Los candiles danzaban tiñendo de calidez cada rincón de la mansión. La gobernadora atravesó la puerta de roble. Su hijita, de pelo pajizo y paso de ratón, la seguía con una bandeja con dulces.
—¡Padre, os traemos pastas!
—Gracias —respondió cogiendo una—, no olvides convidar a nuestros huéspedes.
El maestro de esgrima aceptó el ofrecimiento. Su hijo, un chiquillo pequeño de pelo oscuro, también tomó una. Ambos agradecieron el dulce.
—¿Está buena, Mario? —preguntó el maestro.
El crio asintió con un tímido movimiento de cabeza.
—Bueno, hijo: es hora de tu lección.
El chiquillo terminó de un bocado la pasta, se levantó como un rayo y trajo dos pequeñas espadas de madera. Padre e hijo juguetearon unos instantes con ellas. El maestro no se ocupaba a fondo, dejando que el niño llevase la delantera provocando el regocijo del gobernador y su familia, hasta que sus espadas giraron y quedaron confrontadas hacia el suelo.
—Te pillé —exclamó el maestro.
—No si hago esto… —aseguró el muchacho; pero antes de que pudiera comenzar el contrataque, el padre le tenía acorralado.
Salieron de la mansión, había anochecido. Caminaban por la penumbra del poblado cuando oyeron unos pasos tras ellos. El maestro se detuvo, aguzando el oído.
—¿Qué sucede, padre?
—No sé —Los pasos se detuvieron–. Continuemos.
Atravesaron estrechos callejones empedrados, en cuya humedad se reflejaba la luna.
—¡Eh, tú! —profirió una voz a sus espaldas.
—¿Es a mí?
—¿A quién diablos iba a ser si no? —contestó un tipo enjuto y desarrapado—. ¿Tú no eres el que enseña espada?
—Así es, ¿y quién sois vos? —inquirió aferrando el mango de su arma.
—Alguien, al que dirás donde tienes el oro —respondió mientras descubría una pistola.
—¿Qué oro?
—¡Maldita sea! No te hagas el listo conmigo.
—Os daré mis dineros si queréis, pero... —Buscó lentamente la bolsa.
—¡Ni te... —Disparo—... menees!
El maestro de esgrima se apoyó en un muro con la mano en el pecho. Estaba sangrando.
—¡Confiesa donde está el oro, o ten por seguro que pasaré a cuchillo al maldito chico! —ladró el bandido sable en mano.
El padre desenfundó su espada de mango plateado con inesperada certeza. Los aceros chocaron dos veces, la tercera estocada del maestro bordeó el rostro del desarrapado cercenando su oreja izquierda, que cayó en el empedrado.
—¡Ah! —rugió el salteador soltando su arma para llevar la mano donde antaño estaba la oreja.
Los vecinos, alarmados, ya se asomaban a ventanas y balcones, y el malhechor se dio a la fuga.
El maestro de esgrima se apoyó de nuevo en la pared y, poco a poco, se dejó caer hasta posarse en el suelo, cubriendo con la mano la herida.
—¡Padre...!
—Así es la vida Mario. Esto no pinta bien. Ahora, debes ser valiente.
El chiquillo rompió a llorar, mientras el padre pretendía mantener el sosiego.
—Mario, ten presente siempre lo mucho que te quiero, a ti y a tu madre.
—¡Padre...!
—Esta es la única verdad de la lucha: tarde o temprano alguien acaba derrotándote.
Durante el entierro, Mario se apretaba a su madre.
Sobre la tumba descansaba la inconfundible espada de su padre, con una doncella labrada en la plata de su mango, cuyo guardamano asemejaba un mantón que partía de los brazos en cruz hasta el pomo en forma de pies.
Un caballero pelirrojo se acercó a ellos.
—Sé que no es un consuelo, pero hemos arrestado al asesino: un tal Robert... Al no tener oreja, le reconocieron con facilidad. Realizará trabajos forzados hasta el fin de sus días. Ahora debéis rogar a Dios y mirar adelante por el bien de Mario. Sabéis que Julia y yo estamos a vuestra disposición.
Los gobernadores y su hija les presentaron sus condolencias. El niño caminó hasta la tumba, se puso de cuclillas y acarició el montículo. Entre lágrimas asió la espada. La hija del gobernador le siguió y, en un intento de consuelo, posó la mano sobre su hombro.
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