Pablo, me deshice de la taza de gato. Nos vimos fijamente durante estos días que han pasado, después del viaje y, finalmente la empaqué. La guardé con su tapadera de madera, con su pequeña cuchara de gato, con su funda azul. La acaricié por última vez, la acaricié largo rato, sentí que incluso ella también se despedía de mí.
Sé que si supieras que la he regalado, te molestaría. Aún recuerdo cuando la compraste para mí, aquella noche fría en Ataco. Íbamos balanceándonos de camino al hostal, cuando nos detuvimos solo un segundo en aquella tienda ambulante, la vi fijamente y quedé enganchada. Tú fingiste recordar mi colección de tazas y antes de que la devolviera a estante, ya la habías pagado y me la dejaste entre las manos. Me encanta esa taza, lo sabes.
Era mi favorita para tomar café. Era mi favorita, porque tú me la habías dado. Porque en cada sorbito de café, sentía que rozaba de nuevo tus labios y, al sostenerla entre mis manos, tibia, sentía que estaba acariciando tus cachetes de ratón.
Regalé la taza de gato, Pablo. Esa que me encanta.
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