La adolescente estaba temblando cuando la vi.
Caminaba tambaleándose entre la nieve, oculta entre los árboles. Su vestido, manchado de sangre, detrás de ella, un perro grande y negro. La seguía de cerca.
Pensé que había llegado a tiempo. Tenía el rifle apoyado sobre el hombro y el dedo acariciaba el gatillo. En la mira, la descomunal cabeza peluda enseñaba los colmillos; no pude ocultarme de su olfato. Puede que tuviera la rabia, pensé. Tal vez hubiese atacado a la pobre chica.
La noche anterior hubo una gran ventisca y la niña de los Castillo, de trece años, se había perdido. Debía de ser ella. El perro la acechaba, estaba seguro de eso. ¡Cuando un animal probaba la sangre, se volvía loco y quería más!
Tuve miedo. Si no lo acertaba entre ceja y ceja…
Los lobos eran capaces de destrozar una garganta con sus dientes y no eran ni la mitad de grandes que esa bestia.
Me concentré y apunté.
La chica me vio, gritó algo que no entendí y vi como el animal se acercaba rápido a ella. Disparé.
Ella puso su cuerpo en la trayectoria de la bala, la atravesé por el costado. Cayó de lado, sangrando y gritando mientras el perro se lanzaba a la carrera hacía mi. Sin dejar de mirarme a los ojos en la distancia.
No entendía nada, no tenía tiempo. Recargué, apunté y fallé.
Estaba a unos metros. Iba a despedazarme. Instintivamente, saqué el cuchillo de la cintura y acuchillé el vacío justo en el momento en que el perro se abalanzó sobre mí. Se clavó en su garganta. Quedé atrapado por un gran cuerpo inerte.
Tardé unos minutos en moverlo, en acercarme a la niña.
Me gritó. Me insultó. Martilleó con sus puños mi pecho al arrodillarme.
La sangre de sus pantalones estaba seca, mientras que la de su costado manaba profusamente. Solo entonces lo comprendí.
Me torturé días después, en el entierro de la chica y del perro que la había salvado de morir de frío. Su herida no era tal. Los mató mi mano.
La sangre era su primera sangre, esa que expulsa una niña que acaba de convertirse en mujer.
Esa niña jamás llegaría a serlo.
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