¿Cómo podía yo haberme convertido en la mujer del demonio?
Trataba de entenderlo mientras me veía al espejo... O más bien, no me veía, no podía.
Yo había dejado de existir, aunque pudiera tocarme, sentirme, percibirme. Yo ya no estaba ahí.
-¿Qué es lo que me hiciste?- grité en mi desesperación -¿Qué me has hecho?
Él estaba parado en el umbral de la puerta, seguro y confiado, me observaba como quien observa a un niño mientras espera que se le pase el berrinche.
Me odié por seguir amándolo, por sentir en mi cuerpo aquel calor que siempre me recorría el cuerpo desde la primera vez que nuestras miradas se cruzaron, me odié por permitirle tener ese poder sobre mí.
-Era la única manera- dijo al fin. -No pensaba perderte.
Intentó acercarse a mí, pero solo consiguió que me alejara.
-¡NO ME TOQUES- le grité en un estado de desesperación.
Él se detuvo, pero no se alejó.
-No te voy a tocar... - y dando por terminada la discusión giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta, pero antes de salir volteó y me miró con esos ojos del color del acero. -Pero no podrás alejarme para siempre de tu vida, porque eres mía. Mi esposa-
Mi corazón pareció dar un salto, y aferrarse a la vida que ya no existía en el.
En cuanto él salió, volteé a mi espejo, buscando un rastro, algo que me conectara a lo que había sido, pero en el espejo no había nada, no había nadie a pesar de que estaba justo enfrente de el.
Bajé mi mirada, contemplé el vestido negro de falda amplia que Vlad había adquirido para mí durante nuestros primeros bailes en su palacio. Miré mis manos, cubiertos por unos guantes de encaje fino; me los saqué de las manos y contemplé lo inmaculada que se veía la piel.
Cerré mis ojos con fuerza y obligué a mis manos temblorosas a dirigirse a mi cuello.
El collar de diamantes seguía en mi garganta, descansaba en mi clavícula. Su peso me recordaba ahora el precio que había pagado por él. Si antes creía que era amor, ahora solo había odio.
Mucho odio y deseo al mismo tiempo, una combinación peligrosa.
Las yemas de mis dedos siguieron su camino hasta encontrar aquello que me aterraba: dos marcas apenas perceptibles a mi sentido del tacto, pero estaban ahí.
Retiré mis dedos y observé fijamente el color oscuro de la sangre que apenas y había manchado la mano.
Sangre
Apenas y pude reprimir el impulso de lamer mis dedos y saborear aquel néctar que me parecía tan apetitoso pero que me debería dar asco y terror el siquiera considerarlo.
No sería como él, no quería ser él.
Mi amado y odiado Vlad. Aquel que me había matado ese día; convirtiendo mi cuerpo en una carcasa vacía, sin alma, sin posibilidad de salvación.
Me había condenado... Por amor.
Apenas y supe lo demás porque la inconsciencia reclamo mi cordura en poco tiempo.
Desperté en el que fuera mi lecho nupcial, mirando el techo con una perspectiva aterradora.
Y él entró, ese maldito descarado entró, traía en sus manos una copa, y mi imaginación ya me estaba diciendo lo que seguramente contendría.
Él no dijo nada, se sentó a mi lado, y yo hice mi mejor esfuerzo para ignorarlo, a pesar de que eso infundía en mi corazón una profunda pena, un desasosiego que nunca imagine sentir o experimentar.
Mi mirada se dirigió al ventanal donde la noche se extendía por todo el horizonte, la luna brillaba con singular belleza al tiempo que el viento golpeaba con fuerza los árboles evocando el encanto de la batalla eterna entre ángeles y demonios en mi propia presencia frente a mi ventana.
Se suponía que me gustaba esa ventana, porque muchas veces había volteado a ella durante esas noches de pasión, en la que veía mi cuerpo inflamado de deseo unido al de Vlad mientras hacíamos el amor. Ahora ya no había nada en esa ventana, nada excepto una cama vacía con un raro hundimiento en donde se suponía tenía que estar mi cuerpo... Y el de él.
Él no dijo nada, se limitó a tratar de entender que veía a través de los cristales... O tal vez no, pero eso había dejado de adquirir importancia.
Sin decir una palabra, mordió su muñeca y el oscuro elixir brotó de su mano. Procedió a vaciarlo en la copa y extenderlo hacia mí.
Mis fosas nasales se dilataron de placer al percibir aquella fragancia envolviéndome, torturándome.
Mordí mis labios haciéndolos sangrar, me la tragué inmediatamente. Yo no iba a ser un monstruo, probablemente él me mató, pero no iba a permitirle matar mi alma haciéndome cometer el pecado de beber sangre.
Si podía morir de inanición, que asé fuera.
Mi mirada no se apartó de la ventana, y él extendió su mano para acariciarme desde el nacimiento del cabello, pasando por mis pómulos con esa suavidad propia que siempre le conocí, bajando hasta mi cuello y acunando mi pecho en su palma.
No me moví, no hice expresión alguna, me había matado, y ahora debería enfrentar esa muerte.
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