Aún recuerdo sus manos recorriendo mi piel, unas manos ásperas que erizaban todo el bello de mi cuerpo. Sus ojos, posándose sobre mí de una manera tan íntima. Su voz, susurrándome al oído. Podía sentir su cálido aliento en mi oreja mientras abría mis piernas con cuidado. Le gustaba acariciarme el cabello, aunque siempre terminaba tirando de él. Mis ojos se llenaban de lágrimas, pero nadie me veía llorar. Mi boca estaba repleta de gritos que deseaban escaparse de entre mis labios, pero nadie podía oírme. Mis manos tiraban de las sabanas, suplicando que aquella noche fuese la última, pero siempre había una más.
Sacudí levemente la cabeza, me había quedado absorta en mis recuerdos. Coloqué una mano en su frente, dejando que apoyase su cabeza en mi pecho. Una sensación de placer recorrió todo mi cuerpo, apoderándose de cada centímetro de mi ser. Inhalé una gran bocanada de aire, disfrutando de aquel instante, y mirando sus ojos, dejé que la fría hoja del cuchillo se deslizase por su cuello, dejando a su paso un hilo rojo del cual empezó a manar sangre. Me miraba mientras se apagaba, podía sentir su miedo, su dolor. Entrecerré los ojos, alimentándome de aquella sensación. Me gustaba jugar a adivinar cuales serían sus últimas palabras, aunque los que más me gustaban eran los que se quedaban callados, decían tanto sin usar apenas una sola palabra...
Estaba claro que ya no había un resquicio de humanidad en mí, pero no me importaba. No era mi culpa que todos aquellos hombres me recordasen tanto a mi padre.
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