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El conde Drácula es el protagonista de la novela homónima del escritor irlandés Bram Stoker, de 1897, que dio lugar a una larga lista de versiones del personaje en cine, cómics y teatro. Algunos aspectos del personaje están basados en Vlad III, el Empalador, príncipe de Valaquia del siglo XV.


Классика Всех возростов.

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Capítulo 1

DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

Bistritz, 3 de mayo. 

Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo,
llegué a Viena a la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis
cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso. Budapest parece un lugar
maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la
pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya
que, como habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora
fijada. La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al
este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que
aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo
sujetos al dominio de los turcos.


Salimos con bastante buen tiempo, y era noche cerrada cuando llegamos a
Klausenburg, donde pasé la noche en el hotel Royale. En la comida, o mejor
dicho, en la cena, comí pollo preparado con pimentón rojo, que estaba muy
sabroso, pero que me dio mucha sed. (Recordar obtener la receta para Mina). Le
pregunté al camarero y me dijo que se llamaba "paprika hendl", y que, como era
un plato nacional, me sería muy fácil obtenerlo en cualquier lugar de los
Cárpatos. Descubrí que mis escasos conocimientos del alemán me servían allí de
mucho; de hecho, no sé cómo me las habría arreglado sin ellos.


Como dispuse de algún tiempo libre cuando estuve en Londres, visité el
British Museum y estudié los libros y mapas de la biblioteca que se referían a
Transilvania; se me había ocurrido que un previo conocimiento del país siempre
sería de utilidad e importancia para tratar con un noble de la región. Descubrí
que el distrito que él me había mencionado se encontraba en el extremo oriental
del país, justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y
Bucovina, en el centro de los montes Cárpatos; una de las partes más salvajes y
menos conocidas de Europa. No pude descubrir ningún mapa ni obra que
arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay
mapas en este país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros; pero
descubrí que Bistritz, el pueblo de posta mencionado por el conde Drácula, era
un lugar bastante conocido. Voy a incluir aquí algunas de mis notas, pues pueden
refrescarme la memoria cuando le relate mis viajes a Mina.


En la población de Transilvania hay cuatro nacionalidades distintas: sajones
en el sur, y mezclados con ellos los valacos, que son descendientes de los dacios;
magiares en el oeste, y escequelios en el este y el norte. Voy entre estos últimos,
que aseguran ser descendientes de Atila y los hunos. Esto puede ser cierto,
puesto que cuando los magiares conquistaron el país, en el siglo XI, encontraron
a los hunos, que ya se habían establecido en él. Leo que todas las supersticiones
conocidas en el mundo están reunidas en la herradura de los Cárpatos, como si
fuese el centro de alguna especie de remolino imaginativo; si es así, mi estancia
puede ser muy interesante. (Recordar que debo preguntarle al conde acerca de
esas supersticiones).


No dormí bien, aunque mi cama era suficientemente cómoda, pues tuve toda
clase de extraños sueños. Durante toda la noche un perro aulló bajo mi ventana,
lo cual puede haber tenido que ver algo con ello; o puede haber sido también el
pimentón, puesto que tuve que beberme toda el agua de mi garrafón, y todavía
me quedé sediento.


Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en
mi puerta, por lo que supongo que en esos momentos estaba durmiendo
profundamente. Comí más pimentón en el desayuno, una especie de potaje
hecho de harina de maíz que dicen era "mamaliga", y berenjena rellena con
picadillo, un excelente plato al cual llaman "impletata" (recordar obtener
también la receta de esto). Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un
poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió haber salido, pues después de
correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el vagón
durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece
que cuanto más al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en
China?


Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno
de toda clase de bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de
empinadas colinas, tales como se ven en los antiguos misales; algunas veces
corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso margen a
cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita
gran cantidad de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla
exterior de un río. En todas las estaciones había grupos de gente, algunas veces
multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de ellos eran exactamente
iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba
Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones
hechos por ellos mismos; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran
bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues eran bastante gruesas
alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte
de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les
colgaba como en los vestidos en un ballet, pero por supuesto que llevaban
enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que vimos fueron los
eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de
vaquero, grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y
enormes y pesados cinturones de cuero, casi de un pie de ancho, completamente
tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas, con los pantalones
metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y
pesados. Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier
escenario se les reconocería inmediatamente como alguna vieja pandilla de
bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante inofensivos y, lo que es
más, bastante tímidos.


Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua
localidad muy interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso
de Borgo conduce desde ahí a Bucovina, ha tenido una existencia bastante
agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella. Hace cincuenta años se
produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones
diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió
trece mil personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las
enfermedades.


El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual,
para mi gran satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería
conocer todo lo que me fuese posible de las costumbres del país. Evidentemente
me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me encontré frente a una
mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa
interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan
ajustado al cuerpo que no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella
se inclinó y dijo:

—¿El señor inglés?

—Sí —le respondí—: Jonathan Harker.


Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de
blancas mangas, que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero
regresó inmediatamente con una carta:

"Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando
ansiosamente. Duerma bien, esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia
para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el desfiladero de Borgo mi
carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde
Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi
bello país.
Su amigo,
DRÁCULA"


4 de mayo.

Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde,

ordenándole que asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir
acerca de los detalles, se mostró un tanto reticente y pretendió no poder entender
mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos momentos lo había
entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente
como si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se
miraron con temor. Él murmuró que el dinero le había sido enviado en una carta,
y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si
podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y
diciendo que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.
Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a
nadie más, pero todo me parecía muy misterioso y de ninguna manera
tranquilizante.


Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo,
con voz nerviosa:

—¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?

Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del
poco alemán que sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí
ni una palabra. Apenas comprendí algo haciéndole numerosas preguntas.
Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba comprometido
en negocios importantes, preguntó otra vez:

—¿Sabe usted qué día es hoy?

Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:

—¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?

Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:

—Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche,
cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo
tendrán pleno poder? ¿Sabe usted adónde va y a lo que va?


Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto.
Finalmente, cayó de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos
esperara uno o dos días antes de partir. Todo aquello era bastante ridículo, pero
yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y no podía
permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan
seriamente como pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo
tenía que partir. Entonces ella se levantó y secó sus ojos, y tomando un crucifijo
de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de la Iglesia
Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de
idolatría, y sin embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan
buenos propósitos y en tal estado mental. Supongo que ella pudo leer la duda en
mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y dijo: "Por amor a su
madre", y luego salió del cuarto.  Estoy escribiendo esta parte de mi diario
mientras, espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía
cuelga alrededor de mi cuello. No sé si es el miedo de la anciana o las múltiples
tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo, pero lo cierto es que
no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a
manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!
5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy
alto sobre el horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por
colinas, pues está tan alejado que las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No
tengo sueño y, como no se me llamará hasta que despierte solo, naturalmente
escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera anotar, y
para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de
salir de Bistritz, también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman
"biftec robado", con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con
pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo de la "carne de
gato" de Londres! El vino era Mediasch Dorado, que produce una rara picazón
en la lengua, la cual, sin embargo, no es desagradable. Sólo bebí un par de vasos
de este vino, y nada más.


Cuando llegué al coche, el conductor todavía no había tomado su asiento, y lo
vi hablando con la dueña de la posada. Evidentemente hablaban de mí, pues de
vez en cuando se volvían para verme, y algunas de las personas que estaban
sentadas en el banco fuera de la puerta (a las que llaman con un nombre que
significa "Portadores de palabra") se acercaron y escucharon, y luego me
miraron, la mayor parte de ellos compadeciéndome. Pude escuchar muchas
palabras que se repetían a menudo: palabras raras, pues había muchas
nacionalidades en el grupo; así es que tranquilamente extraje mi diccionario
políglota de mi petaca, y las busqué. Debo admitir que no me produjeron
ninguna alegría, pues entre ellas estaban "Ordog" (Satanás), "pokol" (infierno),
"stregoica" (bruja), "vrolok" y "vlkoslak" (las que significan la misma cosa, una
en eslovaco y la otra en servio, designando algo que es un hombre lobo o un
vampiro). (Recordar: debo preguntarle al conde acerca de estas supersticiones.)
Cuando partimos, la multitud alrededor de la puerta de la posada, que para
entonces ya había crecido a un número considerable, todos hicieron el signo de
la cruz y dirigieron dos dedos hacia mí. Con alguna dificultad conseguí que un
pasajero acompañante me dijera qué significaba todo aquello; al principio no
quería responderme, pero cuando supo que yo era inglés, me explicó que era el
encanto o hechizo contra el mal de ojo. Esto tampoco me agradó mayormente
cuando salía hacia un lugar desconocido con un hombre desconocido; pero todo
el mundo parecía tan bondadoso, tan compasivo y tan simpático que no pude
evitar sentirme emocionado.


Nunca olvidaré el último vistazo que eché al patio interior de la posada y su
multitud de pintorescos personajes, todos persignándose, mientras estaban
alrededor del amplio pórtico, con su fondo de rico follaje de adelfas y árboles de
naranjo en verdes tonelitos agrupados en el centro del patio. Entonces nuestro
conductor, cuyo amplio pantalón de lino cubría todo el asiento frontal (ellos lo
llaman "gotza"), fustigó su gran látigo sobre los cuatro pequeños caballos que
corrían de dos en dos, e iniciamos nuestro viaje…


Pronto perdí de vista y de la memoria los fantasmales temores en la belleza de
la escena por la que atravesábamos, aunque si yo hubiese conocido el idioma, o
mejor, los idiomas que hablaban mis compañeros de viaje, es muy posible que
no hubiese sido capaz de deshacerme de ellos tan fácilmente. Ante nosotros se
extendía el verde campo inclinado lleno de bosques con empinadas colinas aquí
y allá, coronadas con cúmulos de tréboles o con casas campesinas, con sus
paredes vacías viendo hacia la carretera.


Por todos lados había una enloquecedora cantidad de frutos en flor: manzanas,
ciruelas, peras y fresas. Y a medida que avanzábamos, pude ver cómo la verde
hierba bajo los árboles estaba cuajada con pétalos caídos. La carretera entraba y
salía entre estas verdes colinas de lo que aquí llaman "Tierra Media", liberándose
al barrer alrededor de las curvas, o cerrada por los estrangulantes brazos de los
bosques de pino, que aquí y allá corrían colina abajo como lenguas de fuego. El
camino era áspero, pero a pesar de ello parecía que volábamos con una prisa
excitante. Entonces no podía entender a qué se debía esa prisa, pero
evidentemente el conductor no quería perder tiempo antes de llegar al
desfiladero de Borgo. Se me dijo que el camino era excelente en verano, pero
que todavía no había sido arreglado después de las nieves del invierno. A este
respecto era diferente a la mayoría de los caminos de los Cárpatos, pues es una
antigua tradición que no deben ser mantenidos en tan buen estado. Desde la
antigüedad los hospadares no podían repararlos, pues entonces los turcos
pensaban que se estaban preparando para traer tropas extranjeras, y de esta
manera atizar la guerra que siempre estaba verdaderamente a punto de desatarse.
Más allá de las verdes e hinchadas lomas de la Tierra Media se levantaban
imponentes colinas de bosques que llegaban hasta las elevadas cumbres de los
Cárpatos.

Se levantaban a la izquierda y a la derecha de nosotros, con el sol de la tarde
cayendo plenamente sobre ellas y haciendo relucir los gloriosos colores de esta
bella cordillera, azul profundo y morado en las sombras de los picos, verde y
marrón donde la hierba y las piedras se mezclaban, y una infinita perspectiva de
rocas dentadas y puntiagudos riscos, hasta que ellos mismos se perdían en la
distancia, donde las cumbres nevadas se alzaban grandiosamente. Aquí y allá
parecían descubrirse imponentes grietas en las montañas, a través de las cuales,
cuando el sol comenzó a descender, vimos en algunas ocasiones el blanco
destello del agua cayendo. Uno de mis compañeros me tocó la mano mientras
nos deslizábamos alrededor de la base de una colina y señaló la elevada cima de
una montaña cubierta de nieve, que parecía, a medida que avanzábamos en
nuestra serpenteante carretera, estar frente a nosotros.

—¡Mire! ¡Ilsten szek! "¡El trono de Dios!" —me dijo, y se persignó
nuevamente.

A medida que continuamos por nuestro interminable camino y el sol se hundió
más y más detrás de nosotros, las sombras de la tarde comenzaron a rodearnos.
Este hecho quedó realzado porque las cimas de las nevadas montañas todavía
recibían los rayos del sol, y parecían brillar con un delicado y frío color rosado.
Aquí y allá pasamos ante checos y eslovacos, todos en sus pintorescos atuendos,
pero noté que el bocio prevalecía dolorosamente. A lo largo de la carretera había
muchas cruces, y a medida que pasamos, todos mis compañeros se persignaron
ante ellas. Aquí y allá había una campesina arrodillada frente a un altar, sin que
siquiera se volviera a vernos al acercarnos, sino que más bien parecía, en el
arrobamiento de la devoción, no tener ni ojos ni oídos para el mundo exterior.
Muchas cosas eran completamente nuevas para mí; por ejemplo, hacinas de paja
en los árboles, y aquí y allá, muy bellos grupos de sauces llorones, con sus
blancas ramas brillando como plata a través del delicado verde de las hojas. Una
y otra vez pasamos un carromato (la carreta ordinaria de los campesinos) con su
vértebra larga, culebreante, calculada para ajustarse a las desigualdades de la
carretera. En cada uno de ellos iba sentado un grupo de campesinos que
regresaban a sus hogares, los checos con sus pieles de oveja blancas y los
eslovacos con las suyas de color. Estos últimos llevaban a guisa de lanzas sus
largas duelas, con un hacha en el extremo. Al comenzar a caer la noche se sintió
mucho frío, y la creciente penumbra pareció mezclar en una sola bruma la
lobreguez de los árboles, robles, hayas y pinos, aunque en los valles que corrían
profundamente a través de los surcos de las colinas, a medida que ascendíamos
hacia el desfiladero, se destacaban contra el fondo de la tardía nieve los oscuros
abetos. Algunas veces, mientras la carretera era cortada por los bosques de pino
que parecían acercarse a nosotros en la oscuridad, grandes masas grisáceas que
estaban desparramadas aquí y allá entre los árboles producían un efecto lóbrego
y solemne, que hacía renacer los pensamientos y las siniestras fantasías
engendradas por la tarde, mientras que el sol poniente parecía arrojar un extraño
consuelo a las fantasmales nubes que, entre los Cárpatos, parece que
vagabundean incesantemente por los valles. En ciertas ocasiones las colinas eran
tan empinadas que, a pesar de la prisa de nuestro conductor, los caballos sólo
podían avanzar muy lentamente. Yo quise descender del coche y caminar al lado
de ellos, tal como hacemos en mi país, pero el cochero no quiso saber nada de
eso.

—No; no —me dijo—, no debe usted caminar aquí. Los perros son muy fieros
—dijo, y luego añadió, con lo que evidentemente parecía ser una broma
macabra, pues miró a su alrededor para captar las sonrisas afirmativas de los
demás—: Ya tendrá usted suficiente que hacer antes de irse a dormir.
Así fue que la única parada que hizo durante un momento sirvió para que
encendiera las lámparas.

Al oscurecer pareció que los pasajeros se volvían más nerviosos y
continuamente le estuvieron hablando al cochero uno tras otro, como si le
pidieran que aumentara la velocidad. Fustigó a los caballos inmisericordemente
con su largo látigo, y con salvajes gritos de aliento trató de obligarlos a mayores
esfuerzos. Entonces, a través de la oscuridad, pude ver una especie de mancha de
luz gris adelante de nosotros, como si hubiese una hendidura en las colinas. La
intranquilidad de los pasajeros aumentó; el loco carruaje se bamboleó sobre sus
grandes resortes de cuero, y se inclinó hacia uno y otro lado como un barco
flotando sobre un mar proceloso. Yo tuve que sujetarme. El camino se hizo más
nivelado y parecía que volábamos sobre él. Entonces, las montañas parecieron
acercarse a nosotros desde ambos lados, como si quisiesen estrangularnos, y nos
encontramos a la entrada del desfiladero de Borgo. Uno por uno todos los
pasajeros me ofrecieron regalos, insistiendo de una manera tan sincera que no
había modo de negarse a recibirlos. Desde luego los regalos eran de muy
diversas y extrañas clases, pero cada uno me lo entregó de tan buena voluntad,
con palabras tan amables, y con una bendición, esa extraña mezcla de
movimientos temerosos que ya había visto en las afueras del hotel en Bistritz: el
signo de la cruz y el hechizo contra el mal de ojo.

Entonces, al tiempo que volábamos, el cochero se inclinó hacia adelante y, a
cada lado, los pasajeros, apoyándose sobre las ventanillas del coche,
escudriñaron ansiosamente la oscuridad. Era evidente que se esperaba que
sucediera algo raro, pero aunque le pregunté a cada uno de los pasajeros,
ninguno me dio la menor explicación. Este estado de ánimo duró algún tiempo, y
al final vimos cómo el desfiladero se abría hacia el lado oriental. Sobre nosotros
pendían oscuras y tenebrosas nubes, y el aire se encontraba pesado, cargado con
la opresiva sensación del trueno. Parecía como si la cordillera separara dos
atmósferas, y que ahora hubiésemos entrado en la tormentosa. Yo mismo me
puse a buscar el vehículo que debía llevarme hasta la residencia del conde. A
cada instante esperaba ver el destello de lámparas a través de la negrura, pero
todo se quedó en la mayor oscuridad. La única luz provenía de los parpadeantes
rayos de luz de nuestras propias lámparas, en las cuales los vahos de nuestros
agotados caballos se elevaban como nubes blancas. Ahora pudimos ver el
arenoso camino extendiéndose blanco frente a nosotros, pero en él no había
ninguna señal de un vehículo. Los pasajeros se reclinaron con un suspiro de
alegría, que parecía burlarse de mi propia desilusión. Ya estaba pensando qué
podía hacer en tal situación cuando el cochero, mirando su reloj, dijo a los otros
algo que apenas pude oír, tan suave y misterioso fue el tono en que lo dijo. Creo
que fue algo así como "una hora antes de tiempo". Entonces se volvió a mí y me
dijo en un alemán peor que el mío

—No hay ningún carruaje aquí. Después de todo, nadie espera al señor. Será
mejor que ahora venga a Bucovina y regrese mañana o al día siguiente; mejor al
día siguiente.

Mientras hablaba, los caballos comenzaron a piafar y a relinchar, y a
encabritarse tan salvajemente que el cochero tuvo que sujetarlos con firmeza.
Entonces, en medio de un coro de alaridos de los campesinos que se persignaban
apresuradamente, apareció detrás de nosotros una calesa, nos pasó y se detuvo al
lado de nuestro coche. Por la luz que despedían nuestras lámparas, al caer los
rayos sobre ellos, pude ver que los caballos eran unos espléndidos animales,
negros como el carbón. Estaban conducidos por un hombre alto, con una larga
barba grisácea y un gran sombrero negro, que parecía ocultar su rostro de
nosotros. Sólo pude ver el destello de un par de ojos muy brillantes, que
parecieron rojos al resplandor de la lámpara, en los instantes en que el hombre se
volvió a nosotros. Se dirigió al cochero:

—Llegó usted muy temprano hoy, mi amigo.

El hombre replicó balbuceando:

—El señor inglés tenía prisa.

Entonces el extraño volvió a hablar:

—Supongo entonces que por eso usted deseaba que él siguiera hasta
Bucovina. No puede engañarme, mi amigo. Sé demasiado, y mis caballos son
veloces.


Y al hablar sonrió, y cuando la luz de la lámpara cayó sobre su fina y dura
boca, con labios muy rojos, sus agudos dientes le brillaron blancos como el
marfil. Uno de mis compañeros le susurró a otro aquella frase de la "Leonora"
de Burger:

"Denn die Todten reiten schnell"
(Pues los muertos viajan velozmente)


El extraño conductor escuchó evidentemente las palabras, pues alzó la mirada
con una centelleante sonrisa. El pasajero escondió el rostro al mismo tiempo que
hizo la señal con los dos dedos y se persignó.

—Dadme el equipaje del señor —dijo el extraño cochero.

Con una presteza excesiva mis maletas fueron sacadas y acomodadas en la
calesa. Luego descendí del coche, pues la calesa estaba situada a su lado, y el
cochero me ayudó con una mano que asió mi brazo como un puño de acero; su
fuerza debía ser prodigiosa. Sin decir palabra agitó las riendas, los caballos
dieron media vuelta y nos deslizamos hacia la oscuridad del desfiladero. Al
mirar hacia atrás vi el vaho de los caballos del coche a la luz de las lámparas, y
proyectadas contra ella las figuras de mis hasta hacia poco compañeros,
persignándose. Entonces el cochero fustigó su látigo y gritó a los caballos, y
todos arrancaron con rumbo a Bucovina. Al perderse en la oscuridad sentí un
extraño escalofrío, y un sentimiento de soledad se apoderó de mí.
Pero mi nuevo cochero me cubrió los hombros con una capa y puso una manta
sobre mis rodillas, hablando luego en excelente alemán:

—La noche está fría, señor mío, y mi señor el conde me pidió que tuviera
buen cuidado de usted. Debajo del asiento hay una botella de slivovitz, un licor
regional hecho de ciruelas, en caso de que usted guste…


Pero yo no tomé nada, aunque era agradable saber que había una provisión de
licor. Me sentí un poco extrañado, y no menos asustado. Creo que si hubiese
habido otra alternativa, yo la hubiese tomado en vez de proseguir aquel
misterioso viaje nocturno.

El carruaje avanzó a paso rápido, en línea recta; luego dimos una curva
completa y nos internamos por otro camino recto. Me pareció que simplemente
dábamos vuelta una y otra vez sobre el mismo lugar; así pues, tomé nota de un
punto sobresaliente y confirmé mis sospechas. Me hubiese gustado preguntarle
al cochero qué significaba todo aquello, pero realmente tuve miedo, pues pensé
que, en la situación en que me encontraba, cualquier protesta no podría dar el
efecto deseado en caso de que hubiese habido una intención de retraso. Al cabo
de un rato, sin embargo, sintiéndome curioso por saber cuánto tiempo había
pasado, encendí un fósforo, y a su luz miré mi reloj; faltaban pocos minutos para
la medianoche. Esto me dio una especie de sobresalto, pues supongo que la
superstición general acerca de la medianoche había aumentado debido a mis
recientes experiencias. Me quedé aguardando con una enfermiza sensación de
ansiedad.

Entonces un perro comenzó a aullar en alguna casa campesina más adelante
del camino. Dejó escapar un largo, lúgubre aullido, como si tuviese miedo. Su
llamado fue recogido por otro perro y por otro y otro, hasta que, nacido como el
viento que ahora pasaba suavemente a través del desfiladero, comenzó un
aterrador concierto de aullidos que parecían llegar de todos los puntos del
campo, desde tan lejos como la imaginación alcanzase a captar a través de las
tinieblas de la noche. Desde el primer aullido los caballos comenzaron a piafar y
a inquietarse, pero el cochero les habló tranquilizándolos, y ellos recobraron la
calma, aunque temblaban y sudaban como si acabaran de pasar por un repentino
susto. Entonces, en la lejana distancia, desde las montañas que estaban a cada
lado de nosotros, llegó un aullido mucho más fuerte y agudo, el aullido de los
lobos, que afectó a los caballos y a mi persona de la misma manera, pues estuve
a punto de saltar de la calesa y echar a correr, mientras que ellos retrocedieron y
se encabritaron frenéticamente, de manera que el cochero tuvo que emplear toda
su fuerza para impedir que se desbocaran. Sin embargo, a los pocos minutos mis
oídos se habían acostumbrado a los aullidos, y los caballos se habían calmado
tanto que el cochero pudo descender y pararse frente a ellos. Los sobó y acarició,
y les susurró algo en las orejas, tal como he oído que hacen los domadores de
caballos, y con un efecto tan extraordinario que bajo estos mimos se volvieron
nuevamente bastante obedientes, aunque todavía temblaban. El cochero tomó
nuevamente su asiento, sacudió sus riendas y reiniciamos nuestro viaje a buen
paso.

Esta vez, después de llegar hasta el lado extremo del desfiladero,
repentinamente cruzó por una estrecha senda que se introducía agudamente a la
derecha.

Pronto nos encontramos obstruidos por árboles, que en algunos lugares
cubrían por completo el camino, formando una especie de túnel a través del cual
pasábamos. Y además de eso, gigantescos peñascos amenazadores nos hacían
valla a uno y otro lado.

A pesar de encontrarnos así protegidos, podíamos escuchar el viento que se
levantaba, pues gemía y silbaba a través de las rocas, y las ramas de los árboles
chocaban entre sí al pasar nosotros por el camino. Hizo cada vez más frío v una
fina nieve comenzó a caer, de tal manera que al momento alrededor de nosotros
todo estaba cubierto por un manto blanco. El aguzado viento todavía llevaba los
aullidos de los perros, aunque éstos fueron decreciendo a medida que nos
alejábamos. El aullido de los lobos, en cambio, se acercó cada vez más, como si
ellos se fuesen aproximando hacia nosotros por todos lados. Me sentí
terriblemente angustiado, y los caballos compartieron mi miedo. Sin embargo, el
cochero no parecía tener ningún temor; continuamente volvía la cabeza hacia la
izquierda y hacia la derecha, pero yo no podía ver nada a través de la oscuridad.
Repentinamente, lejos, a la izquierda, divisé el débil resplandor de una llama
azul. El cochero lo vio al mismo tiempo; inmediatamente paró los caballos y,
saltando a tierra, desapareció en la oscuridad. Yo no sabía qué hacer, y mucho
menos debido a que los aullidos de los lobos parecían acercarse; pero mientras
dudaba, el cochero apareció repentinamente otra vez, y sin decir palabra tomó
asiento y reanudamos nuestro viaje.

Creo que debo haberme quedado dormido o soñé repetidas veces con el
incidente, pues éste se repitió una y otra vez, y ahora, al recordarlo, me parece
que fue una especie de pesadilla horripilante. Una vez la llama apareció tan cerca
del camino que hasta en la oscuridad que nos rodeaba pude observar los
movimientos del cochero. Se dirigió rápidamente a donde estaba la llama azul
(debe haber sido muy tenue, porque no parecía iluminar el lugar alrededor de
ella), y tomando algunas piedras las colocó en una forma significativa. En una
ocasión fui víctima de un extraño efecto óptico: estando él parado entre la llama
y yo, no pareció obstruirla, porque continué viendo su fantasmal luminosidad.
Esto me asombró, pero como sólo fue un efecto momentáneo, supuse que mis
ojos me habían engañado debido al esfuerzo que hacía en la oscuridad. Luego,
por un tiempo, ya no aparecieron las llamas azules, y nos lanzamos velozmente a
través de la oscuridad con los aullidos de los lobos rodeándonos, como si nos
siguieran en círculos envolventes.

Finalmente el cochero se alejó más de lo que lo había hecho hasta entonces, y
durante su ausencia los caballos comenzaron a temblar más que nunca y a piafar
y relinchar de miedo. No pude ver ninguna causa que motivara su nerviosismo,
pues los aullidos de los lobos habían cesado por completo; pero entonces la luna,
navegando a través de las negras nubes, apareció detrás de la dentada cresta de
una roca saliente revestida de pinos, y a su luz vi alrededor de nosotros un
círculo de lobos, con dientes blancos y lenguas rojas y colgantes, con largos
miembros sinuosos y pelo hirsuto. Eran cien veces más terribles en aquel
lúgubre silencio que los rodeaba que cuando estaban aullando. Por mi parte, caí
en una especie de parálisis de miedo. Sólo cuando el hombre se encuentra cara a
cara con semejantes horrores puede comprender su verdadero significado.
De pronto, todos los lobos comenzaron a aullar como si la luz de la luna
produjera un efecto peculiar en ellos. Los caballos se encabritaron y
retrocedieron, y miraron impotentes alrededor con unos ojos que giraban de
manera dolorosa; pero el círculo viviente de terror los acompañaba a cada lado;
forzosamente tuvieron que permanecer dentro de él. Yo le grité al cochero que
regresara, pues me pareció que nuestra última alternativa era tratar de abrirnos
paso a través del círculo, y para ayudarle a su regreso grité y golpeé a un lado de
la calesa, esperando que el ruido espantara a los lobos de aquel lado y así él
tuviese oportunidad de subir al coche.

Cómo finalmente llegó es cosa que no sé; pero escuché su voz alzarse en un
tono de mando imperioso, y mirando hacia el lugar de donde provenía, lo vi
parado en medio del camino. Agitó los largos brazos como si tratase de apartar
un obstáculo impalpable, y los lobos se retiraron, justamente en esos momentos
una pesada nube pasó a través de la cara de la luna, de modo que volvimos a
sumirnos en la oscuridad.

Cuando pude ver otra vez, el conductor estaba subiendo a la calesa y los lobos
habían desaparecido. Todo esto fue tan extraño y misterioso que fui sobrecogido
por un miedo pánico, y no tuve valor para moverme ni para hablar. El tiempo
pareció interminable mientras continuamos nuestro camino, ahora en la más
completa oscuridad, pues las negras nubes oscurecían la luna. Continuamos
ascendiendo, con ocasionales períodos de rápidos descensos, pero ascendiendo
la mayor parte del tiempo.

Repentinamente tuve conciencia de que el conductor estaba deteniendo a los
caballos en el patio interior de un inmenso castillo ruinoso en parte, de cuyas
altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas quebradas murallas
mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz
de la luna

10 октября 2020 г. 15:07 0 Отчет Добавить Подписаться
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