Короткий рассказ
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El último tren de Yanov

Nieve en Abril. Pelaje naranja, rojizo, de llamas. Piel al rojo vivo, ¿también de llamas? Un par de botas renegridas; pensar dónde pisaron los pies que las habían habitado daba escalofríos.

Anastasia Petrova se sacudió en sueños cuando el tren se detuvo para aguardar al abordaje de un nuevo pasajero. La mujer se irguió asustada pensando que su parada ya había pasado y unos kopeks que sujetaba en su mano izquierda cayeron al suelo entre tintineos. Varios pasajeros se volvieron a ella; una niña de rostro familiar, que dormía en la falda de su madre instantes antes, se despertó ante el sonido de las monedas y se frotó los ojos desorientada.

Anastasia comprobó aliviada que faltaba poco. Juntó los kopeks mientras un anciano decrépito se desplomaba en un lugar vacío.

Observó la muchacha que en el vagón había muchos niños. Sus tosesitas débiles se escuchaban de vez en cuando como también llantos amortiguados de bebés. Los adultos no conversaban, estaban sumidos en un silencio sepulcral. Alguno que otro sorbía por la nariz de vez en cuando, pero eso era todo. No había más actividad. Una sensación de incomodidad le producía a Anastasia escozor en todo el cuerpo. Fijó su atención en la ventana justo cuando un microdistrito gris y lúgubre de edificios llenos de apartamentos se abría paso a la vista. El firmamento estaba tormentoso y renegrido, la rueda de la fortuna se recortaba en su plateada estructura contra él.

Anastasia se levantó de un brinco y caminó hasta la puerta de salida donde aguardó. El tren se detuvo lentamente pero la puerta no se abrió y nadie llegó a abrirla tampoco. La muchacha esperó un tiempo prudencial pero comenzó a inquietarse al punto de volverse al anciano que había entrado último y preguntar:

— ¿Cómo puedo salir de aquí?

— ¿Salir? — dijo el anciano desconcertado.

— Si si, salir — lo apremió Anastasia Petrova, sus ojos a punto de saltarse de las órbitas.

El anciano la miró con expresión soñolienta y la mandíbula caída.

— No se puede salir, creo — respondió sin convencimiento.

— ¿Cómo que no se puede salir? — Rió con nerviosismo. Era inútil pretender algo de aquel anciano obnubilado.

Un hombre de hombros anchos y presencia intimidante notó la desesperación de la mujer y se acercó a ella.

— Aguarde tranquila, por favor — le pidió con firmeza. Desapareció del vagón y volvió a los pocos minutos con otro hombre que caminaba detrás de él, rengueando.

— Le ordeno que me deje salir inmediatamente — exigió Anastasia acallando al recién llegado que había abierto boca para preguntarle qué sucedía.

— No puede, señora, el recorrido aún no ha terminado — la advirtió el ferroviario con el ceño de tupidas cejas fruncido de preocupación. Anastasia vio a través del vidrió que más personas ingresaban al tren.

— Haga lo que le digo — ordenó con hostilidad. Oyó a pocos metros la voz de la niña de rostro familiar.

— Mamá, ¿qué hace la señora? Todavía no puede bajar.

— Silencio, Mileva. La señora tiene cosas que hacer — respondió la mujer con acritud.

— Si usted quiere un escándalo lo tendrá. ¡Déjeme salir o ya verá! — rugió Anastasia.

— Pero...

La mirada fulminante de Anastasia y su actitud agazapada no dejaban lugar a tregua. El encargado del vagón asintió de manera reverencial y rengueó escabulléndose. La puerta del vagón se abrió. Algunas expresiones de sombría sorpresa se escucharon entre los pasajeros.

Con las orejas al rojo vivo, Anastasia bajó del tren y caminó apresuradamente alejándose de la estación y de aquella situación versánica.

Llegó en pocos minutos al edificio donde vivía y subió corriendo las escaleras mientras sacaba las llaves para entrar al departamento. Pero no fue necesario. La puerta estaba abierta y un mal presentimiento congeló a Anastasia en el umbral. Se asomó con prudencia al interior empujando la puerta levemente. El departamento estaba revuelto, desordenado y en total estado de abandono. Se olía comida podrida en el aire, se oía el aleteo de una multitud de moscas, se percibía una fina capa de polvo cubriendo los muebles. Absorta en el desconcierto, Anastasia ingresó con lentitud al departamento. Presintió que sería inútil llamar a su marido porque era evidente que nadie había estado allí por varios días.

Un gato de fuego la miraba fijamente sentado en el sillón de dos cuerpos.

— Luda... — suspiró. Los hombros caídos en una actitud de derrota, — ya lo sé — murmuró y la imágen se enturbió detrás de sus lágrimas. El recuerdo la impactó como un balazo en el pecho. Anastasia Petrova cayó de rodillas, convulsionando en llanto.

La llamada en la madrugada, la columna de humo a lo lejos. Y en el hospital, el montón de ropa que trasportó en sus brazos hasta un cuarto vacío donde le ordenaron arrojarla, las botas tiznadas incluidas. El hombre de la piel roja, muy roja, los ojos rendidos y sumidos en la preocupación, la cuarentena, el barbijo, la ropa blanca, la pastilla de litio totalmente inútil...

No supo cómo llegó hasta Yanov. Pero allí estaba nuevamente, aguardando el último tren. Su estructura de metálica irrealidad frenó con un chirrido.

— Bienvenida a bordo. — La mirada condescendiente del encargado de cejas tupidas logró molestarla, pero la tristeza era más grande que la irritación y entró cabizbaja al vagón.

Recuperó su lugar de antes y miró a la niña de rostro familiar; esta vez la reconoció. La niña danzaba en círculos y reía sobre el puente, bajo una lluvia de nieve mortal. Nieve en Abril.

El tren dejó atrás la ciudad de Prípyat sumida en soledad y silencio.




14 сентября 2019 г. 16:54 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Natalia Marcovecchio Disfruto escribir. Ojalá les guste lo que tengo para contar. ¡Bienvenidos!

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