Todo estaba bien, ya había terminado el trabajo de esa semana y ahora podía descansar sus entumecidos dedos. Miró hacia adelante, hacia las puertas de cristal que dejaban entrar la luz de los cálidos rayos de la aurora y conducían hacia un balcón con vista a las oscuras aguas del mar estático. Se levantó de su silla en silencio ajustándose el traje y los primeros botones.
Contó los dieciocho pasos antes de llegar a la puerta. Los tenía memorizados, tantos siglos haciendo lo mismo lo hacían aprenderse los más mínimos detalles.
Acarició la perilla, sintiendo el frío y suave metal pulido entre sus dedos, conocía a la perfección cada uno de sus centímetros, a pesar de haberla tocado sólo unas cuantas veces desde que la mandó cambiar, hace unos pocos años, diez o siete, mas o menos. Las cosas materiales no siempre duraban el tiempo que los inmortales si pueden alcanzar.
Con un ligero movimiento de muñeca, giró la perilla produciendo un delicado «clic». Dos pasos más, para entrar al balcón, dejando atrás la incomodidad de su silla, a la que tanto tiempo de convivencia le había hecho acostumbrarse.
Un aire fresco lo recibió soplando sobre su nariz, produciéndole sutiles cosquillas. Treinta y tres pasos más lo llevaban al barandal en el final del balcón. A un paso de una muerte segura, en una caída de varios kilómetros para luego ser tragado por el mar estático.
Pero esa no era su idea, no pretendía terminar con su eternidad. No ahora por lo menos. Todavía había mucho trabajo por terminar. Mucho papeleo que debía llenar y le enviaban más cada semana.
Su mente se hallaba revoloteando en temas triviales, mientras sus ojos contemplaban la salida del sol, su mirada estaba situada en el oro y carmesí que teñía el horizonte. Fascinado por los bellos colores dejó escapar una pequeña sonrisa. No se detenía a contemplar tales maravillas todos los días, siempre estaba ocupado y no se permitía tales placeres innecesarios.
No tenía tiempo para contemplar bellezas como esta. Pronto lo visitarían los guardianes de las demás torres, Iyalske y Yewedchy, los encargados de custodiar el pasado y el futuro. Sus empleados y mejores amigos. Ellos eran varios milenios más experimentados que él, ellos ya existían cuando su padre decidió crearlo para que lo reemplazara. Iyalske y Yewedchy lo tratan como un amigo, un hijo y un superior a la vez. Nunca paraban de darle consejos y recomendaciones.
Esa tarde lo visitarían para resolver un delicado problema en el espacio tiempo. Él lo sabía. Podía ver el futuro y pasado de ambos, por eso era él el guardián del tiempo.
Suspiró exageradamente pasando sus dedos desde su corto cabello azabache como las aguas del mar estático, hasta su barba que no era más que una sombra obscura que enmarca su rostro haciendo juego con su traje. El día apenas iniciaba y su mente ya estaba enteramente ocupada en lo que haría para resolver el problema que sus mejores amigos habían causado.
Dando medía vuelta, regresando sobre sus otros treinta y tres pasos hasta las puertas que cerró con movimientos precisos y suaves. Dieciocho pasos mas lo dejaban de nuevo sobre la incómoda silla junto a su escritorio.
Sus ojos vagaron por la superficie del mueble, deteniéndose en cada objeto. Una pequeña bola de cristal con secciones ahumadas en color plata que formaban continentes extraños. Pilas de papeleos llenaban el resto de los espacios. Una estatua que era un modelo exacto de la torre en la que se hallaba, con una tuerca dorada amarillenta en uno de sus lados.
Unos toques en la puerta lo sacaron de su ensimismamiento, se colocó las gafas inmediatamente batiendo las pestañas levemente.
—Adelante—
Uno de sus muchos esclavos, que formaban un poblado alrededor de la torre, abrió la puerta entrando y humillándose ante él doblando sus rodillas. El hombre era nada más y nada menos que una pila de tuercas y tornillos que se apreciaban bajo varios placas de madera oscura que formaban el cuerpo de un hombre. Era un Airamitæ, y su rostro era de madera, con una manecilla entre los ojos que marcaba las nueve y quince. Su tiempo para existir. .
Cada esclavo tenia un estimado de vida de 720 años, cada minuto que marcaban las agujas de su frente era un año mas de vida. De esta manera cuando las agujas llegaban al 12 las tuercas se atorarían dentro produciendo un apagado inmediato del ser sin causar ningún dolor o molestia alguna.
—Señor—
—¿Que ocurre ahora, Fares?— murmuró el guardián sin siquiera mirar al esclavo.
—Hemos encontrado un intruso mortal a pocas horas de la torre— Esa respuesta lo sorprendió, ya que él había visto que en este día solo recibiría la visita de Iyalske y Yewedchy. Era muy, muy extraño que ocurriera algo sin que él lo viese con anticipación.
—¿Lo han detenido?— murmuró fijando sus ojos en el esclavo.
—Si, mi señor—
—Perfecto...— se levantó y caminó cuatro pasos hacia el esclavo colocando una mano en su hombro de madera indicándole que podía levantarse. Este lo hizo.—¿Cómo es? El mortal— murmuró el guardián. Siempre sintió curiosidad por el aspecto y la forma en que los mortales desperdiciaban su corta existencia.
—Será mejor que lo vea por usted mismo... mi señor—
—Bien... tráelo a las puertas—
—Si, mi señor—
El esclavo hizo una última reverencia antes de desaparecer por completo por el umbral de la puerta. El guardián ajustó sus gafas y su chaleco abotonando los botones de oro labrado de la octava tierra.
Pasó sus dedos por sus cabellos oscuros con cierto nerviosismo. Deseaba ver con sus propios ojos a una de esas criaturas tan fascinantes. Había escuchado historias de boca de Iyals y Yew. Historias de seres muy avanzados e inteligentes para su época y crueles como ningún demonio.
Los mortales le fascinaban en cierto modo. No comprendía su manera de cometer tantos errores, la maldad y bondad que coexiste dentro de sus reducidos cuerpos, la manera en que disfrutan lastimando a su prójimo, su poca abstinencia ante la tentación ni su forma de procrear mas mortales. Y más que nada, no entendía porque las divinidades les tenían tanto desprecio y los hacían sufrir hasta obligarlos a arrancarse el alma del cuerpo.
Bajaba las escaleras y los diferentes pisos hasta las puertas de la inmensa torre en que moraba. Bajó a la gran sala, una habitación tan grande que parecía un auditorio. El suelo era tapizado por azulejos turquesa. Había cortinas doradas en cada una de las paredes decoradas con tuercas pequeñas y relojes bordados en tela de plata. Y a cada lado de la habitación una fila de esclavos como Fares, humanoides artificiales Airamitæ custodiando con su fría mirada a la criatura.
En medio de ellos se hallaba el mortal, pero había algo que no coincidía con las expectativas del guardián. No era como lo imaginaba, era... una hembra, una mujer.
27 апреля 2018 г. 2:21:18 10 Отчет Добавить 14Thank you for reading!
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‘La mortal’ representa mucho más que un arranque introductorio para esta historia. Se trata de un acercamiento a la mente y proceder de los guardianes del tiempo, en un territorio donde lo material resulta más que caduco ante toda una preciosa eternidad que Litzy sabe enriquecer con su escritura.