querubinne Tamine Rasse Cartes

Relato de terror en torno al debate del aborto. Venganza, reivindicación y horror gráfico en este relato corto sobre la perdida de una hermana y el arranque de una vida.


Korku 13 yaşın altındaki çocuklar için değil.

#terror #horror #venganza #cuento #relato
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Como siempre, el primer pinchazo de la mañana era el más doloroso. Mi cuerpo se acostumbraba al estado de sueño indoloro al que me sumergía cada noche, esperando ingenuamente continuar del mismo modo durante las veinticuatro horas del día siguiente. María se ponía los guantes mientras yo bebía mi segunda taza de café negro, sin azúcar ni leche. Limpiaba el costado de mi estómago, preparaba la inyección, y enterraba la masiva aguja en mi piel blanquecina. Hacía un año, cuando la había contratado, habría dicho que tenía 'buena mano', pero últimamente sentía que la delicadeza había dejado de ser una prioridad.

–Sabe que no puede beber eso, Dr. Russell.

Una vez a la semana, cuando creía que había pasado tiempo suficiente, María volvía a hacerme la misma advertencia. Con la misma regularidad, e invariablemente, yo le soltaba la misma respuesta.

–Sé lo que hago, María.

Con esto, mi enfermera tomaba sus cosas y se retiraba de la oficina sin olvidar antes darme una última mirada de advertencia que yo ignoraba con tanta facilidad como había ignorado las reprimendas de mi esposa en su momento. Sabiendo que no volvería a ser molestado hasta pasado el mediodía, cuando me llamasen a comer y María volviera con su pequeño maletín, abrí mi computadora y me dispuse a terminar la columna para el periódico del fin de semana. Solo habían transcurrido unos cuarenta minutos desde que había comenzado mi trabajo cuando volvió a ocurrir. Una punzada como una de las afiladas agujas de María se dejó sentir en la parte superior de mi estómago, haciéndome doblar de dolor. Tomé una píldora de mi cajón y apreté el botón del intercomunicador que daba a la cocina.

–Sandra –llamé a mi sirvienta.

–¿Sí, Dr. Russell? –me llegó su voz distorsionada por el comunicador.

–Tráeme un vaso de agua, y otra taza de café.

–Sí, doctor.

El área abdominal me ardía levemente (o si somos honestos, intensamente). La noche anterior había notado un moretón sobre una de mis costillas, donde aquella mañana había sentido una punzada; pero las punzadas y los moretones no vienen juntos, y lo del día anterior tuvo que haber sido una perturbadora coincidencia. A pesar de que el ardor intentaba llamar mi atención con incesante ahínco, resistí la tentación de comprobar si una nueva marca oscura se había formado en su lugar. Gracias a Dios, en ese momento entró la gorda de Sandra con su bandeja de cerámica, el austero vaso de agua, y mi humeante café.

"...Las mujeres, por lo tanto, no denuncian antes por el simple hecho de que no les resulta conveniente", continué mientras bebía mi café. La última mal llamada 'ola feminista' había causado mucho de que hablar, y a pesar de que me parecían simples chiquilladas, no podía negarme a aportar mi granito de arena al debate cuando mis colegas me lo pedían tan vehementemente. "A menudo las féminas solo ven el denunciar como un acto de despecho, pues ya no pueden sacar provecho de su relación con el denunciado, y lo que se vivió por años como una especie de pacto, pasa a ser un abuso sexual -un acto cometido sin consentimiento- de la noche a la mañana."

–¡Mierda! –exclamé.

Una nueva punzada, más aguda que la anterior, había perforado mi abdomen a la altura de mis riñones, y con el espasmo había dejado caer la taza de café hirviendo sobre mi escroto. Ni siquiera había tenido tiempo de revisar el daño cuando otro aguijonazo me atravesó por tercera vez esa mañana.

–Ahhhggg –ni maldecir podía, por culpa de mi respiración entrecortada. Tan solo balbuceaba una especie de gemido como un patético borracho en abstinencia–. Ahhhggg.

Después de quedarme sentado un rato sujetando mi hombría y doblado por la mitad, decidí que no me sentía bien. El reflejo que me devolvía la pantalla de mi computadora portátil era una mala caricatura de lo que yo era: amarillento como un papel para tabaco, con los ojos hinchados y las mejillas hundidas. Mandé a avisar por el intercomunicador que no quería ser molestado en lo que quedaba de la tarde, no, no quería la comida, y quería que María subiera enseguida con la siguiente dosis para no volver a ver a nadie hasta entrada la noche. No, tampoco me importaba no seguir el horario al pie de la letra. Dejando todo en orden, tomé tres analgésicos de la botella que estaba en mi escritorio, y me los tragué con lo que quedaba del vaso de agua.

Desperté con un grito atascado en la garganta y el corazón saliéndoseme del pecho. Mis ojos luchaban por ajustarse a la oscuridad de la habitación, pero incluso en la negrura que me rodeaba podía notar como la habitación se contorsionaba sobre sí misma, alargándose y encogiéndose con cada palpitación de mi yugular hinchada. Parecía que seguía dentro del sueño, porque la sensación de que algo estaba arrastrándose bajo mi piel, más vívida que nunca, era prueba infalible de que no podía estar despierto. Pero el sudor helado que caía en gruesas gotas por mi nuca y el agudo dolor en mi abdomen me indicaban lo contrario. Como pude, apreté el botón del intercomunicador solo para oírlo sonar distante en la cocina. Debían de ser altas horas de la madrugada, puesto que no se veía ninguna luz ni se oía nada además de mis jadeos, agitados y patéticos, que hacían eco por toda la habitación. Dirigí la mano al dolor punzante que sentía en el torso, y descubrí una herida viva, caliente, que punzaba y expulsaba algún pestilente liquido pegajoso que me recordaba demasiado a la sangre.

–¡María! –grité, o más bien susurré, descubriendo que tenía la garganta seca e inflamada– ¡María!

Seguí llamándola a pesar de que sabía que no vendría. Ninguna de mis criadas pasaba la noche en la casa, ni siquiera la enfermera que había contratado para no tener que ver ni una gota de sangre. Era cada vez más consciente del torrente que vertía mi costado, y tuve que contener una arcada mientras intentaba alcanzar el cuarto de baño en un paso lento y pesado mientras el corredor se torcía y oscurecía cada vez más de prisa.

De un golpe abrí la puerta del baño y le di al interruptor, que quedó cubierto de un líquido negruzco que no supe reconocer. En el reflejo del espejo, me devolvía la mirada el rostro de un hombre medio muerto, con los ojos inyectados en sangre, que tenía ese aire de quien va perdiendo la cordura. Tenía en mi mejilla una horrenda llaga, negra y profunda, que también punzaba como la de mi abdomen, y de la que salían terroríficas venas negras que se expandían por todo mi rostro, como una telaraña que se había apoderado de lo poco de cordura que me quedaba. Por segunda vez, aventuré mis dedos hacia la herida, y los retiré empapados de una sangre oscura y densa, prácticamente negra, que apestaba como los mil demonios.

Algo se movió bajo mi pijama.

Me arranqué de un tirón la parte de arriba; estaba cubierto de las mismas llagas y la misma sustancia viscosa. Desesperado, busqué por todos lados aquello que no dejaba de corretear sobre mi cuerpo. Las venas negras sobre mi cuerpo verduzco me despistaban, y ya no era uno, si no docenas de animalillos que se arrastraban sobre mí. Comencé a dar vueltas y vueltas sobre mí mismo, mientras la habitación se encogía, mientras mi rostro se achataba. Una segunda arcada alcanzó mi garganta, y esta vez no pude retener el contenido de mis entrañas, que vertieron una asquerosa mezcla de café, sangre y negrura sobre el lavabo. La simple visión de la masa negra y su sombra color cereza fue suficiente para gatillar una nueva oleada de vómito, esta vez más fétida que la anterior. Desesperado, barrí la suciedad de mi pecho con mis propias uñas, hasta que una de las heridas comenzó a hincharse, y ocho patas como alambre se asomaron como largos dedos de ultratumba desesperados por aferrarse a lo que sea que les devuelva la vida.

***

¿Cómo puedo describir al doctor Russell? Mi hermana, Lizbeth, lo habría descrito como atractivo, serio, interesante, inteligente, culto, con un lado amable que se traía muy oculto.

Eso, claro, antes de que la matara.

Que estaban enamorados. Que el bebé llevaría su apellido. Que por fin podría dejar el trabajo y dedicarse a su familia. Se lo dijimos cien veces. Mil veces. Un millón de veces. «Al doctor solo le gustan tus tetas, Liz. El doctor solo quiere aquello por lo que paga. El doctor ni siquiera puede tragar un sorbo del café barato que venden en el burdel, solo va a agarrarte el trasero». Pero ella estaba convencida. ¿Cómo no estarlo? Era su favorita. Le había llevado a su casa, comprado regalos, prometido el mundo.

Pero un niño no era parte del trato.

Liz no hizo más que insinuar la posibilidad de un pequeño cuando el doctor perdió los estribos. Llegó a casa con un ojo hinchado y una muñeca rota. No dijo nada, pero nosotros sabíamos. Días más tarde, una señora obesa con hálito alcohólico tocó la puerta de nuestra casa. El aborto había salido mal. Ya no había niño. Ni Liz. Ya no había nada.

Excepto yo.

Abrí la puerta del baño justo en el momento en el que el doctor intentaba deshacerse de aquello que invadía su torrente sanguíneo.

Su pecho, estómago y costillas estaban cubiertos de arañazos sangrantes, heridas abiertas que dejaban entrever tejido muscular necrosado y enormes venas como humo que corrían hacia su cuello con ganas de querer asfixiarlo. Tenía la espalda arqueada de tal manera que uno habría jurado que sufría de opistótonos; sólo la parte posterior de su cabeza y sus talones lograban apoyarse en el suelo, y mientras se esforzaba por contraerse, con sus propios dedos desgarraba de a poco la carne de una de las pústulas junto a su ombligo, soltando estridentes alaridos de dolor.

–Pero miren lo que tenemos aquí –dije para llamar su atención, sin poder evitar una sonrisa.

–¡TÚ! –gritó, escupiendo un liquido negro que salpicó las paredes blancas– ¿QUÉ HICISTE?

Loxosceles laeta –le solté simplemente–. Araña reclusa, violinista, de rincón. La más peligrosa de su familia. Te di los huevos que tanta falta te hacían, Russell.

Sus ojos rojos duplicaron su tamaño, y una horrorosa visión se presentó ante mis ojos. Desde el lagrimal izquierdo, dos pequeñas arañas se arrastraron, cubiertas de líquido intraocular, desesperadas por salir a respirar aire puro. Russell también las sintió, y antes de que pudiera si quiera reaccionar, tres crías más salieron desde arriba de la cavidad ocular. El hombre azotó su cabeza contra el espejo, desesperado por acabar con aquellas criaturas, pero no logrando más que arañarse aún más el desfigurado rostro. Perdida toda cordura, tomó un trozo de cristal roto y se lo enterró en el globo ocular, soltando el gemido más apabullante que he tenido el placer de escuchar.

Un segundo más tarde, el ojo empalado yacía en el suelo, acusándome.

–¡RAMERA! ¡PUTA! ¡ZORRA! ¡MARACA!

–¡ASÍ TE GUSTABAN! –rugí– ¡LIZ ERA UNA PUTA Y ASÍ TE GUSTABA!

Russell me miró boquiabierto, como si el innegable parecido familiar recién se hiciera evidente en su cuadrada cabeza.

–Lizbe... ¡AAAAAAAAGGGGGGGGGGHHH! –chilló cuando lo pateé en los dientes.

–¡NO TE ATREVAS A DECIR SU NOMBRE! ¡NO CUANDO LA ARRINCONASTE Y NO LE DISTE OTRA OPCIÓN QUE LA DE MORIR!

Tomé su ojo del suelo. La esfera vidriosa y desprovista de vida aún me miraba con recelo, acusándome.

–¿Sabes? Es gracioso que, siendo un profesor tan inteligente, no te dieras cuenta de que hace semanas había dejado de darte la insulina –sonreí un poco–. Pues parece que no eres tan listo, ¿o sí, doctor?

El encendedor que había comprado especialmente para la ocasión se encendió con un chasquido frente a mis ojos, y su llama se extendió hasta lo alto de mi coronilla. El ojo vidrioso alimentó el fuego apenas las llamas lo tocaron, y lo mismo hicieron las ropas del profesor cuando este cayó sobre ellas.

Atraídas por el calor, cientos de arañas salieron del interior del doctor, de cada uno de sus orificios, corriendo en un frenesí caótico a encontrarse con la llama que ardía libre en su erección. Russell se retorcía de pánico, de dolor, mientras el olor a piel quemada se iba haciendo insoportable.

–Buenas noches, doctor Russell –me despedí, cerrando la puerta tras de mí.

30 Aralık 2020 02:46 0 Rapor Yerleştirmek Hikayeyi takip edin
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Son

Yazarla tanışın

Tamine Rasse Cartes Ella / él / elle. Lesbiana no binarie. 25 años. Vegan, parent of two bunnies, art enthusiast. Escribo fantasía y terror, gotta give you guys the thrills.

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