Apenas le dio tiempo de echarse a la cuneta antes de que una humareda proveniente de debajo del capó oscureciera su visión. El coche quedó debajo del letrero amarillo y púrpura del autocine.
Aquel desastre era lo único que le faltaba. Cruzó las manos sobre el volante y dejó caer la frente sobre ellas cediendo a la desesperación que la perseguía desde hacía tres años. Allí, en esa carretera de doble dirección, justo en los límites de un pueblo, que irónicamente se llamaba Salvation, situado en Carolina del Norte, había llegado al final de su camino personal hacia el infierno.
—¿Papi?
Se enjugó las lágrimas con los nudillos y levantó la cabeza.
—Creía que estabas dormido, cariño.
—Lo estaba. Pero ese ruido me despertó.
Se giró y contempló a su hijo que recientemente había celebrado su quinto cumpleaños, sentado en el asiento trasero en medio de un montón de cajas y fardos andrajosos que contenían todas sus propiedades. El maletero del Impala estaba vacío simplemente porque se había quedado atascado hacía tiempo y no había sido capaz de abrirlo.
Sunghoon tenía marcas en la mejilla donde había estado apoyado mientras dormía y su pelo castaño claro estaba de punta. Era pequeño para su edad y estaba todavía pálido por la reciente neumonía que había amenazado su vida. Era lo que más quería en el mundo.
Ahora sus solemnes ojos castaños lo miraron sobre la cabeza de Horse, el conejo de peluche con enormes orejas manchado de barro, que había sido su constante compañero desde que había comenzado a andar.
—¿Ha pasado algo malo?
Movió los labios intentando que esbozaran una sonrisa tranquilizadora.
—Un pequeño problema en el coche, eso es todo.
—¿Nos vamos a morir?
—No, cariño. Por supuesto que no. ¿Por qué no te bajas y estiras las piernas mientras echo un vistazo? Y mantente fuera de la carretera.
Él sujetó al harapiento conejo Cooky entre sus dientes por una oreja y se subió sobre una cesta de lavandería llena con ropas de segunda mano y algunas toallas viejas. Tenía las piernas delgadas y pálidas con las rodillas huesudas y una marca de nacimiento en la nuca.
¿Nos vamos a morir? ¿Cuántas veces le había hecho esa pregunta últimamente? Nunca había sido un niño sociable, pero estos últimos meses lo habían vuelto todavía peor, más introvertido y maduro para la edad que tenía.
Sospechaba que tenía hambre. Desde la última comida completa que le había dado habían pasado cuatro horas: Una naranja pasada, un tetrabrick de leche y un sándwich de mermelada que habían comido en una mesa al lado de la carretera cerca de Winston, Salem. ¿Qué clase de padre era que no podía alimentar mejor a su hijo?
Una que sólo tenía nueve dólares y algo de cambio en su cartera. Nueve dólares y algo de cambio era todo lo que los separaba del fin del mundo.
Se miró momentáneamente en el espejo retrovisor y recordó que una vez lo habían considerado bonito. Ahora parecía que la tensión que deformaba su boca y las arrugas que se extendían desde las comisuras de sus ojos verdes se comían su cara.
La puerta del Impala chirrió como protesta cuando la abrió y al salir sobre el asfalto de la carretera, sintió el calor que subía por las plantas de sus pies atravesando la delgada suela de sus gastadas sandalias blancas. Una de las tiras estaba rota. La había arreglado lo mejor que había podido, cosiéndola, pero como resultado había dejado una rozadura que le dejaba el dedo gordo en carne viva. Era una pequeña molestia comparada con el dolor aún mayor de tratar de sobrevivir.
Pasó una camioneta pero no se paró. Miró a Sunghoon. Estaba de pie al lado de los arbustos con Cooky bajo el brazo e inclinando la cabeza hacia atrás para mirar el letrero amarillo y púrpura de estrellas que colocado encima de él parecía una explosión de fuegos artificiales. Escritas con bombillas estaban las palabras Orgullo de Carolina.
Con un sentimiento de fatalidad, levantó el capó y se apartó cuando una bocanada de humo negro subió desde el motor. Un mecánico de Norfolk le había advertido que iba a estallar el motor, por lo que supo que esto no era algo que pudiera arreglarse con cinta aislante o un trozo de chatarra.
Inclinó la cabeza. No era sólo que hubiera perdido el coche, sino que también había perdido su casa, por lo que Sunghoon y él llevaban casi una semana viviendo en el Impala. Le había dicho a Sunghoon que tenían la suerte de poder llevar su casa con ellos, como las tortugas.
Se sentó sobre los talones y trató de aceptar la última de una larga serie de calamidades que la habían llevado de regreso a ese pueblo donde había jurado que jamás volvería.
—Fuera de aquí, chico.
El sonido amenazador de una profunda voz masculina atravesó su sufrimiento. Se levantó tan rápido que sintió un mareo y se tuvo que sujetar en el capó del coche para no caer. Cuando se le despejó la cabeza, vio a su hijo paralizado delante de un desconocido con vaqueros, una vieja camiseta azul y gafas de sol reflectantes. Se le metió grava en las sandalias mientras rodeaba el coche hacia la parte de atrás. Sunghoon estaba demasiado asustado para moverse. El hombre lo cogió.
Una vez, él había tenido una lengua dulce y gentil, la de un chico con alma de poeta que vivía en el país de los sueños, pero la vida lo había endurecido y su temperamento se inflamó.
—¡No te atrevas a tocarle, hijo de puta!
El brazo cayó lentamente a un lado.
—¿Es tu hijo?
—Sí. Y aléjate de él.
—Estaba meando en mis arbustos. —La voz ruda y lacónica del hombre tenía un acento arrastrado, pero distinto del de Carolina y no tenía ni el menor atisbo de emoción—. Sácalo de aquí.
Seokjin se fijó por primera vez en que los vaqueros de Sunghoon estaban desabrochados, haciendo que su niñito, ya vulnerable, pareciera todavía más indefenso mientras miraba fijamente al hombre que se cernía sobre él.
El desconocido era alto y delgado, con pelo oscuro y boca amargada. Su rostro era largo y estrecho y aunque supuso que se podía decir que era bien parecido, el gesto cruel y los pómulos afilados hacían que no se notara. Sintió una momentánea gratitud por que llevara gafas de sol reflectantes. Estaba seguro de que no querría mirarle a los ojos.
Agarró a Seunghoon y lo estrechó contra su cuerpo. Dolorosas experiencias lo habían enseñado a no dejar que nadie lo tratara mal y le contestó con sarcasmo.
—¿Son esos tus arbustos personales para mear? ¿Es ese el problema? ¿Quieres usarlos tú?
Sus labios apenas se movieron.
—Ésta es mi propiedad. Largo.
—Me encantaría, pero mi coche tiene ideas propias.
El dueño del autocine miró sin interés el cadáver del Impala.
—Hay un teléfono en la taquilla y también está apuntado el número del taller de Dealy. Mientras esperan la grúa manteneros fuera de mi propiedad.
Se giró y se marchó. Sólo cuando había desaparecido detrás de los árboles que rodeaban la base de la pantalla de cine gigante soltó a su hijo.
—Está bien, cariño. No le hagas caso. No has hecho nada malo.
La cara de Sunghoon estaba pálida. Le temblaba el labio inferior.
—Papi, me asustó.
Le peinó con los dedos el pelo claro y alisó un mechón que tenía de punta, apartándole el flequillo de la frente.
—Sé que te asustó, pero sólo es un gilipollas y yo estaba aquí para defenderte.
—Dijiste que no se podía decir gilipollas.
—Hay circunstancias atenuantes.
—¿Qué significa circunstancias atenuantes?
—Significa que él realmente es un gilipollas.
—Ah.
Seokjin miró la pequeña taquilla de madera que contenía el teléfono. La taquilla había sido pintada recientemente en colores mostaza y púrpura, los mismos colores vivos del letrero, pero no se acercó a ella. No tenía dinero ni para la grúa ni para la reparación y sus tarjetas de crédito habían sido anuladas hacía mucho tiempo. Intentando evitarle a Seunghoon otro enfrentamiento con el desagradable dueño del autocine, lo llevó hacia la carretera.
—Tengo las piernas entumecidas después de un viaje tan largo en el coche y me gustaría andar un poco. ¿Qué te parece?
—De acuerdo.
Él arrastró sus zapatillas de lona por el polvo del camino y Seokjin supo que todavía tenía miedo. Hizo aumentar su resentimiento contra el gilipollas. ¿Qué clase de imbécil actuaba así delante de un niño?
A través de la ventanilla abierta del coche, cogió de una tina de plástico azul, las últimas naranjas que había comprado a bajo precio. Luego se dirigió con su hijo, atravesando la carretera, a una pequeña arboleda; otra vez se maldijo por no haber cedido a Clyde Rorsch, que había sido su jefe hasta seis días antes. En vez de ceder ante él, lo había golpeado en la cabeza para que no lo violara y agarrando a Sunghoon había huido de Richmond para siempre.
Ahora deseaba haberse rendido. Si se hubiera permitido mantener relaciones sexuales, Sunghoon y él estarían viviendo en una habitación exenta de alquiler en el motel de Rorsch donde había estado trabajando de camarero.
Sabía que otros secundarios en su situación habrían solicitado ayuda estatal, pero esa no era una opción para él. La había pedido dos años antes, cuando Sunghoon y él vivían en Baltimore. Allí, una trabajadora social lo había dejado estupefacto al cuestionar su capacidad para cuidar de Sunghoon. La mujer había mencionado la posibilidad de dejar a Sunghoon en una casa de acogida mientras él salía adelante. A lo mejor sus palabras habían sido bienintencionadas, pero habían aterrorizado a Seokjin. Hasta ese momento, nunca había pensado que alguien le pudiera tratar de quitar a Sunghoon. Había huido de Baltimore el mismo día y se había prometido solemnemente no acercarse nunca más a una oficina del gobierno pidiendo ayuda.
Desde entonces había tenido varios trabajos mal pagados al mismo tiempo, ganando lo suficiente para conservar un techo bajo sus cabezas, pero sin que llegara para que pudiera intentar aprender algo que mejorara sus expectativas de trabajo. Luchar por mantener decentemente a su hijo devoraba sus escasos ingresos y lo mataba de preocupación.
Tranquilizó a Sunghoon mientras se acercaban a un árbol, sacó el tapón de la cantimplora y se la dio. Mientras pelaba la naranja, ya no pudo ignorar el impulso de levantar los ojos hacia las montañas.
Salvation esta de pie- Cinco años antes había sido la sede central de G. Dwayne Snopes, uno de los telepredicadores más ricos y famosos del país. Seokjin apartó los desagradables recuerdos y le dio a Sungjoon los gajos de la naranja. Él saboreó cada uno de ellos como si fuera un caramelo, en vez de un trozo duro y seco de una fruta que debería estar en la basura.
Cuando terminó rápidamente el último, paseó los ojos sobre el toldo del autocine.
PROXIMAMENTE GRAN REAPERTURA
SE OFRECE TRABAJO
Al instante se irguió sobresaltada. ¿Por qué no lo había advertido antes? ¡Un trabajo! Quizá la suerte iba finalmente a ponerse de su lado.
Se negó a pensar en el hosco dueño del autocine. Poder elegir era un lujo que no se había permitido desde hacía años. Con los ojos aún en el letrero, palmeó la rodilla de Sunghoon. Hacía calor.
—Cariño, necesito hablar con ese hombre otra vez.
—No quiero que lo hagas.
Seokjin bajó la mirada a su carita preocupada.
—No es más que un imbécil. No me da miedo. Le puedo dar una paliza con una mano atada en la espalda.
—No vayas.
—Tengo que hacerlo, ratoncito. Necesito un trabajo.
Él no discutió más y consideró qué hacer con él mientras iba a buscar al gilipollas. Sunghon no era el tipo de niño que andaba sólo por el campo y por un instante contempló dejarle en el coche, pero estaba aparcado demasiado cerca de la carretera. Tendría que llevarlo con él.
Dirigiéndole una sonrisa reconfortante, tiró de él para ponerlo de pie. Mientras volvían a cruzar la carretera ni siquiera se tomó la molestia de rezar para pedir la intervención divina. Seokjin ya no rezaba. Su fe había sido aplastada por G. Dwayne Snopes y ahora no le quedaba ni una pizca.
La tira que había arreglado de la sandalia presionaba su dedo gordo mientras conducía a Sunghoon por el sendero hacia la taquilla. Divisó un área de juegos infantiles bajo la pantalla. Tenía el arenero vacío y al lado media docena de delfines de fibra de vidrio montados sobre muelles. Adivinó que originalmente habían sido azules, pero los años los habían decolorado. Unos balancines oxidados, unos columpios, un tiovivo roto y una tortuga de hormigón completaban el patético conjunto.
—Vete a jugar a esa tortuga mientras hablo con ese hombre, Sunghoon. No tardaré.
Sus ojos le suplicaron silenciosamente que no lo dejara solo. Seokjin sonrió y señaló el área de juegos. Otros niños podrían haber tenido una rabieta al percatarse de que no iban a tener lo que quisieran, pero la vida de su hijo no había sido como la de cualquier niño normal. Él se mordió el labio inferior y bajó la cabeza con las entrañas desgarradas en miles de pedazos. No podía dejar que se alejara de él.
—No importa. Puedes venir conmigo y sentarte en la puerta.
Sus pequeños dedos agarraron firmemente los suyos mientras se acercaban al edificio de hormigón. Soltó la mano de Sunghoon en la puerta y se agachó para que él pudiera oírla por encima de las perniciosas guitarras y los retumbantes tambores.
—Quédate aquí, calabacín.
Él se agarró a su pantalón. Con una sonrisa tranquilizadora, soltó suavemente sus dedos y subió los escalones del edificio de hormigón.
La zona de la cafetería y sus anexos eran nuevos, aunque las paredes de hormigón sucias desde hacía décadas todavía tenían un surtido de viejos folletos y pósters. El dueño del autocine estaba sobre una escalera fijando un fluorescente al
techo. Le daba la espalda, lo que le permitió observar por un momento el último escollo que había en el camino de su supervivencia.
Seokjin se dirigió a la radio y bajó el volumen de la música. Alguien con menos control podría haber dejado caer el destornillador o protestado con sorpresa, pero ese hombre no hizo nada. Simplemente giró la cabeza y lo miró.
—¿Qué quieres?
Se quedó pasmado por el sonido de esa voz lacónica y dura, pero forzó sus labios en una sonrisa despreocupada.
—Encantado de conocerlo, también. Soy Min Seokjin. El chico de cinco años que asustaste es mi hijo Sunghoon y el conejo que lleva se llama Cooky. No preguntes.
Si había esperado hacerlo sonreír, fracasó miserablemente. Resultaba difícil imaginar que esa boca dibujara una sonrisa.
—Pensaba que te había dicho que te mantuvieras fuera de mi propiedad.
Todo él lo irritaba, algo que intentó ocultar detrás de una expresión inocente.
—¿Lo hiciste? Supongo que lo olvidé.
—Mira, señor...
—Seokjin. O Señor Min, si quieres formalidad. Como sea, este es un día afortunado para ti, tengo una naturaleza compasiva y voy a pasar por alto tu síndrome preandropaucia masculino. ¿Por dónde empiezo?
—¿De qué hablas?
—Del letrero que hay bajo el toldo. Acepto el trabajo. Personalmente, creo que deberíamos limpiar la zona de los coches de inmediato. ¿Sabes en qué líos legales te puedes meter si un coche se avería allí?
—No te voy a contratar.
—Por supuesto que lo harás.
—¿Por qué? —preguntó sin ningún interés particular.
—Porque tú eres, obviamente, un hombre inteligente, a pesar de tus hoscos modales y cualquier persona inteligente puede ver que soy el mejor.
—Lo que veo es que necesito un hombre. Un hombre varón.
Seokjin sonrió.
—No se puede tener todo.
No pareció divertido, ni molesto por su frivolidad. Simplemente no mostraba ningún tipo de emoción.
—Sólo voy a contratar un varón.
—Voy a fingir que no he oído eso, la discriminación sexual es ilegal en este país.
—Demándame.
Otra persona podría haberse rendido, pero Seokjin tenía menos de diez dólares en su cartera, un niño hambriento y un coche que no andaba.
—Estás cometiendo un grave error. Una oportunidad así no surge todos los días.
—No sé cómo decírtelo más claro. No voy a contratarte. —Colocó el destornillador en el mostrador, luego metió la mano en el bolsillo trasero y cogió su cartera que tenía la forma de su nalga.
—Tengo veinte. Cógelos y vete.
Necesitaba los veinte dólares, pero necesitaba más un trabajo y negó con la cabeza.
—No quiero tu caridad, Rockefeller. Quiero un trabajo estable.
—Búscalo en otro sitio. Lo que tengo es un duro trabajo manual. Hay que hacer un montón de cosas, hay que pintar las paredes, reparar el techo. Se necesita un hombre varón para ese tipo de trabajo.
—Soy más fuerte de lo que parezco y trabajaré más duro que cualquier varón que puedas encontrar. Además, sigo siendo hombre apesar de ser un doncel, también puedo proporcionarte asesoramiento psiquiátrico para ese desorden de personalidad tan problemático que tienes.
En el momento que dijo las palabras, deseó haberse mordido la lengua porque su expresión se volvió todavía más vacía. Apenas movió los labios pero Seokjin especuló que sus ojos sin expresión mostraban un profundo rencor contra la vida.
—¿Te han dicho alguna vez que por la boca muere el pez?
—Venía con mi cerebro.
—¿Papi?
El dueño del autocine se puso rígido. Seokjin vio a Sunghoon apoyado contra el marco de la puerta con Cooky colgando de su mano y líneas de preocupación pintada en su cara. No apartó los ojos del hombre mientras habló.
—Papi, quería preguntarte algo.
Seokjin se acercó a su lado.
—¿Qué sucede?
Él bajó la voz todo lo que podía hacerlo un niño, con lo cual supuso que el desconocido lo podía oír claramente.
—¿Estás seguro que no nos vamos a morir?
Se le contrajo el corazón.
—Estoy seguro.
La estupidez de haber vuelto allí, en esa búsqueda sin sentido, lo volvió a invadir. ¿Cómo iba a soportarlo hasta encontrar lo que estaba buscando? Ninguna persona que lo conociera le daría un trabajo.
El sujeto se acercó al viejo teléfono negro de la pared.
—Dealy, soy Jeon Yoongi. A un doncel se le averió el coche justo aquí delante y necesita una grúa.
Se percató de dos cosas a la vez: la primera era que no quería una grúa y la otra el nombre del sujeto. Jeon Yoongi. ¿Qué hacía un miembro de la familia más prominente de Salvation trabajando en un autocine?
Según recordaba, eran tres los hermanos Jeon, pero sólo el más joven, el reverendo Jeon Soobin, había vivido a la vez que él en Salvation. Jungkook, el hermano mayor era jugador de fútbol profesional. Pero sabía que había ido por allí con frecuencia. Nunca lo había conocido aunque sabía cómo era por las fotos. Su padre el doctor Jeon Kangjoon era el médico más respetado del condado y su padre doncel, Seonho, el líder social. Apretó los dedos sobre los hombros de Sunghoon al recordar que había vuelto a la tierra de sus enemigos.
—... después me pasas la factura. Y Dealy, lleva al doncel y a su hijo con Soobin. Dile que les encuentre un lugar para pasar la noche.
Después de algunas escuetas palabras más, colgó el teléfono y volvió su atención a Seokjin.
—Espera en el coche. Dealy mandará a alguien tan pronto como vuelva la grúa al taller.
Yoongi se acercó a la puerta y lo sujetó con la mano, invitándolos a irse con toda claridad. Seokjin lo odio, no había pedido limosna. Todo lo que quería era trabajar. Y su intención de que remolcaran su coche amenazaba algo más que su transporte. El Impala era su casa.
Tomo el refrigerio que le tendió muy a su pesar, pero Sunghoon valía más que su orgullo.
—Gracias por el almuerzo, Jeon. —Salió con todo sin dirigirle siquiera otra mirada.
Sunghoom se apresuró a su lado mientras recorrían el camino de grava lleno de baches. Le sujetó la mano mientras cruzaban la carretera. Cuando se sentaron otra vez bajo el mismo árbol, luchó contra la desesperación. No iba a rendirse.
Apenas había decidido eso cuando un vehículo negro y polvoriento con Jeon Yoongi al volante salió por la entrada del autocine. La grúa llegó antes de que terminara y conducida por un adolescente regordete. Dejó a Sunghoon bajo el árbol y cruzó la carretera para saludarle con falsa alegría.
—Como ves, no necesito una grúa. Solo que me ayudes a darle un empujón. Yoongi quiere que aparque el coche detrás de esos arbustos.
Señaló una arboleda lejos de dónde estaba Sunghoon. El adolescente dudaba con toda claridad, pero tampoco se rompió la cabeza y no costó convencerlo de que lo ayudara. Cuando se fue, el Impala estaba escondido.
Por ahora, era lo máximo que podía hacer. Necesitaba el Impala para dormir y no lo podría usar si lo llevaban a un taller.
Volvió con Yoongi y lo puso de pie.
—Toma la bolsa de patatas, socio. Volvemos al autocine. Tengo que trabajar.
—¿Te dio el trabajo?
—Bueno, voy a hacer una prueba. —Lo condujo hacia la carretera.
—¿Qué significa prueba?
—Es mostrar lo que puedo hacer. Y mientras trabajo, puedes terminarte el almuerzo en los columpios.
—Come conmigo.
—Ahora no tengo hambre. —Era casi cierto. Había pasado tanto tiempo desde que había comido decentemente que ya no sentía el hambre.
Mientras miraba a Sunghoon que jugaba en la tortuga de hormigón, estudió lo que lo rodeaba e intentó ver que tarea que no requiriera herramientas especiales dejaría más huella. Sacar los rastrojos le pareció la mejor opción. Decidió empezar por el centro, donde sus esfuerzos serían más visibles.
Según trascurría la tarde y aumentaba el calor, se sintió progresivamente peor, pero el mareo no hizo que trabajara más despacio. Llevó otra carga al contenedor, luego regresó a su tarea.
Seokjin se dio cuenta de que Sunghoon había empezado a sacar rastrojos a su lado, y otra vez, se maldijo a sí mismo por no haber cedido ante Clyde Rorsch. Levantó la cabeza y los puntos plateados se movieron más rápido. Necesitaba sentarse y descansar, pero no hubo tiempo.
Diez minutos más tarde, cuando Yoongi regresó al autocine, se encontró al niño arrodillado sobre el terreno, custodiando el cuerpo inmóvil de su padre.
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