Aquel verano del 92 lo cambió todo, absolutamente todo. Por aquel entonces yo tenía nueve años recién cumplidos y no sabía nada de la vida, puesto que simplemente era una niña inocente.
Mis abuelos vivían en Peñalba de Santiago, una localidad y pedanía del municipio de Ponferrada, en la comarca del Bierzo, la cual pertenece a la provincia de León. Recuerdo que mi abuelo me contaba cada noche una historia distinta sobre el pueblo antes de dormir. La gran mayoría de las cosas que me decía eran mitos y leyendas sobre sus gentes que vivieron allí épocas atrás, pero una noche me contó algo más peculiar.
10 de junio de 1992
- Niña -siempre me llamaba así con cariño- el cuento de hoy va a ser algo distinto, lo que vas a oír son hechos cien por cien reales y necesito que me prometas que no irás allí.
- ¿Allí dónde abuelo? -dije con curiosidad.
- Al lugar del que te hablaré. ¿Puedo confiar en ti?
Asentí rápidamente conteniendo el aliento. Mi abuelo se recostó junto a mí en la pequeña cama que me adjudicaron desde que nací mientras el murmullo de un búho pasando por enfrente de la ventana era perceptible por nuestros oídos.
- Verás Niña... -comenzó tras aclarar su garganta con un breve carraspeo- El pueblo encierra muchos misterios, como ya te he contado, pero el de hoy es un tanto especial. A las afueras de aquí, concretamente a unos dos kilómetros bosque adentro hay una abertura en los pies de una montaña, donde nunca debes ir. El lugar es conocido popularmente como la Cueva de San Genadio. Cuando era un niño, mi abuelo me contó que su bisabuelo estuvo allí y que fue el mayor error de su vida. Al parecer, en esa cueva vivía el propiamente llamado Genadio, un hombre que no tuvo más remedio que convertirse en ermitaño de aquel lugar que fue su hogar hasta el final de sus días debido a una malformación que provocaba el rechazo de los demás vecinos del pueblo. Pero la verdad es que el bisabuelo de mi abuelo le conoció un poco más que cualquier otra persona, y supo que lo más irrelevante de Genadio era su malformación, ya que la gente le temía porque aseguraban que tenía poderes paranormales, que era capaz de viajar entre el mundo de los vivos y el de los muertos y que si pensabas demasiado en él por la noche podía colarse en tus sueños y conocer tu información más preciada y tu secreto mejor guardado.
-¿Tú le has visto? -pegunté intrigada.
- No, nunca fui allí.
- ¿Entonces cómo crees que existe? ¿Cómo sabes que no es un cuento?
- Porque mi abuelo nunca mentía y si me contó aquello es porque es verdad Niña. Prométeme que nunca irás y que no le dirás a nadie todo lo que te acabo de contar.
La mirada azul de mi abuelo estaba clavada en mis pupilas, siempre tuvo una mirada dulce hasta aquel momento en el que era completamente tenebrosa.
Asentí rápidamente siendo incapaz de mirar a otro lado. Las arrugas que morían en los extremos de los ojos se hicieron más pronunciadas al dedicarme una cálida sonrisa, sólo como él sabía.
- Buenas noches cariño. -susurró dándome un beso en la frente.
- Hasta mañana abuelo.
Las tablas de madera que formaban el suelo de aquella vieja casa chirriaban al compás de los pasos de mi abuelo hasta que éste desapareció cerrando la puerta tras salir de la habitación. Intenté con todas mis fuerzas cerrar los ojos y dormir, pero no había manera. El nombre de Genadio no paraba de retumbar en mi mente y, por una parte me asustaba el hecho de que pudiese aparecer en mi habitación y me arrebatara del mundo de los vivos, pero por otra la curiosidad me podía.
Recuerdo haber estado dando vueltas hasta las tres de la mañana cuando finalmente decidí una cosa.
- Está bien, -susurré de un modo casi inaudible- mañana madrugaré e iré a la cueva, quiero saber qué hay de verdad en todo esto. Además, si es cierto puede que ese tal Genadio no sea tan malo y me conceda algún deseo. Volveré antes de que el abuelo se despierte.
Conseguí dormir dos horas seguidas y a las cinco de la mañana me puse en pie. Caminé despacio hasta la habitación de mi abuelo para comprobar que él seguía dormido y los ronquidos procedentes de lo más hondo de su garganta me lo confirmaron. Bajé las escaleras intentando hacer el menor ruido posible sabiendo que el silencio absoluto era imposible debido a los años de la madera y, finalmente, salí a la calle.
Aún era de noche, las farolas alumbraban las pocas calles del pueblo, pero sabía que donde yo iba no había ningún tipo de luz, así que entré de nuevo en casa y sigilosamente me acerqué al mueble de la entrada (lo cual era fácil porque toda la gente del pueblo se conocía y no había ninguna necesidad de cerrar las puertas fuese de día o de noche), donde mi abuelo guardaba varias linternas y copias de llaves además de un par de agendas. Tras coger la linterna más grande que vi emprendí mi aventura.
Al llegar a la salida del pueblo me di cuenta de que el camino que llevaba a la cueva era el más estrecho y lleno de penumbra por el que cual mi abuelo nunca me dejó ir ni siquiera de su mano. Eché una última mirada atrás y junto a las farolas centelleantes se encontraba el búho que anteriormente pasó cerca de mi ventana como si me estuviese advirtiendo de lo que me esperaba y diciendo que me diese la vuelta.
Encendí la linterna y comencé a caminar. Era verano y yo estaba convencida de que no tardaría mucho en amanecer, pero ese día el sol no llegó a salir. En el camino no se escuchaba absolutamente nada, sin duda fue un silencio ensordecedor que me estaba poniendo nerviosa conforme me acercaba a mi destino.
El camino comenzó a hacerse más ancho hasta el punto de que pasó a ser una pequeña explanada sin salid con un precipicio y una montaña enfrente, la cual tenía unas verjas enfrente de la abertura que crecía a sus pies. Había llegado.
Me acerqué con cautela y repitiéndome a mí misma que mi abuelo probablemente sólo quería meterme miedo, que todo lo que me contó no era más que una historia para asustar a los niños. Pensar aquello me dio el valor suficiente para llegar hasta las verjas.
Aquellos hierros estaban oxidados, completamente abandonados de la mano del ser humano, totalmente descuidados.
- ¿Hola? -pregunté con un hilo de voz.
Alumbré dentro y visualicé un pequeño altar con una figura de madera en el interior, pero no hubo respuesta.
- ¿Hay alguien? -pregunté entrando despacio.
Un murmullo fue audible debido al viento corriendo por aquella galería y retumbando en las paredes.
- Hola Niña. -oí al pasar al lado del altar- Acércate un poco más que no te oigo bien, ¿quieres?
Me asusté. Allí no había nadie excepto yo. Intenté salir, pero la verja estaba cerrada incluso aunque yo la dejase medio abierta.
- No lo intentes. -dijo la voz- La verja no se va a abrir.
- ¿Quién eres? -intenté alumbrar lo máximo posible, pero aún así mis lágrimas impedían la visión- ¿Qué quieres?
- No Niña, o mejor dicho Ángela, ¿qué quieres tú?
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Lo sé todo, sé hasta tu mayor miedo.
- ¡Déjame salir de aquí! -grité mirando en todas direcciones aún sin saber de dónde procedía la voz.
- Oh no, creo que eso no es posible.
Vi perfectamente cómo la cabeza de la figura de madera que estaba sobre el altar se giró clavando sus ojos en mí justo antes de que otra ráfaga de viento mucho más fuerte que la anterior la tirase al suelo haciendo que su cuello se partiese y dicha cabeza rodase hasta mis pies.
- Mira lo que has hecho... -dijo la voz con una risa siniestra.
- ¡¡¡¡Abuelo!!!! -grité llorando con todas mis fuerzas siendo consciente de que él no me iba a oír.
De pronto, la risa paró y caí al suelo debido a que las rejas se abrieron. Corrí lo más rápido que pude hasta casa sin parar de llorar. Me faltaba el aire, pero daba igual.
El reloj de la cocina marcaba las 6:13 de la mañana, debería de haber amanecido para esa hora, pero no lo hizo.
No perdí tiempo y subí las escaleras tropezándome varias veces hasta que llegué a la habitación de mi abuelo, que seguía en la cama aunque no estuviese roncando, y me tumbé junto a él.
- Abuelo, -sollocé- tenías razón.
Fue entonces cuando me di cuenta de que mi abuelo no respiraba.
- ¡Abuelo!
Le moví en todas las direcciones como podía, le abofeteé la cara intentando que abriese los ojos. Hice todo lo posible.
- Abuelo, por favor, te prometo que jamás volveré a desobedecerte. Juro que no lo volveré a hacer jamás, pero por favor despierta.
Le destapé con la intención de intentar reanimarle un poco mejor, pero lo que me encontré fue una imagen que sigue clavada en mi rutina hasta el día de hoy.
Su camiseta estaba llena de sangre y al quitársela encontré que en su pecho alguien talló "Nunca subestimes a tu suerte" con un trozo de madera podrido que seguía clavado en las últimas comillas.
Mi solución para intentar aprender a vivir con aquello fue huir, correr lejos, muy lejos... Lo suficientemente lejos como para que el nombre de Genadio no volviese a mi vida jamás.
Mi mayor miedo era perder a mi abuelo y ese día por no hacerle caso y subestimar a la suerte, me di cuenta de que siempre tuvo razón y que fue sincero conmigo en todo momento. Todavía a día de hoy no he sido capaz de perdonarme por lo sucedido, y estoy segura de que jamás lo conseguiré.
Aprovechad el tiempo que os queda con vuestros abuelos y creedles en todo lo que os dicen. Son personas sabias, han vivido mucho y nunca te mentirían.
No seáis como yo porque os arrepentiréis durante el resto de vuestra vida...
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