La policía acudió al domicilio del señor Wertmüller, un alemán de noventa y dos años residente en España desde los ochenta, alertados por una llamada de una vecina. La señora había llamado al 112 después de percibir un extraño olor que venía de la casa donde el anciano vivía solo. Cuando los agentes entraron en el apartamento, se encontraron con un escenario dantesco. El hombre yacía en el suelo sobre un pequeño charco de su propia sangre que le salía de la boca. En un primer vistazo, parecía que le habían arrancado los dientes con una pinza que encontraron cerca del cuerpo, junto a cinco muelas de oro. Su cuello, sus orejas y sus dedos estaban grotescamente repletos de joyas. Collares, pendientes y anillos antiguos y de materiales muy preciados. A parte de la presencia de objetos de valor en la escena del crimen, a los investigadores le extrañó bastante la brutalidad del asesinato, teniendo en cuenta la edad del anciano y su incapacidad para defenderse. Pero, sin embargo, lo entendieron todo cuando encontraron reliquias nazis en la habitación del anciano y cuando los forenses les informaron que el asesino había incidido una esvástica en la muñeca de la víctima.
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