Érase una vez una joven maniquí acomodada el centro de un escaparate, observando cómo todo a su alrededor se movía, como la vida avanzaba sin reparar en ella. A los ojos del resto no era más que porcelana, una representación de lo que deseaban: una silueta, un rostro anguloso, las prendas que algún día querrían usar.
La joven veía cada mañana, cada tarde de cada día a un centenar de personas. Se paraban frente a ella y la barrían con la mirada. ¿Por qué no pueden oírme?, quería preguntar, pero sobre ella pesaba la maldición de ver, pero jamás ser vista realmente. Escuchar, mas nunca hacerse oír. Había sido así desde que tenía memoria, y aunque los otros que en su momento le habían hecho compañía lo habían aceptado, ella no podía dejarlo pasar. Su deseo de vivir y ser como una de las personas que se acercaban al escaparate no se lo permitía. Por eso seguía preguntándose qué hacer, como escapar de aquella prisión que era su cuerpo y si algún día lograría que su pecho se alzara con una inhalación de vida y su corazón latiera al compás.
Seguiría esperando.
Seguiría deseando.
Hasta que un día… viviría.
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