus compañeros, hablando en voz alta para que les escucharan todos.

—¿Por qué no lleváis este cadáver a la base mientras yo desayuno y hablo con estos señores?

—¿Estás seguro? —Le pregunta Donel en su oído. Asiente con la cabeza aunque no lo está. Si la turba de la taberna decide despedazarle ni todas las espadas y magia del mundo podrán protegerle. Cogen cada uno por un brazo al muerto y se lo llevan mirando hacia atrás sin saber muy bien qué es lo que se propone su compañero.


Arnel se vuelve hacia la barra y se encuentra al camarero con la boca abierta. Al menos les había sorprendido a todos, y un hombre sorprendido nunca acaba de pensar con claridad.

—Un desayuno para mi —pidió sentándose en un taburete de la barra.

—¿Qué? —Es lo único que llegó a vocalizar el hombre cuya mente aún trata de alcanzar la situación.

—Un desayuno para mi —repite Arnel con paciencia—, con una jarra grande de cerveza.

El camarero parece reaccionar por fin y la parroquia a sus espaldas se acaba de tranquilizar. ¿Y qué más da que el hombre que está en la barra es un soldado? Piensan que también tiene que desayunar y vuelven a sus platos.


El que no lo hace es Arnel, que memoriza poco a poco lo que tiene a su alrededor. Al otro lado de la puerta de la cocina una mujer y una chica, supone que son madre e hija, preparan los desayunos. De una puerta que da a unas escaleras descendentes sube un mozo con un barril. Así que es una taberna familiar, cosa bastante habitual en Gélida porque en realidad no hay tantos empleos como en otros principados más habitados como para elegir.


Hay cinco mesas ocupadas. En una de ellas está un grupo de albañiles que van a edificar una casa en la zona alta de la ciudad y por lo que comentan están alojados en la propia taberna, en los pisos superiores a los que se accede por una puerta sin necesidad de salir a la calle. En otra están un grupo de pescadores local que por ser amigos del dueño acuden a desayunar a la taberna después de salir a faenar.


En la tercera mesa hay varios desconocidos que parecen ser marineros de un barco mercader. Casi con toda seguridad están haciendo la última escala del año en el norte para evitar encontrarse con témpanos de hielo o con el propio mar helado. En la cuarta dos cazadores, que deben de estar despistados sobre cuál es la taberna que suelen frecuentar los suyos. Y en la quinta tres personajes que no cuadran nada en absoluto. Bien vestidos con ropa que no les va a proteger del frío, son los primeros a los que quiere preguntar qué hacen allí.


Acaba el desayuno y la cerveza cuando el camarero parece haber servido todas las mesas y está limpiando una jarra con un trapo. Le parece tan icónica la imagen que se decide a empezar a preguntar antes de que lleguen los refuerzos.

—¿Y cuándo lo encontrásteis?

—¿Qué? —El camarero se vuelve hacia él desde donde estuviera con su mirada ausente, sin darse cuenta de la pregunta.

—El asesinado, ¿Cuándo lo encontrásteis? —Repite la pregunta haciendo un gesto con la cabeza hacia dónde había estado el cadáver.

—Ah, sí, lo encontré por la mañana al subir —responde.

—¿Me lo puedes explicar de una manera que pueda entenderlo? —pregunta Arnel.

—Ah, sí —repite como una coletilla—, nosotros dormimos abajo —señala la puerta por la que antes había subido el mozo con el barril—, y al subir por la mañana ya estaba el cadáver.

—¿Pudo ser alguno de los huépedes? —pregunta esta vez señalando hacia atrás con la cabeza.

—Eeeh no, imposible, la puerta que une la taberna con la escalera que sube a las habitaciones la cierro por la noche para que no saqueen la taberna —explica—. La única salida que tienen es la que da a la calle. Podrían salir a la calle y entrar en la taberna, pero entonces cualquiera de la calle podría...


El hombre sigue hablando pero la mente de Arnel vaga lejos de allí; el copioso desayuno no le ha quitado el mal humor. Hay un asesinato, sus jefes harían preguntas y nadie parece demasiado interesado en ayudar ni siquiera un poco. Tal vez la bola de fuego no va a ser tan mala idea...

—¿Quienes vivís aquí? —Le interrumpe.

—Solo mi familia —responde esta vez sin dudar—, yo, mi mujer y mis dos hijos que nos ayudan en la taberna.


Arnel vuelve la vista al mozo del tonel y valora si podría haberse cargado al muerto, limpiar la sangre y ponerle el justillo. Todo podía cuadrar, excepto lo de limpiar. Las manos sucias, las uñas sucias, el pantalón sucio la camiseta sucia... La última vez que había limpiado el mozo aún no tenía pelos en el bigote.


Se pierde de nuevo en sus pensamientos hasta que la puerta de la taberna se abre con una brusquedad que parece que quiere salirse de los goznes. Allí está recortando su silueta con la luz exterior el sargento Tokeston, ciento cinco kilos de músculo que ha pateado infinidad de culos durante la gran guerra y para el que la diferencia entre la vida y la muerte es tener un buen o mal día. O eso dice él. En cualquier caso no hay nadie vivo para dar otra versión y eso inquieta a Arnel, que trata de no estar en su camino cuando tiene un humor de perros.


La vibración de la puerta parece extenderse como una ola por la taberna. Los parroquianos habían estado un tanto hostiles cuando los chicos estaban por allí haciendo preguntas y un poco más amables cuando Arnel se quedó a desayunar, pero el sargento es harina de otro costal. Bajó las escaleras de madera con potentes pisadas que parecen retumbar la cerveza de las jarras, mientras mira todo el panorama de la taberna midiendo a todos los que allí se encuentran, de nuevo callados, sintiendo que no es buena idea atraer la atención de un bicho más grande y más fuerte que ellos. El rey de la selva acaba de entrar por la puerta y lo respetas o te arranca la cabeza.


Se acerca a la barra en donde está Arnel y él ya sabe que es lo que tiene que hacer. Se puso de pie y firme como un resorte al tiempo que grita como un recluta en la guerra.

—¡Se presenta el soldado Llaidem! ¡A sus órdenes sargento!

—¡Descanse! —Grita el sargento, que es su única forma de comunicarse. Al tiempo le dio una palmada en el hombro que algún descerebrado o gracioso le había dicho que era un signo de camaradería, pero que con su manaza y el enorme brazo que hay detrás se le habría podido dislocar el hombro.


Aguanta la palmada con estoicismo y espera las órdenes del sargento, mientras el resto de gente de la taberna trata de moverse lo mínimo posible para no atraer su atención.

—¡Soldado Llaidem! —Sigue gritando el sargento—. ¡El hombre asesinado era un curtidor de pieles que deja mujer y tres hijos de menos de diez años! ¡Quiero que encuentre al responsable para poder mirar a los ojos a ese hijo de un bodrac y escupirle en la cara!

—¡Sí, señor! —Dijo Arnel la única respuesta aceptable.

El sargento se giró para marcharse y de pronto todos lo parroquianos tenían mucho que hacer y poco que mirar. Nadie se arriesga a atraer las iras de ese hombre y salen por peteneras antes de que la tomara con ellos. Tokeston andó hasta la puerta y subió los escalones de la ahora casi vacía taberna. Se vuelve y brama desde su posición superior.

—¡Cuento contigo soldado! ¡No me falles!


En cuanto sale por la puerta Arnel se toca el hombro para asegurarse de que está todo en su sitio y se vuelve hacia el tabernero.

—Puedes hablar conmigo o puedes hablar con él —dice haciendo un gesto hacia la puerta. De pronto el tabernero estuvo muy colaborador.


Cuando Arnel sale de la taberna se para a observar el cartel del oso con la jarra de cerveza que se balancea con la suave brisa haciendo un ruido metálico. No está seguro de que hubieran contestado sus preguntas con sinceridad y no tiene ni idea de quién está detrás del asesinato. Otra cosa tiene clara y es que no se iba a comer ese marrón él solo, así que se dirige al cuartel en busca de Donel y Raddel. Estos han desaparecido de manera misteriosa sin dejar más rastro que una supuesta llamada del cabo para patrullar los alrededores de Gélida en busca de salteadores de caminos.


Viendo que no hay manera de deshacerse del problema decide que sería buena idea acercarse hasta casa de la viuda. Gélida era una pequeña villa así que no tuvo problema en encontrar la casa. Estaban preparando al muerto para llevarlo al templo de Nasha, pero la llorosa esposa no tiene problema en hablar con él. Se sorprende de su entereza al afrontar la situación, aunque no puede saber si está en shock o en realidad es más dura de lo que parece. En cualquier caso espera que su ánimo no decaiga.


Trata de ser breve y preguntarle por las relaciones laborales de su marido o por problemas personales, o de cualquiera que tuviera motivo para agredirle.

—La única que tenía algún tipo de motivo —respondió con seguridad—, era yo.

Ante la mirada atónita de Arnel, al que no le salen las palabras, cierra los ojos y sigue hablando.

—Mi marido tenía una amante —aclaró ella—. Yo lo sabía, pero siempre hice como que no. Supongo que tenía la esperanza de que volviera a quererme o se marchara de forma definitiva.


Aprieta los ojos para evitar las lágrimas que pugnaban por salir de ellos y abraza a Arnel buscando consuelo. Él se sorprende y trata de calmarla, cuando levanta la vista para ver al Sargento Tokeston en la casa mirándolo como si fuera culpa de él que su viuda estuviera llorando. La temperatura baja a su alrededor y dando unas palmadas en la espalda se libera del abrazo y se marcha musitando un"muchas-gracias-ha-sido-de-gran-ayuda-lamento-su-pérdida".


Piensa que como no resuelva el caso el sargento va a acabar con él. Recuerda los intensos entrenamientos con los que Tokeston había martirizado a los nuevos reclutas, poniendo especial atención en él y declarando en multitud de ocasiones que él no había pedido un mago enclenque para su guardia. También recordó su furor cuando le respondió que él tampoco había pedido formar parte de su guardia. La cólera del sargento había sido más intensa que la erupción de un volcán, y Arnel decidió entonces que haría caso a sus palabras y dejaría su lengua en un lugar oscuro, aunque no el mismo que proponía el sargento.


Trata de olvidar el mazo que penda sobre él y se concentra en pensar. El curtidor tenía una amante. Y quizás estaba por la noche en la taberna. Tal vez era hora de volver a visitar su menos favorita taberna y conversar con un poco más de fogosidad. Un brillo refulge en sus ojos mientras el reflejo de una llama cruza entre dos dedos de su mano, que desaparece cuando cierra su puño con rabia. Odiaba que lo engañaran.


Cuando llegó a la taberna su cara era un reflejo de sus ganas de pelea. Se queda en la puerta dominando desde la altura la visión del establecimiento. Varios hombres abandonan sus mesas y corren por la puerta de las habitaciones, saliendo por la calle desde la puerta exterior. No importa, no era a ellos a quienes buscaba.


El tabernero sale de la cocina con un par de platos y mira atónito las mesas vacías. Su mirada va recorriendo la taberna hasta llegar a la puerta de la calle... Entonces tira las bandejas y corre de nuevo hacia la cocina. Arnel ve la oportunidad y visualizando un hechizo y musitando unas palabras la puerta de la cocina permanece cerrada a pesar de los esfuerzos del vigoroso tabernero.


Baja las escaleras despacio, sabiendo que su presa no tiene escapatoria. Si su sargento lo apretaba a él, él apretaba al tabernero. Este se dio la vuelta, consciente por fin de que la puerta no se iba a abrir por mucho que lo intente. Suda de forma ostensible y no sólo por la cabeza, sino que su delantal empieza a humedecerse debajo de las axilas.

—¡Por favor! —Rogó— ¡Yo no hice nada!


Arnel tiene un hechizo ideal para esa situación. Se trataba de uno bastante común que hace partir una pequeña llama de uno de los dedos, pero un tanto mejorado para que parezca que se está preparando a lanzar una bola de fuego. En realidad los dos hechizos no tienen nada que ver, pero el miedo ancestral a lo desconocido puede aflojar la lengua del más valiente.

De sus dedos surgen las llamas y levanta la mano para que el tabernero las vea bien.

—¡Está bien! —Confesó— ¡Yo lo maté! ¡Ya puede detenerme!

Arnel se sigue acercando y pasa hasta detrás de la barra. De pronto el tabernero agarra una sartén y arremete contra él. Esquivó por poco la embestida y el ataque con aquella improvisada arma, cayendo hacia el suelo desequilibrado al tiempo que desaparecen las llamas de sus dedos.


Un sonido gutural del que han huido los antepasados de los humanos desde el principio de los tiempos surge de sus labios. El miedo vuelve a la cara del tabernero pero es demasiado tarde: Su cuerpo empieza a congelarse por completo, tomando un color morado. Arnel golpea el suelo de lado, cayendo sobre su brazo. No tuvo problema por el golpe porque desde que entró en el ejército no hacía más que caerse. Se está haciendo un experto en caídas.


Se levanta frotándose el brazo y viendo el resultado de su hechizo. Tendrán que poner al detenido delante de la lumbre y aún así tardará horas en volver a moverse, pero eso no es su problema. Por la puerta llegan Fileon y Darmes, dos de sus compañeros que han sido avisados de que un mago iba a quemar la taberna y se imaginaron que Arnel podía estar en problemas.


Le avisaron de que desatrancara la puerta y lidiaron con el hijo del tabernero antes de llevarse detenido a su padre. El sargento fue a hablar con Arnel después de dar orden de descongelarlo. Por lo visto la aventura del curtidor era con la esposa del tabernero y esta le había puesto fin. Pero el marido lo había acuchillado y después había vuelto a la cama. Lo que no quedaba explicado es quién había limpiado la sangre o quién le había puesto el justillo al curtidor para que no pareciera asesinado en primera instancia, pero nadie parecía interesado en descubrirlo.


El sargento volvió a palmear la espalda de Arnel y le dio dos días de permiso como premio por resolver el caso. Arnel comprueba que su hombro sigue en su sitio y le da las gracias; no se trata de que él sea delicado, sino de que el sargento puede destrozar una estatua de bronce con una sola mano. En cualquier caso si el sargento dice que está todo terminado, es que está todo terminado.

02 Mayıs 2022 17:03 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Sonraki bölümü okuyun Capítulo 2: La señora de piedra

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