Entro Julio.
Veo a mi pequeña, aun no la entiendo. Con sus cinco años y una habitación completa de muñecas, prefiere salir al crudo invierno para divertirse en un bulto de hojas secas.
— ¡Papi! — Su vocecita hechizada me llama entre tantas hojas secas, caen por sobre de ella, forman una esfera de destellos amarillos a su alrededor.
Le echó un vistazo a mi reloj, aún faltan algunas horas y estoy seguro como se verá su rostro en cuento se entere que no he podido terminarla.
No puedo darle un fin, no puedo ponerle un cierre.
— ¡Papito! — Arruga su frentecita, me ha descubierto, levanto mis manos en señal de perdón, me dedica un beso con su manita y continúa lanzando al aire pequeñas cantidades de hojas al cielo.
Me llevo los pulgares a las presillas de mi jean, tengo puesto el polo que me regalo cuando cumplimos un año de casados, huelo mi colonia, es su favorita, me siento un adolescente tratando de complacerla.
— ¿Papá? — Su manita rosada me tironea de la parte baja de mi polo azul.
Acaricio su cabello, tiene las mejillas sonrosadas y una especie de aire congelado sale de su boquita.
— ¿Papi…?— Arruga su frente y me mira molesta.
—Lo siento, princesa. ¿Me decías? — Deslizo mis dedos en sus ondas desordenadas, tienen el mismo cabello.
—No estés preocupado…— Me sonríe, tiene su pequeño mentón apoyado en mi cadera, parpadea un par de veces, esos luceros brillan más con cada pestañeo que hace.
— ¿Te dejo mi preocupación a ti? — Me provoca sonreír ese ligero rubor que ha subido a sus mejillas.
—Ella volverá — Me lo declara con determinación.
—Lo sé—
—Recuerda…— Hace una pausa en la que me permito empaparme de su belleza; me toma de la mano y los dos miramos al oeste, en dirección al rio.
—Recuerda papito… el invierno siempre la trae a casa…
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