Y mientras pensaba lo impensable me di cuenta de que me encontraba en algún lugar de mi mente. Aún cuando toda la culpa la tenían los hombres de blanco.
Aquella sensación de humedad y frescor seguido del escozor del agua salada. La oscuridad a la cual ya estaba acostumbrado. El sonido de las pequeñas olas al chocar contra las paredes del contenedor. Un enjambre de cables adheridos a mi cráneo, junto con el sonido de infernales maquinas. Murmullos a mi alrededor, voces que parecían conocer cualquier secreto. Una sutil necrosis adquirida.
Un sueño narcótico donde la luz al final del túnel poseía tonalidades magenta y cian. Mientras aquellos ojos lúbricos no dejaban de mirarme una luz de un brillo glauco elevaba mi alma y la mecían en el viento. Sus labios de un rojo encarnado se aferraban a mi boca, y al sentir su cálido y feroz aliento, entre entrecortados jadeos, ninfas índigo bailaban en mi boca.
Y justo como si de un desorbitante sueño se tratase millones de voces conocidas se aglutinaron en un solo punto, la inducida oscuridad dio paso a la luz artificial que dañaba mis ojos. El regusto del agua salada me devolvía a la realidad, en la cual solo era un juguete sin alma alguna.
¿Quién era aquel al que tanto anhelo? ¿Cuál era el olor que desprendía su tersa piel?
¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que vi por última vez sus mefistofélicos ojos?
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