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Un par

Ya era tarde por la mañana cuando Eusebio Santana decidió salir de la cama. En la larga mesa, lo esperaban un desayuno cariñoso, huevos a la inglesa, jugo de naranja y un par de panes que de alguna manera seguían calientes, todo decorado por una peonía marchita. La flor lo miraba acusante mientras se acercaba; él, acostumbrado a sus regaños, no desmarcaba el paso. Pasaron varios minutos en silencio, Eusebio no tenía nada que decir y, si acaso tuviera, la bella no le contestaría de todas formas.

En un impulso, se acercó al sofá en búsqueda del control remoto, pero, al ver toda su ropa sobre el mueble, la pereza se apoyó en sus hombros y pronto se encontraba de nuevo sobre su silla. Esta falta era para él como Calipso era para Ulises, aunque muchas veces más exitosa. Eusebio, fingiendo concentración en sus panes, alzó la mirada sobre el tranquilo florero un par de veces, de ellas, solo una alcanzó a cruzar la mesa y llegar a su objetivo. Las sillas vacías lo recriminaban por ser tan cobarde y entre ellas confabulaban para hacer el camino más largo y triste. Pero él se sabía valiente, en otro tiempo, sus puños y cuchillos habían sido terror de muchos hombres poderosos. Recuerdos de ese tiempo quedan pocos, una cicatriz en los labios, apodos, cada uno más torpe que el siguiente, y el emblema de la casa Santana tatuado en sus costillas. Sin embargo, esos días quedaron atrás hace mucho. Por cierto, mientras hablábamos, los cubiertos se han unido a la rebelión.

La puerta sonó tres veces, después dos y luego tres veces más. Eusebio lanzó una mirada a la pequeña peonía, ella se la devolvió inmediatamente, la puerta y lo que sea que se escondía detrás repitieron el patrón, lo pensó de nuevo, llegó a la conclusión de que tal vez no era buena idea dejar que ella reciba al invitado, por lo que llevó los restos de su desayuno a la cocina y, cuando la puerta volvió a interpretar a un tambor, fue a abrirla.

Al hacerlo, encontró a una joven mujer de baja estatura e inmensos ojos azules. Perdido en ellos dejaban la sensación de demandar atención, tal vez desarrollados por el complejo de su corta talla, tal vez se desarrollaron al ser la menor de tres hermanos, y de ellos, la única mujer. Fuera un caso o el otro, no parecía algo genético, aunque puede que me equivoque y su madre o abuela tuvieran la misma mirada. De pronto, alzó la voz para preguntar si podía pasar. Santana dudó un par de veces a lo largo y ancho de un segundo, recogió el brazo, que hasta entonces estaba cubriendo su rostro del sol, y la invitó adentro.

—Buenos días, señor Santana —saludó la invitada mientras se sentaba en un sillón vacío que Eusebio le había ofrecido -. Creo que sabe por qué he venido.

Oyéndola, acomodó su silla frente a ella. Ahora que estaban al mismo nivel, la joven parecía más intimidante, elegantemente vestida, piel pálida, pero no enferma, y de porte severo. No pudo evitar el pensamiento de que, si no fuera por algunos centímetros, sería el arquetipo caucásico de modelo femenina.

—Buenos días, señorita, ¿o serán buenas tardes?, el sol me ha dejado esa impresión —respondió no sin algún pensamiento probablemente ofensivo aún rondando por su cabeza.

—Son un cuarto pasadas las once de la mañana, todavía buenos días —fue la respuesta.

—Buenos días, entonces —dijo Santana haciendo el ademán de pararse y señalando el juego de té para ofrecer algo a su invitada, pero ella lo detuvo.

—No me responde, ¿sabe por qué he venido?

—Ciertamente no, no esperaba ninguna visita hasta más tarde y, por cierto, tampoco sé a quién me dirijo.

Visiblemente sorprendida, su porte tambaleó, la piel de su rostro y manos enrojeció, y sus grandes ojos azules se perdieron en la casa. Hasta entonces, a lo largo de su vida, anunciar su nombre había sido siempre una cortesía, un protocolo, una regla de etiqueta. Ante la desconocida situación en la que ella misma se adentró, buscó refugio en su interior, pero uno usualmente no se asila en un edificio en llamas. Los ojos, aún perdidos por la casa, hallaron a la otra delicadeza que habitaba el cuarto. La bella, sin salir de su enojo por la no anunciada visitante, la guío a través de la habitación. Cuando la calma regresó a su cuerpo, retomó la conversación.

—Mi nombre es Isabel Derqui, hija de Caroline Rennet y Arturo Derqui, he venido a escoltarlo fuera de esta casa —anunció la joven —. Usted no pertenece aquí, por favor, venga conmigo.

27 июня 2019 г. 16:54 0 Отчет Добавить Подписаться
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