alain_haider Alain Haider

Un hombre de familia se verá lleno de inquietud al descubrir que su hija es visitada durante la noche por una presencia que aparece cada vez que toca la melodía de su cajita de música.


Ужасы Всех возростов.

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Parte I: La Hora de Las Hadas.


Durante el tiempo que viví con mi mujer y mi hija en aquella casa de las afueras, siempre pensé que las cosas terribles de las que hablaban los noticiarios solo podían sucederle a otros, a ese “alguien más.”
Uno siempre tiende a pensar que cosas tales como el terrorismo, los robos, los asesinatos, los secuestros, etcétera, suceden en algún terrible y caótico lugar que afortunadamente está muy lejos, demasiado lejos como para representar una verdadera preocupación para nosotros, que estamos aquí.
Entonces algo ocurre y conseguimos darnos cuenta de lo expuestos que estamos en realidad. Uno escucha hablar sobre el bombardero suicida que se inmola en una tormenta de humo y fuego en alguna calle de una urbe del medio oriente llevándose a decenas de civiles, pero dicho lugar tiene un nombre lo suficientemente difícil de pronunciar, lo suficientemente ignoto como para que uno se crea bajo la salvedad de la distancia.
Uno oye sobre ese respetado miembro de la comunidad, aficionado en secreto al secuestro, violación y asesinato de hombres jóvenes y piensa “Oh, pero eso fue en otra ciudad, muy lejos de aquí ¿Verdad?” Y se siente a salvo del coco, del hombre de la bolsa, de los rostros drenados de humanidad, cubiertos de base blanca y colorete rojo.
Allí es cuando eso ocurre y resuena dentro de uno, claro y fuerte, como el tañer de una campana y de repente, estamos desnudos ante la negrura.

Hacía un año que nos habíamos mudado, la nueva casa siempre había representado para nosotros un ideal de esperanza, de nuevos comienzos y desde que por fin pudimos permitírnosla hasta entonces así había sido.
El preludio a las cosas que voy a contar, lo veo ahora con la claridad de un sueño. En algún momento la burbuja en la que vivíamos reventó y todo lo que sucedió previamente al estallido se siente borroso, como parte de otra realidad de la que fuimos protagonistas y que comenzó a morir aquella noche de marzo.
Eran más de las diez y le estaba leyendo a mi hija un cuento sobre las hadas, no había cosa en el mundo que amara más que esos seres. Tenía libros y libros sobre ellas, tenía muñecas, tenía un móvil con pequeñas hadas de cristal que giraban sobre su cama. Ya entienden la idea.
Por aquel entonces, ella acababa de cumplir los seis años y estaba saliendo de una racha de malas noches. Solía despertar por la madrugada llorando a los gritos y como padre no hay nada que uno odie más que oír llorar a su hijo y no poder hacer nada al respecto.
Afortunadamente, en este caso sí había algo; cada noche le leía un cuento de hadas, o dos, o tres o los que hicieran falta y su sueño transcurría sin incidentes.
Los monstruos del armario y de debajo de la cama se cruzaban de brazos, frustrados porque no había nada que pudieran hacer contra ellas.
Aquella madrugada, varias horas después de que mi hija estuviese dormida, me desperté de un mal sueño con la boca seca, el reloj en la mesita de noche junto a mi cabeza marcaba las 3:16 en delgados números rojos.
Hallé mi camino a la cocina en la oscuridad, el pasillo estaba hechizado por una penumbra azulada en la que apenas distinguía lo que había delante de mis ojos. Durante el día uno no piensa o más bien no tiene tiempo de pensar en lo desconocido y extraño que se vuelve el mundo al caer el sol.
Entonces lo oí, una risita eufórica que me tomó por sorpresa, pero enseguida la reconocí, era mi hija. Luego, oigo un susurro.
Me aproximo silenciosamente hasta su cuarto, por debajo de la puerta se escapaba la luz amarilla de su lámpara de noche y puedo oír la melodía de una caja de música que le compramos en una feria el año pasado.
––¿Mary?
Oigo pequeños pasos apresurados, la cajita de música se cierra de golpe, el silencio es todo lo que queda, oigo un “clic” plástico y el resplandor amarillo muere en la alfombra bajo la puerta.
Pongo la mano en la superficie blanca, fría y la empujo.
––Mary ––repito, el tono de mi voz carga algo que no logro identificar.
Ella está acostada y pretende dormir, se arropó a sí misma con tal rapidez que no se da cuenta que sus pies sobresalen por fuera de la manta, la cual está arrugada en un bulto púrpura sobre su cabeza.
Mis dedos alcanzan el interruptor y un resplandor llena el cuarto. Encender instantáneamente la luz de toda habitación a la que acabo de entrar, es un reflejo muy marcado que me ha quedado de la infancia, nunca fui amigo de los lugares oscuros.
––Se que estás despierta.
Ella duda unos instantes antes de descubrirse el rostro.
––¿Estás enojado?
––No, no pequeña, yo tampoco podía dormir.
El tono de mi voz le da la seguridad suficiente para sentarse sobre la cama y mirarme como si me interrogara “¿Qué haces aquí?” dicen esos ojos azules.
––Escuché tu cajita de música y te oí reír ––respondo al interrogante imaginario.
Ella evade mis ojos como hacen los niños cuando ocultan un secreto.
––Estaba hablando con mi amigo ––confiesa.
Me sonrío, ya entiendo de lo que se trata, yo a esa edad tenía muchos amigos imaginarios también y miro con nostalgia hacia mi infancia marchita y luego hacia mi hija, en la plenitud de la suya.
––¿Quién es tu amigo, Mary?
Ella se coloca el índice frente a los labios y sisea.
––No puedo decirte, si te lo digo no volverá.
––Puedes decirme lo que sea, ya lo sabes cariño.
Ella duda y su mirada consulta sus sábanas revueltas por una segunda opinión.
––Bien, pero no puedes contarle a nadie más.
Me coloco la mano sobre el corazón.
––Promesa.
Ella señala la ventana de su cuarto, afuera se agitan los vientos nocturnos y el roble del jardín se mece, fragmentando entre sus ramas la medialuna blanca ante la cual viajan nubes grises.
––Su nombre es Rory, es amigo de las hadas ––comenta con entusiasmo.
Mi sonrisa la enoja. La noche anterior le estaba leyendo la historia de Peter Pan y Mary ha decidido que quiere vivirla en primera persona.
––¡Es verdad! ––insiste.
––Te creo, te creo. Yo también tuve amigos como Rory.
––¿Y dónde están?
¿Qué decirle a una niña? Yo mismo no podía recordar el momento en que mis amigos imaginarios habían dicho adiós. Supongo que de un día para el otro dejaron de visitarme, o yo dejé de visitarlos a ellos.
––Ellos… hicieron sus vidas y yo hice la mía ––sonrío, pero mi explicación no le basta.
––¿Por qué?
––Porque ya no necesitaba que me cuidaran y siempre hay otros niños en el mundo que necesitan un amigo.
––Ah… Rory dijo que me mostraría a las hadas un día ¿Crees que lo haga?
––Yo creo que sí. ¿Crees en las hadas?
––¡Sí creo! ––replica ella con una convicción casi religiosa.
––Entonces yo diría que sí.
Aquello la contenta, vuelvo a arroparla y tomo el sempiterno lugar que he de ocupar toda su infancia durante las noches, una silla de madera junto a su mesita de noche que es también una pequeña biblioteca. Ese es mi “puesto”, mi lugar de honor.
Rápidamente se queda dormida a la mitad de un cuento y procuro dejar la tenue luz de su lámpara encendida, a pesar de saber que ella no la necesita.
Algo me llama la atención, siento un hormigueo interno, como una pequeña ola subversiva en un mar tan quieto que parece congelado.
Me dejo llevar por aquella ola inquieta y me arrastra hasta la ventana que da al jardín, la abro lentamente y asomo la cabeza al frescor de la noche. Oigo grillos, carros en la lejanía, árboles que se susurran entre sí en el idioma del viento. Por supuesto que no hay nada más allí, pero la ola continúa intranquila, no se da por vencida hasta que tomo una gran inspiración y cierro la ventana.
Siempre me había gustado salir en la noche al jardín, tomar una gran bocanada de aire y volver. Era mi ritual, mi comunión con ese dios que solo vive en la noche y que me proporcionaba paz.

Durante los días siguientes, el ritual se repite, no aquél, sino uno nuevo. Por algún motivo mis sueños se han vuelto agitados, mi esposa no tiene problemas para dormir y ni siquiera la despiertan los giros que doy en el lecho, o cuando me doy por vencido a conciliar el sueño y me levanto para buscar algo con qué entretenerme.
Cada una de esas noches, se ejecuta la rutina. Al levantarme, voy hacia la cocina por un vaso de agua y veo la luz del cuarto de Mary encendida, oigo la melodía arrulladora de la caja de música y la oigo a ella, hablando en susurros. A veces camino con pies pesados o finjo un bostezo ruidoso para comprobar su reacción. Ya no corre a esconderse en la cama y a apagar la luz, solo interrumpe sus cuchicheos y espera hasta que me alejo. Me ha hecho partícipe de su mundo pero aún sigo siendo un adulto y los adultos formamos parte de otro muy diferente, el mundo del tic tac de los relojes que nos apresuran a los lugares donde tenemos que estar, el de las sonrisas grises, las corbatas, las entrevistas de trabajo, las facturas por pagar y las mentes sólidas, tierra yerma para las fantasías de una niña de seis años.
Quizás, su país de las maravillas me haya expendido una visa pero no me ha ofrecido asilo.
Entonces sigo de largo hasta la cocina, rogando porque esa magia de la infancia, la misma de Pan, Wendy y los Niños Perdidos que se enfrentaron con el Capitán Garfio, la misma de El Club de Los Perdedores que derrotaron a Pennywise, le dure a mi pequeña el máximo tiempo posible.
Mi esposa cree que es lindo, pero que también Mary necesita amigos de verdad. Sé que tiene razón.
Las clases empiezan, pero mis pesadillas y los hábitos noctámbulos de mi hija continúan como han acostumbrado. Ella llega somnolienta al colegio y yo a la oficina. Mi desempeño es impecable, desde que Mary nació me acostumbré a dormir poco pero funcionar bien. No obstante, no puedo decir lo mismo de ella, su maestra nos cita a ambos dos semanas después del comienzo de clases.
Mi mujer no puede presentarse por el trabajo, su jefe es de esas personas que harían al señor Scrooge parecer el Arcángel Miguel. Voy sabiendo que tendré que enfrentar en soledad su expresión de buitre inquisidor.
El salón de primer grado está vacío, oigo a los niños afuera siendo retirados por sus padres, Mary me espera en el despacho de la directora, cruzando el pasillo, mientras la señora Barre, me contempla desde atrás de esos cristales de lupa. Su expresión evaluativa siempre me hace sentir que he puesto los pies en una corte, el jurado invisible acomodado en los pequeños bancos del aula me contempla carente de cualquier tipo de empatía.
––Estoy preocupada por Mary –– comienza ella, en un tono que pretende ser dulce pero que ambos sabemos no lo es.––ha tenido problemas esta semana.
––Es solo el inicio de clases, dele tiempo a que se acostumbre, ella…
––¿Quién es Rory, señor Sullivan? ––odio como pronuncia mi nombre, sin embargo su avinagrado tono de voz pasa desapercibido esta vez, ha pronunciado otro nombre que suena una campana o dos en mi cabeza.
––Es el amigo de Mary.
Barre me contempla expectante, casi impaciente.
––El amigo imaginario de Mary ––agrego––.
––Ajá… bueno, eso explica un par de cosas…
––Por favor no le diga que hemos hablado de esto, me hizo prometer que no le diría a nadie, si se entera se sentirá engañada y no volverá a confiar en su padre.
––No se preocupe, ¿Piensa usted que soy una persona tan poco discreta? ––arquea una ceja finísima pero larga como una tenia y me observa por encima de sus lentes.
Odio sus preguntas retóricas también.
––Lo único que he conseguido que me dijera es que Rory la visita tarde por la noche, cuando oye la melodía de una caja musical que tiene.
––Si, lo sé, a veces no puedo dormir y me levanto de la cama por un vaso de agua, entonces al pasar por su cuarto veo la luz encendida y oigo la música.
––Ajá…––La maestra Barre abre un cajón de su escritorio y extrae una hoja de papel que me pone en frente.
Es un dibujo hecho por manos infantiles, en él hay un niño pequeño pintado de color amarillo, completamente amarillo, y lo rodea un aura del mismo color con dos puntos gordos que parecen luces flotando a su alrededor. Le está dando la mano a una niña rodeada por hadas de todos los colores que pueden hallarse en la caja de lápices de un infante. Reconozco por la forma en que están dibujadas que la autora es mi Mary.
––Hoy les pedí a todos que hicieran un dibujo de su mejor amigo, ella dibujó a este niño. Al entrar en detalles me aclaró que a veces “no es un niño.” que aparece como dos luces en su ventana. Le insistí un poco y me contó lo de la cajita musical, cuando llegamos a su nombre se le escapó, después se tapó la boca y no quiso hablarme más.
––Es amigo de las hadas ––digo sonriendo, pero ella no comparte el jolgorio, me pregunto si esa mujer habrá sabido sonreír alguna vez.––Mary piensa que un día Rory le presentará a las hadas, verá… ella tiene una especie de… obsesión, por así decirlo, con ellas.
––Tenía la sospecha, nunca faltan en sus dibujos, incluso cuando le pido que haga algo diferente, siempre se las arregla para hacerlas encajar. Es muy inteligente su hija, señor Sullivan.
––Gracias.
––Es por eso que me preocupa, se ha dormido todos los días durante mi clase, su desempeño se ha entorpecido, no es sano que una niña de su edad pase despierta toda la noche. Me gustaría que hablase con ella y que tratara de… cómo decirlo… “convencerla” –––dibujó dos comillas con sus largos dedos de uñas rojas–– de concertar unos horarios más normales para la visita de su amigo, quizás también ayudaría si usted se esforzase por conciliar el sueño de noche.
No pude evitar dejar escapar una risa sardónica, aquello la descolocó y pareció sacudir la esfera de omnipotencia dentro de la cual cree vivir.
––¿Insinúa que yo adrede voy y perturbo el sueño de mi hija?
––No, en lo absoluto señor Sullivan…––El tono de su voz no es el mismo de antes, su mano sube con timidez que imposta determinación y se mesa hacia atrás el arreglado cabello negro. Se aclara la garganta, preparándose para decir algo, pero yo hablo primero:
––Espero que no, no veo por qué diría usted algo así –– Una nueva sacudida a su burbuja, ni siquiera he puesto un tono de voz mínimamente intimidante, incluso le he brindado una de mis sonrisas de cortesía que despacho a diestro y siniestro, aquí y allá, como las tarjetas de presentación de un abogado, tengo miles de ellas, cada una más plástica e insípida que la anterior.
La observo satisfecho, la expresión de su rostro se ha desencajado ligeramente y parece luchar con la ventisca de angustia que he generado al agitar su globo de nieve. Para sus represores ojos negros que se refugian detrás de sus anteojos rectangulares y gruesos como escudos antidisturbios, mi sonrisa ha sido como un cóctel molotov que cayó del cielo.
––Discúlpeme si he dicho algo que ha sonado mal, no fue mi intención en lo absoluto… solo estaba pensando en el bien de su hija.
Mi madre decía que ser cortés es como regalar una rosa, hoy la señora Barre se ha pinchado con las espinas y decide que es suficiente.
Nuestra conversación no se prolonga más de diez minutos y aunque odio darle la razón, concedo en que los horarios de Mary no son normales, que encontraremos la mejor forma de solucionar ese asunto y ella vuelve a sentirse de nuevo en la piel de jueza y sabia mujer tribal, pero ahora sabe que fácilmente puedo hacer tambalear el suelo bajo sus pies que ella creía tan firme.
Ambos bandos disfrutan de sus triunfos, recogen a sus muertos y los generales se saludan cordialmente. Me sentí, sin exagerar, como se debe sentir Rosalynn Carter cada vez que recuerda su foto estrechando la mano de John Wayne Gacy.
––Que tenga un buen día, señora Barre.
––Lo mismo para usted, señor Sullivan ––procede entonces a entregarme el dibujo de Mary como quien libera un prisionero de guerra––. Tome. Le pregunté a ella si quería que lo pusiera en la pared junto con los demás, pero manifestó sus deseos de conservarlo.
––Muchas gracias.
Finalmente, me retiro del colegio junto con mi hija que dibuja niños dorados, me cuelgo su mochila al hombro y ella me cuenta de su día, es otra de nuestras pequeñas rutinas. Sin embargo hay algo distinto pero conocido, está allí agazapado cual tigre en la maleza, es la ola inquieta de la otra noche, la siento dentro de mí lanzarse como un kamikaze contra el malecón, retroceder, tomar envión y volver a estrellarse. ¿Qué es lo que está sucediendo?

Las siguientes noches tienen otro aroma, se sienten distintas, ya no está allí esa tranquilidad que antes me proporcionaba el mundo nocturno, ahora me pongo ansioso pensando en repetir el patrón de acostarme, despertarme de una pesadilla por la madrugada y no volver a dormir hasta que tenga que ducharme y vestirme para el trabajo, así que simplemente no duermo, no esta noche.
Pasé una hora en la cama con mi mujer, los ojos abiertos como los de un búho y cuando escuché que su respiración se volvía regular, apaciguada, me levanté y la arropé con la manta.
Me debato pensando en mis pesadillas mientras me encamino a la sala de estar para ver la televisión. Siempre se repiten, como se repetían mis noches hasta aquella. Siempre me sueño a mí mismo huyendo, corriendo y corriendo y siento el frío del cemento bajo los pies porque solo voy en medias, corro en una oscuridad que ha engullido cuanto puedo ver, a veces puedo distinguir algo pero no son nada más que orbes luminosos en la lejanía, como cuando tomas una foto y el flash se refleja en una partícula de polvo formando una esfera brillante, eso es todo lo que distingo y solo oigo el sonido de mis propios jadeos hasta que me veo a mí mismo detenerme, agotado hasta el borde del desvanecimiento y me doy cuenta de que tengo el rostro bañado en sudor o bien en lágrimas, abro al boca para gritar y entonces… despierto. El corazón como un tambor ritualístico que late hasta en mi cuello endurecido como si mis músculos fueran de cemento.
He llegado a la conclusión de que las pesadillas se deben a algún viejo trauma, quizás mi antiguo miedo a la oscuridad que hasta el día de hoy me causa cierta inquietud, solo puedo formular hipótesis mientras camino hacia la sala.
Mary está dormida, o finge estarlo. La lámpara de su cuarto está apagada, no hay resplandor amarillento huyendo por debajo de la puerta, no hay música, aún no es la hora de las hadas.
La televisión se vuelve aburrida con rapidez, mi cabeza está en otro sitio a pesar de que estén pasando una de mis películas favoritas. Mis dedos aplastan los botones grises del control remoto con el desgano del gato cuya presa ya no le divierte.
La ola sigue rompiendo contra el malecón, el agua salada y oscura titubea, apenas se atreve a lamer las piedras empapándolas durante unos segundos y luego retrocede cobarde dejándoselas a la luna que enseguida las baña de plata. Pero la marea subirá tarde o temprano, hundiéndolas en las profundidades, reclamándolas como al corazón de Swinburne o a la vida de Storni. ¿Qué haré cuando el vaivén indeciso de las aguas oscuras se convierta en una marejada?
“Estoy preocupada por Mary...”
Escucho la voz de la vieja Barre, y de pronto veo su rostro ante mí, a mi alrededor se materializa un salón de clases, no el suyo, sino el de mi vieja escuela. Los bancos y sillas son de aluminio pero están pintados de color caoba y ubicados en tan perfecto orden que me resulta caótico.
No tardo en notar que Barre me mira desde arriba, como un buitre encaramado a una rama seca.
Me miro entonces las manos y me doy cuenta de que son pequeñas, diminutas, como las de un niño.
A mi alrededor flotan luces como cenizas ardientes, no tardo en darme cuenta que son pequeñas figuras femeninas, aladas.
Las hadas revolotean en torno a Barre, pero ella no las ve a pesar de que una pasa burlona frente a sus ojos pretendiendo nadar en el aire.
“Estoy preocupada por Mary…” Esas palabras se vuelven un eco, suenan lejanas como si llegaran a mí desde el otro lado de una cañería.
De pronto el sol comienza a ponerse con prisa, en cámara rápida. Las sombras en el salón se estiran, trepan por la pared y no tardan en extender allí su dominio cuando cae la noche, ahora las únicas luces del aula son las que despiden las hadas, son destellos nacarados que se mueven suspendidos por todo el lugar.
Barre no nota aquello, ni la oscuridad que reina entre nosotros.
De repente, todas las hadas detienen su vuelo y se paralizan en seco. Al unísono lanzan un grito de mandrágora ensordecedor, es el sonido más desgarrador que he oído, en un tono tan alto que lastima pero lo que más duele es lo que transmite.
Una a una se cubren de llamas, ahora su resplandor de ámbar es más intenso, arden y se precipitan en una pequeña lluvia de cenizas, los gritos se van apagando por turnos al igual que sus luces y de pronto, no queda más que oscuridad.
Abro los ojos y lo primero que veo es el televisor que proyecta la imagen resplandeciente de una ventisca gris, estoy empapado en sudor.
Me tomo el tiempo de moderar la respiración repantigado sobre el sofá, y cuando por fin dejo de oír los pálpitos violentos de mi corazón, consigo escuchar algo más.
La caja de música está tocando su melodía, llega hasta mí por el pasillo y me acaricia la nunca con un escalofrío.
Es la hora de las hadas.

10 февраля 2018 г. 4:40 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Alain Haider Soy un escritor argentino en proceso, actualmente trabajando en el primer libro de mi saga de fantasía épica que lleva varios años en desarrollo. Escribo horror de vez en cuando, me gusta la cerveza, el vodka y las pelis de Tarantino, estudio ocultismo.

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