andres_oscura Andrés Oscura

"Me senté aquí a esperar a la muerte, al borde de este barranco, hace muchos, muchos años. Tantos, que ya no puedo recordar cuántos. Nunca fui hombre bueno ni gente de bien. El vicio me encontró desde chico..." Así empieza este cuento que relata la tortuosa eternidad que pasa y pasa, sin conceder descanso. Con este cuento rindo tributo al autor mexicano Juan Rulfo y a su magnífica obra "Pedro Páramo", que me ha inspirado a escribir esta pieza. © TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS, ANDRÉS DÍAZ MATA, 2020. NO SE RECLAMA NINGÚN DERECHO POR LA IMAGEN USADA EN LA PORTADA. TODOS LOS DERECHOS SON PARA SU AUTOR: LUIS MATIZ.


Короткий рассказ 13+. © TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS, 2020

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Короткий рассказ
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Esperando a la muerte



Dedicado a Juan Rulfo.



Me senté aquí a esperar a la muerte, al borde de este barranco, hace muchos, muchos años, tantos que ya no puedo recordar cuántos. Nunca fui hombre bueno ni gente de bien. El vicio me encontró desde chico cuando mi padre me llevó a la única cantina del humilde pueblo donde vivíamos, para probar el primer sorbo del pulque. «¡Tómele!, ¡tómele si quiere ser hombre!», decía. Desde entonces me gustó la bebida, desde entonces me condenó él y me condené yo solo. Él me enseñó a ahogarme en vez de enseñarme a nadar.

Luego mi padre se fue de este pueblo, raptó a una muchacha y nos dejó a mi madre y a mí. A mamá se la llevó la tristeza tras unos años. Y yo crecí borracho hasta convertirme en un hombre perdido en el alcohol. Llegué a adulto, me casé e hice familia pero nunca supe cuidar de mis hijos ni de mi mujer porque tampoco sabía cuidar de mí. Casi ningún hombre de aquellos montes sabía cuidarse… Me la pasé entre riñas y golpes con amigos; me corrieron de haciendas y de las minas donde trabajaba, pero todavía así seguí bebiendo. Un día mi esposa resultó herida de gravedad en una de las tantas peleas que tuvimos. En ese entonces ya los chamacos estaban grandes y llevaron a atender a la señora con un huesero, pero luego ella los convenció para marcharse y dejarme. Huyeron de mí, con esos ojos tristes que parecía que habían visto al mismísimo diablo. Ese día, estando muy tomado, los seguí y les grité mientras los veía partir, alejándose por la plazuela. Entonces me encontró el sacerdote de la única capilla y me puso la mano al hombro para decirme: «¡Hijo mío, deja ya la bebida!… ¡¿No ves que nomás te estás haciendo daño tú mismo y a tu familia?!» Recuerdo que andaba mosqueado por el alcohol... No supe qué le contesté pero le solté un moquetazo en la cara.

Luego otros hombres que andaban ahí se fueron encima de mí, me tumbaron y entre todos me dieron de patadas. Todos los del pueblo se juntaron alrededor y me insultaron con las peores blasfemias por haber agraviado al señor cura. Hasta los que se decían mis amigos estaban entre la gente. «¡Vete de aquí! ¡No te queremos aquí!», coreaba el tumulto. «Has levantado la mano en contra de la Iglesia que te acogía… ¡Lárgate ya, muchacho! ¡Lárgate y no vuelvas nunca!», exclamó enojado el de la sotana, con la nariz escurriéndole sangre sobre las blancas telas de su túnica. Lo miré con desdén, a él y a los del pueblo, todos iguales, todos pobres. Y me fui.

Anduve vagando por todas partes sin rumbo alguno, nomás enfilé hacia los bosques donde sabía que había un inmenso crucifijo armado con madera de álamo, uno que habían erigido los indios mucho antes de que se fundara el pueblo. Caminé y caminé con la garganta seca, sediento de licor. Al poco rato empecé a llorar por mi esposa, por mis hijos, y solo pude beberme las lágrimas: me supieron amargas, más amargas que la hiel. Me escocieron la boca y la lengua, la sucia lengua con que había insultado al señor cura.

Erré durante días pero jamás hallé la cruz de madera. Aún así comencé a rogarle a Dios por perdón pues, a medida que me adentraba en la arboleda, comencé a sentir una pena profunda, más profunda que el infierno, por haber perdido todo lo que alguna vez creí amar y que quizá me hubiera sacado del vicio. Pero creo que el cielo entero se había hecho de oídos sordos porque nunca nadie más oyó ni atendió a mis súplicas de misericordia… Clamé por piedad al Santísimo. Nada pasó. Había perdido todo derecho al perdón. Pronto me extravié en los bosques; se me rompieron los huaraches y terminé descalzo, también se me deshilacharon mis ropas hasta casi quedarme encuerado y ya solo me cubrieron las telas de la vergüenza por la excomunión.

Así me pasé meses enteros y luego años, entre el hambre pero sin desfallecer. Nunca supe ni entendí el motivo… Un día encontré este altísimo cerro y escalé hasta este barranco para encontrar a la muerte, acá arriba, en el silencio del monte. Pero la muerte… ¡ah!, creo que esa recondenada se perdió a mitad del camino… Quizá se extravió en el cerro mientras venía a buscarme porque llevo ya tantísimo tiempo aquí, sentado al borde del despeñadero, mirando hacia el fin del mundo, hacia allá, hacia esas lomas que se ven a los lejos, desde este sitio apartado de todos los demás cristianos. He estado aguardando mucho tiempo, muchísimo, demasiado.

Mi cuerpo se ha avejentado desde entonces, nomás me quedan los cueros donde antes tenía la carne: ya mis brazos y mis piernas y mis manos y mis dedos parecen hechos de hilos de piel y hueso; de mi rostro apenas queda algo que se asemeja a las facciones de un vivo, pues creo que tengo las trazas de la mismísima muerte. Siento los huesos pesados como los del buey pero sé que los tengo huecos como los de los pájaros, esos que ya nunca más volví a ver volar sobre este valle lleno de árboles secos, estos árboles que se convirtieron en piedra. Me acuerdo cuando era joven, cuando todo acá era de un verdor que irradiaba vida, que lo hacía a uno sentir en el paraíso… Pero ahora los bosques son grises, negros, cenizos. Ya no sé si en verdad ando todavía en el monte o si estoy en el mismito infierno, o si sigo despierto o me quedé dormido, pero eso sí: desde que vine a dar aquí no he podido pegar los ojos… la culpa no me lo permite. No puedo decir si esto es un sueño o una pesadilla, pero si se trata de alguna de las dos, de seguro ha de ser la segunda: una pesadilla eterna.

No sé cuánto llevo aquí. He visto amanecer y oscurecer más veces de las que se pueden contar. El sol y la luna ya se han de haber hartado de mí porque siento el eco de sus voces, sus murmullos que me juzgan, como diciendo enojados «¿otra vez tú?». «Sí» les contesto apenado, mirando al piso con vergüenza porque creo que me quedé aquí arrumbado, que todos me dejaron solo y me abandonaron. Tal vez el Señor se olvidó de mí y le prohibió la salvación a mi alma. Quizá la muerte no vino siquiera a buscarme. O a lo mejor ya soy solo un ánima, la más desamparada de todas. ¡Ay, ojalá ya fuera un difunto!, pero lo peor es que sé que sigo siendo un vivo. Soy un muerto en vida…

He visto las montañas moverse, estirarse y sacudirse como las bestias del campo: a veces se hacen grandototas y crecen casi hasta tocar el cielo; otras veces se hacen chaparras, más bajitas que nosotros los indios, los hombres de las milpas. También vi los ríos ir y venir, apareciendo y desapareciendo, arrastrándose entre las piedras grandes, allá, al fondo del barranco, escurriéndose como culebras azules, desvaneciéndose antes de que yo pudiera bajar a sorber siquiera un mísero trago de sus aguas. Pero hace tiempo que ya no miro ningún río serpenteando en la boca de este cañón y las montañas ya tienen rato que se han estado más quietas. Tal vez por fin se quedaron dormidas. ¡Ay, mejor ellas que uno!

Vi a los lejos las pocas luces de mi pueblo prenderse y apagarse durante los primeros cientos de noches que pasé acá exiliado pero luego no las vi más. No supe qué fue de todos ellos, ni de mi mujer, ni de mis hijos… Ahora solo me quedan las estrellas con sus ojitos blancos de amapola que refulgen en lo negro del cielo, con sus brillos que bailan y después se apagan. Luego otras más aparecen: a veces unas se echan a volar y dejan un hilo de luz que no dura nada. Esas estrellas apenas si duran un breve instante de la eternidad. Así se me va el tiempo mientras las miro nacer y morir. Ahora yo soy más viejo que algunas de ellas.

¡Ya estoy desesperado! Hasta pena me da decir que varias veces he tenido que subir este monte… Cuando llegué aquí, bien sabía que no debe uno obrar contra la voluntad de Dios porque solo él dispone cuándo sus hijos deben fallecer. ¡Pero es que juro que me cansé de esperar, carajo!

Me aventé del barranco, me dejé caer desde lo alto del monto, lo más alto que hay en este valle viejo, este valle opaco y marchito. Nada pasó. Reboté sobre las piedras, entero, vivo: nomás se oyó el chicotazo cuando fui a dar al piso. Miré desde abajo hacia el borde donde estaba sentado y me pareció muy lejos, pero el cielo se veía mucho más lejos todavía. Inalcanzable. Pensé en regresar a mi pueblo cuando estuve de nuevo entre las piedras y los guijarros, pero sentí un hueco en la panza, un vacío en la sangre porque entendí… que ya no había pueblo. Ni aquí, ni en ninguna otra parte del valle o del mundo. Ya era muy tarde.

Me encaminé de nuevo hasta la cima del barranco y me volví a aventar. Nada pasó: nomás di el costalazo pero mi cuerpo seguía entero. ¡Ay, chingada madre! Me subí y me arrojé otra vez, y luego otra. Primero diez, luego veinte veces, luego cien, luego mil... Ya luego perdí la cuenta. Y nada pasó. Reboté siempre sobre las piedras. Jamás sentí dolor pero sí sentí tristeza y remordimiento. Hasta me dio pena también con las piedras porque de ellas empecé a escuchar un rumor, un quejido por cada vez que molestaba su eterno descanso al dejarme caer desde el cerro. «¡Déjanos dormir, canijo! ¡Ya no estés fregando!», decían.

Subí de nuevo la cuesta y me senté, solo. Me sentí solo. Pronto me harté nuevamente. Comencé a buscar alimañas ponzoñosas para que me picaran y me mataran, pero no había ni una sola: busqué debajo de cada piedra y cada rama, escarbé entre las raíces de los árboles muertos, los árboles pelones, pero no hallé ni alacranes ni capulinas ni víboras de cascabel ni alicantes ni escorpiones ni avispas ni abejas. Ya no quedaba nada. Tampoco había perros ni pumas ni lobos ni coyotes ni jaguares ni zopilotes ni ninguna bestia que pudiera trozarme el cuerpo o sacarme las entrañas para luego comerme. Juro que prefería eso... que las fieras me comieran y que me vomitaran o me defecaran muerto por ahí, donde fuera. Pero no fue así. No había más criaturas.

«¡¿Dónde están todos?!», gritaba. «¡¿Dónde estoy?!» Pero ya ni el eco me respondía... Hasta él me había dejado solo: se había cansado de mí. Quizá las montañas, exhaustas por el paso de las centurias, ya no se molestaron en devolverme mi propia voz cuando mis gritos rebotaban sobre sus cimas. Tal vez por eso mis alaridos se fueron apagando hasta que se perdieron entre los bosques muertos para nunca más volver.

Ya no puedo más… Estoy cansado. Me duele el cuerpo por la edad, me pesa el alma de tantas tristezas que traigo guardadas y por todas aquellas que les causé a los otros: a mi esposa… a mis hijos… a mi pueblo… Lloré más lágrimas de las que hacían falta para llenar el barranco y entonces se me ocurrió una idea: cavé una zanja en el suelo con mis uñas para llenarla y acostarme ahí hasta hundirme en el lodo, en el barro y ahogarme con mi llanto... Pero, ¡ay! ¡Esta tierra seca, sin vida, se sorbió todo y no me dejó ni gota en la cual pudiera ahogarme!...

Y aquí me tuve que quedar, arrumbado y viejo.

Estoy cansado, muy cansado. Me desvivo eternamente esperando a que algún día me llegué la hora, pero creo que hace siglos se acabaron o se desconchinflaron los últimos relojes del mundo. Quizá sea por eso que ni la muerte sepa cuándo será mi hora de morir. Tal vez el tiempo se terminó y me dejó acá botado. Quizá ya no haya nadie más...

¡Ay, dolor! ¡Ay, tristeza! ¡Déjenme descansar! ¡Se los suplico! ¡Les imploro dispensen mis faltas!... ¡¿Qué, no me oyen?! ¡Concédanme el descanso, por favor!... ¡Háganme caso! ¡Les ruego el perdón! ¡Tengan piedad!...

¡Ay, Dios mío! ¡¿No me oyes tú tampoco?! ¡¿Ya te has olvidado de mí?!...

Nada otra vez…

Solo el silencio, el maldito silencio, el tortuoso silencio de siempre.

Vine hasta acá arriba hace miles de años sin resignación, ni perdón, ni nada… Me senté aquí a esperar a la muerte pero la muerte nunca llegó.



[Historia escrita el 7 de marzo de 2020. Me inspiré en una frase de la novela Pedro Páramo del escritor mexicano Juan Rulfo, a quien le rindo homenaje con este relato].

8 марта 2020 г. 1:55 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Andrés Oscura ¡MEDIO MILLÓN DE LECTURAS EN INKSPIRED! ¡GRACIAS! Sígueme en IG - Autor publicado en 10 antologías y diversas revistas literarias. Soy psicólogo, escritor y fan de Poe, Lovecraft, Cortázar, Mariana Enríquez, Amparo Dávila, entre otros. (LIBROS EN EL LINK DE ABAJO).

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