Короткий рассказ
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La llegada de Grembeld

Érase una vez, una pequeña aldea, donde el sol salía por el este, como un enorme ojo dorado, y se ponía por el oeste, como el ojo somnoliento de un gigante adormecido. Brillaba por la mañana sobre verdes y ondulantes llanuras y aún más verdes y umbríos valles y por la tarde sus luces melancólicas tornaban rojizas las grandes montañas de poniente, donde ninguno de los habitantes de Ninht había posado jamás los pies. La aldea, aunque era muy pequeña, tenía un poco de cada cosa. A saber, algunas cabras, y cerdos también, algunas casas de madera y una herrería, vacas y gallinas y personas que trajinaban por sus calles y dentro de las casas un día tras otro. Sin embargo, allí los días transcurrían tan tranquilamente que a veces los cerdos, las gallinas, las vacas e incluso las personas, se olvidaban de que pasaba el tiempo. Veían crecer verde trigo y, luego, como se teñía poco a poco de dorado y, aun no se habían dado cuenta, cuando ya se estaban comiendo enormes hogazas de pan humeante y blanco. Llegaba el otoño con su corona de hojas secas y, después, pasaba el invierno con su fría capa de nieve volteando tras él y una mañana, mirando a través de las ventanas y de los cristales empañados por el calor de las chimeneas, veían en los campos florecer la primera rosa y sabían que ya había llegado la primavera.

Ni que decir tiene que todos estaban muy satisfechos de la vida que llevaban en Ninht. Había ancianos de cabellos blancos que contaban siempre hermosos cuentos de hadas y elfos al calor de la lumbre (entre otras muchas cosas, porque no tenían nada más interesante que contar, ya que en aquella aldea apenas pasaba nada) y aldeanos de ojos severos que cada mañana se levantaban con el sol para arar sus pequeños campos, que formaban un mosaico de vivos colores al atardecer. Pero también había hermosas muchachas y niños traviesos que gozaban destrozando sus ropas, revolcándose por el barro y entre las piedras como en todas partes, y madres que les gritaban desde las ventanas, cuando descubrían, con todo el dolor de su corazón, que sus hijos estaban jugando en el lodazal con los cerdos.

En fin, uno podía quedarse a vivir en Ninht para siempre sin preguntarse nunca que había más allá de las montañas y de los confines del horizonte, pues estaban seguros de que lo único bueno que les podía llegar de tan lejos era la salida del sol cada día y las nubes de lluvia en verano y, evidentemente, no era un lugar de grandes viajeros, ni siquiera de pequeños viajeros.

Sin embargo, había algo que los aldeanos de Ninht no sabían. En las lejanas montañas, bajo sus picos siempre cubiertos de blancos capuchones, de sus rocas grises y escarpadas laderas y más allá de los frondosos bosques que se extendían a sus pies, se abrían las grandes salas del reino de Afglin, con las luces mágicas que ardían en los cuernos de plata centelleando sobre sus paredes recubiertas de oro y de piedras preciosas. No alcanzaban a oír las músicas encantadas que resonaban en las profundas grutas ni las risas etéreas de sus alados danzarines, pero los violines, las flautas y los címbalos, con sus alegres sones, hacían cosquillas en la planta de los pies de las montañas y, a veces, las montañas se reían con grandes carcajadas, que desencadenaban terribles aludes de nieve en invierno y de rocas en verano.

Aun así, los aldeanos no llegaban a sospechar siquiera que había seres mágicos en las cercanías y, en cuanto a los habitantes de las montañas, tampoco sentían demasiada curiosidad por los humanos, a quienes consideraban sumamente aburridos. De forma que cada uno seguía su camino en su apacible ignorancia, aunque eso estaba a punto de cambiar un poco.

Resulta que el monarca de aquel reino tenía una hija hermosísima llamada Dannaar, a la que quería mas que a su propia sombra (habeis de saber que, entre aquellos seres mágicos, la sombra era uno de los dones más preciados, pues podían hablar, discutir e, incluso, bailar con ella). Muchos eran los que se hallaban rendidos a los pies de su trono de malaquita con suspiros lánguidos y miradas atontadas, pero nunca Dannaar les había entregado sino tenues sonrisas y el aleteo perfumado de sus largas pestañas.

De entre toda esta multitud de admiradores, que vagaban por todo Afglin deshojando rosas de piedra y cantando melancólicas baladas de amor y muerte por los rincones, había un joven (si es que se le puede llamar así, pues ya tenía los trescientos cumplidos) que cantaba más triste y suspiraba más hondo que el resto (y eso era bastante difícil, la verdad). Quizá por ese meritorio esfuerzo y porque tenía una larga cabellera de oro y era muy apuesto, la última noche de verano, durante la Gran Celebración en la Sala de los Rubíes, Dannaar se levantó de su verde trono y accedió a bailar con él, con él solamente entre todos los demás.

Aquí hay que hacer notar que las ensoñadoras melodías de aquella danza se estropearon un poco con el rechinar de dientes de su padre, el rey, que, aún llegando de muy alto, desde su trono de gemas preciosas encaramado sobre siete grifos alados, consiguió desconcertar a buena parte de las notas de las gaitas.

He aquí a Grembeld, pues así se llamaba el apuesto joven, convertido de la noche a la mañana en el más dichoso y entontecido de todos los habitantes de Afglin. Se entregaba a sus quehaceres, que no eran más que beber, cantar y oler rosas, flotando en una nube y con sonrisa de niño. Sin embargo, el rey Soth no dejaba de mirarle aviesamente cada vez que Grembeld se cruzaba con su camino por los jardines y casi le salía humo de las orejas puntiagudas, pensando como iba a deshacerse de él. Para su disgusto, Grembeld se pasaba todo el tiempo pegado a las faldas de brocado de oro de Dannaar y la princesa parecía disfrutar de su compañía. (También es cierto que en Afglin no había mucha otra cosa que hacer, aparte de bailar, cantar, beber, celebrar banquetes y salir a cabalgar sobre blancos corceles y al cabo de trescientos años ya todo esto parecía un poco soso). Así que una noche el rey Soth llamó a Grembeld al pie de su trono de piedras preciosas y, vestido con su chaqué verde bordado de diamantes y con sus calzas de seda roja y calzando sus zapatos con hebillas de plata, se inclinó desde las alturas sobre el joven, tan imponente y con semblante tan severo, que Grembeld retrocedió un paso.

—Acabas de ser nombrado paje real. Ve a buscarme una montura, porque hace tiempo que no salgo a cabalgar de noche y estoy aburrido.

De inmediato, Grembeld corrió hacia las caballerizas y escogió el más veloz de los caballos blancos de Afglin y lo ensilló con la más hermosa de las sillas de montar, pero como él era solo un paje tuvo que conformarse con ir a pie, aunque bien es cierto que los pies de las gentes de aquel reino eran más rápidos que los mismos ciervos del bosque. Para sorpresa del joven, cuando el Rey Soth descendió de su trono a través de la delgada escalinata de cristal, apenas le llegaba a la cintura a su paje y, al darse cuenta, el rey le cogió aún más manía a Grembeld, mientras este le ayudaba a montar.

Siguiendo un estrechísimo sendero que se levantaba sobre insondables precipicios negros, atravesaron las grutas doradas y veteadas de esmeraldas de las montañas, hasta que una inmensa pared cuajada de diamantes de todos los colores les cortó el paso. Eran esas las gigantescas puertas de Afglin, el reino encantado, y solo el rey podía abrirlas. Como tenía algo de prisa, alzó su mano y dijo con descuido.

—AhmalajadIndoriendliadin.

En seguida, la montaña le respondió con un ronco bostezo y las paredes de diamante se abrieron y una caracoleante brisa fría acarició sus rostros. Poco después, un cielo azul oscuro, como un gran lago profundo, apareció entre las rocas negras y Grembeld lo contempló sobrecogido, pues nunca antes había visto nada igual, pues nunca antes había salido al mundo mortal.

El rey Soth, una vez bajo la oscura y fría presencia de la noche, miró a Grembeld de reojo y le dijo.

—Ahora tienes que seguirme.

Y dicho esto, espoleó a su montura dejando al joven con la palabra en la boca, pues los caballos mágicos son más rápidos que el mismo viento. Todavía estaba diciendo Grembeld, «Sí, majestad», cuando una ligera brisa lo golpeó en el rostro y el rey Soth ya se había perdido por los confines del horizonte. Así que Grembeld tuvo que correr como un condenado toda la noche siguiendo el blanco destello de las crines del caballo a lo lejos y el jinete no se detuvo ni una sola vez hasta que llegó a Ninht. A donde habría podido llegar mucho antes, ciertamente, si hubiera tomado el camino recto, pero el caballo se había pasado todo el trayecto yendo de acá para allá, de izquierda a derecha, al norte y al sur, y dando vueltas y vueltas y Grembeld se preguntaba si su rey no estaría borracho. Cuando por fin Grembeld llegó a la aldea de Ninht y alcanzó a su señor, que se hallaba muy contento sentado sobre la hierba húmeda, ya había pasado más de la mitad de la noche y él se había quedado sin resuello.

—Has tardado mucho —lo amonestó el rey.

Pero Grembeld tan solo se dejó caer en el suelo, completamente exhausto y sin poder abrir la boca.

—No es hora de descansar. —El rey lo miró sonriente—. Tenemos algo que hacer.

Y se levantó de un salto, encaminándose a las oscuras sombras de las cabañas que se amontonaban formando la aldea de Ninht. Grembeld lo siguió, encorvado y torpemente, porque se hallaba muy cansado y, además, tenía sueño. Miró con preocupación el cielo, pues antes de que saliera el sol, ambos tenían que estar de regreso en Afglin sin falta.

Durante una hora entera la redondeada figura del rey Soth se dedicó a saltar alegremente de ventana en ventana, como un pequeño ratón, asomándose de puntillas sobre los antepechos de madera de roble y seguido por la cansina sombra de su joven paje, hasta que por fin dijo:

—Humm... Esto es lo que busco.

Grembeld se asomó a su lado y miró hacia el interior, con los ojos muy abiertos, pero allí solo había una tosca cama de madera, un espejo, unos zuecos amarillos y algunas otras cosas sin importancia, como una muchacha de hermosa cabellera oscura y piel dorada, que dormía dulcemente. Grembeld miró al rey y el rey le devolvió la mirada.

—He decidido contraer matrimonio —le anunció pomposamente—. Y esta doncella ha sido la elegida de mi corazón.

Grembeld se volvió a mirar de nuevo a la doncella con aire dubitativo, mientras el rey Soth abría la ventana con un chasquido de sus dedos y saltaba ágilmente hacia el interior de la cabaña.

—Entra —le ordenó y le hizo un gesto para que se acercara hasta la cama.

No era extraño que nadie se hubiera despertado, pues no hay nada que cause un sopor más profundo que la cercanía de un ser encantado. Así que el rey Soth tomó asiento en la silla de mimbre y no le preocupó en absoluto que esta rechinara como un cerdo hambriento. Contempló a la agraciada joven, meneando la cabeza aprobadoramente, y una satisfecha sonrisa hizo enrojecer sus abultadas mejillas, al mismo tiempo que Grembeld se apoyaba a su lado contra la pared, demasiado cansado para decir nada.

—Será una hermosa reina de Afglin —dijo el rey.

Aunque Grembeld miró a la dormida doncella mientras pensaba que no era, ni mucho menos, parecida a la pálida Dannaar.

—Ahora, sin embargo, antes de tomarla por esposa y llevarla a Afglin, es imprescindible que sepa de cuantos cabellos está formada su cabellera, pues si tiene menos de cien mil no puedo casarme con ella.

Grembeld miró al rey bastante confundido, pues nunca había oído hablar de ninguna costumbre parecida, pero el rey Soth se mostró inflexible.

Entonces el monarca de Afglin sonrió jovialmente y le dijo a su paje:

—Si eres tú quien hace esa tarea, te concederé el don que me pidas.

Naturalmente el corazón de Grembeld latió más deprisa pensando en Dannaar, pero, luego, frunció el ceño contemplando el horizonte.

—No sé si tendré tiempo antes de que asome el sol, majestad —le hizo notar a su señor.

Sin embargo, el rey agitó las manos un momento y le dijo bondadosamente.

—No tienes que preocuparte por ello, porque yo vigilaré.

Y, dicho esto, se sentó en la ventana abierta.

—Vamos, empieza.

Primero, Grembeld se sentó sobre el blando colchón, junto a la cabeza de la muchacha, pero estaba tan cansado que pronto se recostó contra el cabezal de la cama y, casi no se había dado cuenta, cuando ya estaba tendido a su lado, contando uno a uno, en voz muy baja, los suaves cabellos. Y, si de vez en cuando alzaba la mirada, allí estaba el rey, contemplándole con los ojos muy brillantes, sentado al borde de la ventana. A veces a Grembeld se le cerraban los párpados y, al abrirlos de golpe, le parecía durante un breve instante que el rey sonreía ladinamente y que sus ojos brillaban más de lo que debían, pero era menos de un segundo y estaba tan amodorrado y concentrado en los números para no descontarse, que apenas pensaba en ello. Sin embargo, cuando ya iba por los cuarenta y tres mil ochocientos ochenta y ocho cabellos oscuros, los párpados del joven cayeron para no volver a levantarse y Grembeld, rendido de cansancio, se durmió por completo. Y, cuando llegó el amanecer, el rey Soth, naturalmente, no estaba allí para prevenirle.

Ahora hay que retomar la historia, pero desde otro lado. El bueno de Eno era un aldeano de Ninht, laborioso y de pocas palabras. No era rico, pero tenía una cabaña de roble, sencilla y confortable, dos vacas perezosas, una gran jaula con media docena de gallinas medio locas, y una cabra, y, además, una hija doncella y de talle cimbreante, cuyos ojos parecían esmeraldas cuando los bañaba el sol de la mañana, y que se llamaba Finde.

No es extraño que Eno se despertase siempre de buen humor, feliz y sin preocupaciones, que se lavase en el agua fría del pozo, sonriente y alegre, y que luego, con paso complacido, se dirigiese al establo para ordeñar las vacas y llevarle a su hija la leche del desayuno. Generalmente Finde ya estaba trajinando en la cocina, cuando él regresaba con la leche y un ramo de fragante manzanilla para adornar la mesa, pero ese día Eno, al regresar del establo, se sorprendió al encontrar la cocina vacía, el fuego apagado y el desayuno sin preparar. Eno era de natural dulce y aquello no le importó demasiado. Encendió el fuego, puso a hervir la leche en el perol de cobre y, silbando una divertida cancioncilla, llamó a su hija. Al cabo de unos momentos, cuando la leche ya empezaba a hervir, levantó las espesas cejas y se atusó el bigote y, meneando la cabeza con desaprobación, pues Finde nunca se había mostrado tan perezosa, se dirigió a la pequeña habitación y abrió la puerta.

La ventana de la habitación de Finde estaba abierta de par en par y la brisa entraba agradablemente a través de ella. El aldeano contempló con arrobamiento como la joven permanecía profundamente dormida en el blanco lecho, hasta que descubrió que, esa mañana, su oscura cabeza descansaba tiernamente sobre el pecho de un joven de rubia cabellera que yacía a su lado, en lugar de hacerlo sobre la blanda almohada. Eno abrió la boca con el ceño fruncido, pero de repente se quedó mudo del todo, pues sus ojos vislumbraron a medias una puntiaguda oreja, asomándose traviesamente entre aquellos rubios y extraños bucles. Y Eno lanzó, por fin, tal grito que todos los aldeanos interrumpieron sus frugales desayunos y se asomaron a las ventanas con extrañeza y Grembeld se puso en pie de un salto, dejando, muy poco cortésmente, que la cabeza de Finde se golpeara contra el borde de la cama. La joven abrió los ojos con un somnoliento gemido, a tiempo de ver cómo, a su lado, Grembeld chasqueaba los dedos intentando desaparecer, aunque fue inútil, pues con la luz del sol sus poderes se habían desvanecido.

—¡Maldito elfo!¡Que le has hecho a mi hija, demonio! —chilló Eno.

—¿Qué ocurre? —preguntó Finde bostezando, pues aún no se había despertado del todo.

Grembeld miró la ventana como si de ella dependiera su vida, (y, verdaderamente, se puede decir que así era) e intentó correr hacia allí, pero, como tenía los pies enredados en las blancas sábanas, se cayó de bruces con un grito. Finde gritó también, despierta por fin por todo aquel escándalo, y, saliendo de un salto de entre las sábanas, le lanzó encima al desconocido las mantas, la almohada e incluso el colchón, al tiempo que lo empujaba con los pies frenéticamente. Cuando por fin Grembeld consiguió salir de debajo de aquel montón de ropa, Eno estaba frente a él enarbolando con cara de pocos amigos el rastrillo de amontonar paja. Su bigote se movía de un lado a otro, mientras el rastrillo se iba acercando al pecho del intruso y éste iba retrocediendo paso a paso hacia la pared.

—Si le has puesto un solo dedo encima a mi hija, lo lamentaras en lo poco que te queda de vida.

—Yo no he hecho nada —gimió Grembeld por fin, cuando su espalda se topó con la pared—. Sólo le contaba los cabellos.

Finde se asomó un momento tras su padre, al escuchar aquella melodiosa voz, pero Eno apretó más el rastrillo contra el pecho de Grembeld y el joven soltó un quejido.

—Con que contarle los cabellos, ¿eh? ¿Es que te crees que soy idiota? ¡Vamos —dijo, pinchándole de nuevo—, a la cocina!

Bajo la atenta mirada del campesino, Grembeld atravesó la puerta de la alcoba y salió a la cocina, sin perder de vista el rastrillo.

—¿Por qué no me dejas marchar? Te juro que soy inocente.

—Finde —le dijo Eno a su hija, sin ni siquiera responder—, abre la jaula de las gallinas.

Finde corrió inmediatamente junto al fuego, donde había una gran gabia de hierro, posada sobre el suelo y abrió la puerta.

—Entra ahí —le ordenó Eno al joven.

Pero Grembeld no parecía muy convencido, pues las gallinas no tenían un aspecto muy amistoso. Y como él sabía muy bien lo que pensaban los animales, decidió que, definitivamente, le estaban mirando con una sonrisa que daba espanto.

—Creo que prefiero no entrar —dijo, arrugando la nariz.

—Entra ya, antes de que pierda la paciencia y te ensarte con el rastrillo— casi chilló Eno y, claro, Grembeld ya no hizo más objeciones y se metió en la jaula, aunque, cuando introdujo el primer pie, las gallinas protestaron airadamente. Grembeld tuvo que doblarse como buenamente pudo, entre una nube de plumas y de aleteos, y se golpeó la cabeza contra el techo de la jaula en un montón de ocasiones. Entonces, mientras las gallinas arremetían contra Grembeld con bastante enojo, Eno cerró la puerta con llave y luego izó la gabia del techo, de modo que quedara a la altura de su cabeza.

— ¡Hum! —dijo entonces, golpeando los barrotes—. Ahora iré a buscar a los ancianos y decidiremos que hacer contigo.

Y Grembeld, mientras apartaba de su nariz las plumitas blancas que le hacían estornudar, tuvo un mal presentimiento. «Ay —pensó para sí—. El rey Soth me ha engañado y he perdido a Dannaar para siempre y no quiero ni imaginar lo que estos salvajes van a hacer conmigo.» Y Finde le miraba de reojo desde el umbral de la puerta, mientras esperaba el regreso de su padre.

Así, aquella mañana hubo consejo en Ninht, alrededor de la mesa de la cocina de Eno. Los sesudos ancianos, (algunos de ellos ni siquiera podían recordar sus propios nombres, y, al cabo de un tiempo, la razón por la que se encontraban allí), se inclinaron sobre la mesa después de haber pasado, uno tras otro, por delante de la gavia y haber contemplado a Grembeld largamente, para alejarse después sacudiendo las cabezas y murmurando por lo bajo. También habían llegado muchos aldeanos, por no decir todos los aldeanos de Ninht, hombres, mujeres y niños y también ellos se reunieron alrededor de la gavia, señalándole sorprendidos, excepto los niños, que encontraban mucho más divertido tirarle a Grembeld de los cabellos, hasta que sus madres los descubrían y, con un grito, se llevaban a sus retoños.

—¡No te atrevas a tocar a mi hijo, elfo! —le gritaban a Grembeld con espanto, mientras el hijo se retorcía rebelde entre sus fuertes brazos, ansioso por clavarle otra vez al elfo sus afiladísimas uñitas.

«Como me gustaría salir de aquí», se decía Grembeld con un suspiro. De pronto, la conversación del consejo de la aldea se hizo mas animada y algunas palabras llegaron hasta sus finísimos oídos.

—Yo... yo proponfgo... que... que nof lo cofmamos... esta noche...

Al oír estas crueles palabras, pronunciadas sin duda por una boca sin dientes, el elfo abrió los ojos como platos y levantó la cabeza con tanta rapidez que se hizo un buen chichón y toda la jaula empezó a balancearse de un lado a otro. Las gallinas se lanzaron sobre los dedos de sus manos para tomarse cumplida venganza de tanto ajetreo.

Un murmullo de voces se levantó alrededor de la mesa y, por fin, alguien dijo:

—Tío Serin, ya te hemos dicho antes que no es una gallina gigante.

Grembeld, que había estado conteniendo la respiración, emitió una exclamación de alivio.

— Co... como hablafais def asarlo —protestó el tío Serin.

—Nosotros no hablábamos de asarlo y comérnoslo, sino simplemente de quemarlo en una hoguera hasta que solo queden las cenizas.

Por un momento, Grembeld se puso lívido y se quedó sin habla.

—Me parefce... una forma eztupida... de... de desperciciarf una gallina tan herfmosa —insitió el tío Serin tozudamente.

Grembeld se agarró a los barrotes de su reducida prisión, como un poseso.

—¿Qué? ¡Pero, no podeis hacer eso! —les gritó.

Un alto aldeano de cabellos negros y ojos oscuros se volvió hacia él.

—No molestes, ¿no ves que estamos discutiendo cosas importantes?

—Muy bien dicho, Frer —le animó una mujer rolliza, de rojos mofletes y blanco delantal.

—Anda, si... ef... ef una gallinaf que fabla —continuó el tío Serin por su parte y, de pronto, su cabeza cayó sobre la mesa y empezó a roncar.

—¡Yo no os he hecho nada! ¡No podeis quemarme, por no haber hecho nada! —insistió Grembeld.

Los campesinos se volvieron hacia él y le miraron con impaciencia.

—Así no hay quien discuta —se quejó uno de ellos.

—Cuanto antes acabemos mejor —dijo el campesino alto y moreno y su esposa asintió con la cabeza—. Sólo tenemos que decidir que es mejor: quemarlo en una hoguera, ahogarlo en el lago con una piedra atada a los pies, colgarlo de un árbol y dejar que se seque al sol... y... ¿qué más había?

—Bueno... —intervino un joven, con voz vacilante— el tío Serin ha insistido mucho en que sea el plato principal del festejo de la cosecha.

Frer permaneció meditabundo un instante, un largo instante para ser sinceros, pero luego sacudió la cabeza y dijo:

—No, creo que eso no sirve.

Grembeld casi se sintió mareado y apenas pudo murmurar «ah...».

—También se ha propuesto tirarlo por el precipicio —recordó alguien de pronto.

Un orondo campesino, que parecía sostener con sus grandes manazas su abultado estómago, frunció el ceño:

—No es un medio muy seguro, me parece. Una vez uno de mis cerdos favoritos se cayó por ese barranco y tardó más de una semana en exhalar el último suspiro. Sí, más de una semana, eso me parece.

Grembeld sacudió la jaula, furioso.

—¿Qué clase de gente sois vosotros? —gritó—. ¡Yo no soy un cerdo!

—No, es una gallina, la más grande que he visto jamás —murmuró el tío Serin, entre sueños.

—Ya que está tan empecinado en intervenir podríamos preguntarle a él que es lo que prefiere — dijo Eno—. Después de todo, es parte interesada.

En medio de un silencio sepulcral, todos los presentes se volvieron hacia la jaula y le miraron sonrientes.

—¡Quiero irme a mi casa! —vociferó el elfo— ¡Dejadme salir!

—¡Se está poniendo muy pesado, me parece! —dijo el campesino orondo, volviéndose de nuevo hacia la mesa—. ¿Por qué no lo quemamos de una vez o lo ahogamos o lo que tenga que hacerse?

—Es que hay que hacerlo bien —le contestó Frer—, si no, su influjo maligno nos puede estropear las cosechas durante cien años y dejar estériles a los animales durante otros tantos.

—No. No. Yo no haría eso, os lo juro de corazón —afirmó Grembeld desde la jaula, con la más dulce de sus sonrisas.

Pero el consejo no parecía hacerle mucho caso.

—Entonces, es mejor no ahogarlo en el lago. Nos puede estropear el agua. ¿No creeis? —dijo Eno.

Todos asintieron, mientras se rascaban la cabeza. «Si... Desde luego... Tienes razón».

—¡Os he dicho que no tengo ningún poder maligno! —exclamó el elfo, perdiendo ya la paciencia—. Y os encuentro encantadores. ¡De verdad! ¿Cómo podría haceros ningún mal?

Aunque Grembeld, en realidad, estaba imaginando en su fuero interno lo que le haría a cada uno de aquellos salvajes, si los tuviera en sus manos. Pero, en ese momento, incluso aquellas gallinas siniestras lo tenían a su merced y le estaban picoteando sus fastuosos ropajes, además de llenarlo de plumas.

—Pues si es así, también es preferible no tener que enterrarlo, para que no emponzoñe nuestros campos —dijo Frer—. Por lo tanto, nada de tirarlo por el barranco ni de dejarlo secar al sol.

—Muy bien dicho —corroboró su mujer.

—¡No! —gritó Grembeld con la vista nublada—. Me habeis confundido con alguna otra criatura, seguro. Yo soy inofensivo.

—Me está dando dolor de cabeza —dijo el campesino orondo—. Vamos a quemarlo ya. ¿Qué os parece?

Un murmulló de aprobación se extendió por la cabaña.

—¡Y si no me dejais salir ahora mismo secaré vuestras vacas, agostaré vuestros campos y jugaré con vuestras cabezas cortadas! —terminó el elfo con un chillido, casi sin darse cuenta.

En seguida, un silencio aplastante se extendió entre los presentes e, incluso los niños, se quedaron mudos como una piedra. Grembeld los miró, como si acabase de caerse desde un árbol, y los aldeanos miraron a Grembeld y, de repente, el consejo en pleno se levantó corriendo de la mesa y salió apresuradamente de la cabaña para preparar la hoguera, cuanto antes mejor, seguido del resto de sus vecinos.

—¡No lo decía en serio! –intentó disculparse el elfo.

Pero sólo el tío Serin permanecía en el lugar, con la cabeza sobre la mesa y moviendo los labios, igual que si estuviese masticando algún suculento manjar. Grembeld miró el cielo a través de la puerta abierta de par en par, con la postrera esperanza de que una súbita tormenta, como más intensa y larga mejor, humedeciese la madera. Sin embargo, la mañana era despejada y hermosa y en el cielo azul no se veía una sola nube.

—Si salgo de esta —murmuró—, sé de alguien que lo va a lamentar por el resto de sus días.

Después de la tormenta, pensó en una súbita inundación y, estaba tan desesperado, que incluso le pasó por la mente la posibilidad de un eclipse de sol que le permitiese recuperar sus poderes el instante justo para chasquear sus dedos.

Sin embargo, la pila de leña iba creciendo poco a poco ante sus mismos ojos, sin que nada de ello sucediera, y los aldeanos iban y venían como laboriosas hormigas, a las que Grembeld les hubiese deseado un repentino ataque de pereza, y estaban tan eufóricos como si fuesen a celebrar el solsticio de verano. Entonces Finde entró en la cocina y, andando como un soplo de brisa de acá para allá, empezó a recoger la mesa y después a lavar en la cubeta de madera la tosca loza blanca.

—Doncella —la llamó Grembeld con su acento más dulce—, déjame que contemple tus ojos una vez más, ya que son la causa de mi desgracia.

Finde se volvió sonriendo.

—¿Cómo dices que mis ojos son la causa de tu desgracia? —le preguntó, mirándole profundamente.

Grembeld estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de evitar la hoguera, y, aunque no había dicho una sola mentira en toda su larga vida, era sorprendente descubrir lo fácil que resultaba, cuando era lo que le convenía a uno para salvar el pellejo.

—Porque, desde que te vi una mañana... de... de mayo, me ha estado quemando las entrañas tu esmeraldina mirada y tal es el fuego que tus bellos ojos despertaron en mi interior, que no he tenido paz hasta verlos de nuevo.

Finde se rio y su risa era clara como el murmullo de un manantial.

—Si me abres la puerta, los días que nos esperan serán más dulces que la miel —continuó el elfo con acento embriagador. Aunque el efecto quedaba un poco estropeado a causa de las estúpidas gallinas que revoloteaban a su alrededor y que le habían ensuciado y emplumado hasta las mismas cejas.

—Hablas muy bien. —Finde se acercó a la jaula y le sonrió con embeleso—. Pero, ¿quieres que te diga una cosa?, creo que si tu amor es tan ardiente como dices... no notarás la diferencia cuando ardas en la hoguera —terminó burlonamente.

—Tienes el corazón de piedra —se quejó Grembeld—. Al menos, por compasión, podrías liberarme.

Finde le miró, mientras arreglaba las cortinas de alegres flores amarillas.

—Los viejos dicen que los elfos salvajes traen la desgracia a las aldeas, si no se purifica en seguida la tierra que han pisado.

«De donde habrán sacado semejante tontería», pensó Grembeld.

—Y a vosotros ¿quién os ha dicho que yo soy un elfo salvaje?

—¿Es que no lo eres, acaso? —continuó la muchacha, aunque parecía más ocupada en las floreadas cortinas que en lo que estaba diciendo—. Mi padre te ha visto esta mañana una de las orejas puntiagudas. Si no eres un elfo, a lo mejor eres un zorro —se rio.

—¡Ah! Las orejas puntiagudas… —murmuró Grembeld, contemplando a la hacendosa joven con su delantal de puntillas, mientras arreglaba el ramillete de manzanilla que estaba sobre la mesa—. Las orejas puntiagudas —repitió otra vez, entrecerrando los ojos.

Miró hacia el soleado exterior, donde la pila de leños crecía ya más alta que un hombre.

—Tu padre se ha confundido. Yo no tengo orejas puntiagudas, Finde —dijo de repente el elfo con una amplia sonrisa—. La débil luz del amanecer le ha hecho ver lo que no era.

La joven dejó las flores de manzanilla y se giró hacia él, con desconfianza. Apoyó ambas manos en la cintura y frunció el ceño.

—¿Es que me tomas por tonta?

—Te digo la verdad, mujer. Si no me crees, solo tienes que verlo tu misma.

Pero la joven parecía reacia a acercarse.

—Te pido bien poca cosa —insistió Grembeld y se recogió los largos cabellos en la nuca para descubrir sus orejas.

Con una exclamación de sorpresa la muchacha se acercó hasta los mismos barrotes y descubrió que Grembeld tenía las orejas más graciosas, pequeñas y redondeadas que había visto jamás e, indiscutiblemente, humanas.

—Pe... pero, ¿cómo es posible? —exclamó Finde—. ¿Y esas extrañas ropas? ¿Y tus largos cabellos?

Grembeld bajó la cabeza con expresión abatida.

—Es una historia muy triste, Finde. Has de saber que, cuando yo era pequeño, las hadas me robaron de la cuna de mis padres, unos pobres campesinos para los cuales ya nunca más volvió a brillar la luz, después de ese aciago día.

—¡Oh! —musitó Finde, mirándole con sus grandes ojos verdes muy abiertos.

—Es cierto que he vivido con los elfos durante mucho tiempo, por eso llevo estos ropajes y los largos cabellos, pero siempre deseé, en el fondo de mi corazón, regresar a la pequeña cabaña de mis ancianos padres —Grembeld alzó los ojos grises y contempló el horizonte con gesto melancólico— para aliviar la terrible soledad y tristeza de sus ultimos años con mi anhelada presencia. Así que, en cuanto tuve oportunidad, escapé de Afglin y...

—¿Afglin? —le interrumpió Finde.

—El reino de los elfos —le explicó Grembeld, haciendole al tiempo un gesto impaciente con la mano, para que no le interrumpiese más—. Como decía, escapé de Afglin enfrentando terribles peligros y grandes necesidades y caminé mucho tiempo, vagando por los yermos, con el corazón destrozado por el dolor, pues no recordaba el sendero que había de llevarme a mi cálido hogar, donde dos venerables ancianos estaban aguardando, sin duda, el regreso de su agraciado y querido hijo —y con estas palabras Grembeld se llevó una mano al corazón, casi enternecido ante la imagen que se presentaba ante sus ojos—, temblorosos de frío durante el duro invierno, junto a una chimenea de fuego casi apagado.

— ¡Oh, que pena! —exclamó Finde.

—Ahora dime, hermosa doncella, ¿se puede ser, acaso, más humano?

—Supongo que no —. Y la muchacha lo miró de arriba a abajo.

—¿Vas a permitir que aquellos adorables ancianos mueran sin volver a ver a su hijo?

—Claro, pobrecitos ancianos —repitió la joven, con acento lastimero, aunque Grembeld no sabía si se estaba burlando de él.

— Entonces —insistió Grembeld, sonriendo—, me abrirás la puerta, ¿verdad?

La joven lo contempló con un extraño brillo en los ojos y luego se acarició la nariz, como si hubiera tenido alguna repentina idea.

—Hum... Voy a buscar a mi padre.

Y, dicho esto, salió corriendo por la puerta, con la falda azul hinchada de enaguas, igual que un capullo de pensamiento. Y, en cuanto Finde desapareció de la cabaña, Grembeld ahogó un quejido y, asombrosamente, sus orejas crecieron y se volvieron tan puntiagudas, aunque deliciosas, como lo habían sido desde el día de su nacimiento. Después, empezó a frotárselas con frenesí.

—¿Cómo pueden ser los humanos tan perspicaces y tan estúpidos al mismo tiempo? —se dijo.

Enseguida, empezaron a llegar los aldeanos de Ninht, primero los ancianos y luego los campesinos, seguidos de sus mujeres, de sus hijos y, por último, de sus perros, Todos rodearon la gavia con gran expectación y los niños se arrastraban por debajo de las piernas de sus padres y de las faldas de sus madres para ver mejor e incluso los perros se hicieron con un sitio debajo de la jaula. Eno, refunfuñando, se puso el primero y se encaró con su cautivo.

—¿Qué es eso que dice mi hija de que no eres un elfo? Yo estoy seguro de haberte visto la punta de las orejas.

Y, metiendo decididamente su peluda manaza de labrador por entre los barrotes, cogió a Grembeld de los pelos y con muy poca delicadeza le descubrió las orejas. Un murmullo de sorpresa se alzó entre los presentes, pues ante sus ojos no aparecía lo que estaban deseando ver y se miraron unos a otros, llenos de decepción.

Eno soltó un gruñido y, como no estaba aún convencido del todo, le agarró una oreja al elfo y casi se la arranca de la cabeza.

—¡Ay! —chilló Grembeld.

Al mismo tiempo, Eno murmuró.

—¡Es increíble! Pues yo juraría que esta mañana tenían punta...

Los hombres se miraron unos a otros, y, de repente, alguien dijo:

—Reunámonos en consejo.

— Sí…, sí. Vamos a deliberar.

Y todos asintieron: «Hay que empezar desde el principio», «Hum... Esto cambia un poco las cosas», «Desde luego. Desde luego».

—¿Adónde vais? —exclamó el elfo—. ¡Tampoco es tan difícil decidir si unas orejas son o no son puntiagudas!

Y, mientras los hombres y los ancianos se sentaban alrededor de la mesa de Eno, alguien dijo:

—No será un elfo, pero es un incordio.

—Sí, desde luego eso no se lo quita nadie.

Grembeld se pasó una mano por la frente. Por fin, había llegado a la sabia conclusión de que los humanos estaban locos.

—Bien... Bien. Así, ¿qué tenemos ahora? —dijo Frer.

—Para empezar que es un hombre y no un elfo —le respondió Eno.

«Esto va bien», se dijo Grembeld, con una sonrisa exultante y la mirada resplandeciente.

—Una vez establecido esto, hemos de pasar a considerar la cuestión desde otro punto de vista.

Y, desde la jaula de las gallinas, Grembeld sacudió la cabeza afirmativamente, como dándoles la razón.

Durante un instante, los hombres permanecieron silenciosos alrededor de la mesa, mientras se miraban unos a otros.

—Me parece que te toca decidir a ti, Eno. — empezó el campesino orondo, por el que Grembeld, a decir verdad, empezaba a experimentar una singular y terrible antipatía.

—Su cuerpo ya no envenenaría las aguas del lago —le hizo notar Frer.

—Ni su cuerpo sepultado nos estropeará las cosechas —apuntó alguien más.

Grembeld abrió la boca. «Pero, ¿de qué demonios están hablando?»

—Necesitaría el Libro de las Antiguas Costumbres —meditó Eno, rascándose la barbilla.

Y, enseguida, Frer mandó a uno de sus hijos a su cabaña para buscarlo. Cuando el libro, grande y pesado estuvo sobre la mesa, Frer pasó las páginas de pergamino amarillento y, por fin, exclamó:

—Ah... ¡Aquí está! "Sobre Doncellas". —Y leyó con alguna dificultad—: El padre de la doncella ultrajada tiene el derecho de ensartar él mismo al culpable con el rastrillo de amontonar paja. Si declina este honor, la aldea puede optar por apedrear al hombre, atándolo a un árbol a fin de que no escape. En el caso de carencia de rastrillo, de piedras o de árboles, se puede aplicar cualquiera de los medios detallados en el capítulo "Elfos Salvajes y La Purificación De La Aldea"

—Bueno... bueno... Ahora tenemos muchas más posibilidades que antes, me parece —ronroneó satisfecho el campesino orondo, acariciándose el abultado estómago.

En cuanto a Grembeld, después de oír esto se había quedado más blanco que una bola de nieve y ya ni siquiera le importaba que las gallinas se ensañasen con sus cabellos. Se tendió resignadamente sobre la paja de la gavia y cruzó las manos sobre el pecho, esperando al menos una muerte rápida y compasiva. «Ya me da lo mismo —pensó, mientras escuchaba discutir sobre las ventajas de ahogarlo en el lago o de apedrearlo atado a un árbol—. Es inútil luchar contra el destino. En esta aldea la gente tiene el cerebro vuelto del revés». Como Eno no se decidía a ejercer su derecho a ensartar al ofensor, lo cual satisfacía mucho al resto de los aldeanos, que deseaban participar al máximo de aquel acontecimiento, la discusión crecía más y más y las voces se alzaban ardorosamente para ensalzar tal o cual manera de acabar con Grembeld. Pero, justo entonces, Finde entró en la cabaña y después de mirar un momento al pobre elfo se plantó delante de los sesudos ancianos y de los campesinos y carraspeó para llamar su atención.

—¿Qué quieres hija? —le preguntó amablemente su padre.

La muchacha se inclinó junto a su oído y le susurró unas palabras. A Eno se le puso una cara muy rara y después se volvió a mirar a Grembeld con la nariz arrugada

—Pero, ¿estás segura, Finde?

Y la muchacha le respondió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Bueno, así sea — musitó Eno, con un chasquido de lengua.

—Pero, ¿qué ocurre? —le preguntaron los demás.

Eno se inclinó sobre la mesa y todos juntos empezaron a cuchichear con las cabezas muy juntas.

Grembeld se volvió a mirarlos desde el fondo de la jaula. «¿Y ahora que estarán tramando?», se preguntó con el corazón encogido, aunque ya no se le ocurría que pudiera sucederle nada peor,

Por fin, con aspecto cariacontecido, los aldeanos se levantaron renegando y frunciendo el ceño. «Si no hay más remedio», decían, mientras formaban un corro alrededor de la jaula. Entonces Eno se adelantó de entre ellos y se plantó frente a Grembeld, que se había sentado entre la paja casi sin atreverse a respirar. Eno se aclaró la garganta y le dijo:

—Según el Libro, si la doncella acepta al joven por esposo, la falta queda olvidada—. Suspiró—. Y Finde ha decidido darte esa oportunidad, extranjero.

—¡Pero Finde —exclamó quejicosamente Frer—, si ni siquiera le conoces!

—¡Es verdad! No parece una persona de fiar —corroboró el campesino orondo.

«Mira quien habla», masculló Grembeld para sus adentros, atravesándole con una mirada rencorosa. Luego los contempló uno por uno, con aire vacilante.

—¿Y tengo que casarme? —preguntó el elfo con un hilo de voz.

Eno se apartó y le señaló la hoguera ya dispuesta, que se recortaba en el atardecer más allá de la puerta abierta.

—Hombre, si lo prefieres podemos quemarte —dijo el campesino con un encogimiento de hombros.

Grembeld emitió un leve quejido de desesperación y, como no se decidía, los hombres empezaron a contemplarle aviesamente, arrugando el ceño, y alguno de ellos, incluso, empezó a avivar el fuego de su pipa.

—Está bien —accedió por fin Grembeld.

—Así sea. Mañana tendremos boda —exclamó Eno, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Esta sí que es buena!

Entonces se volvió a su hija y le entregó la llave de la gavia de las gallinas que llevaba colgada del cuello.

—Ahí lo tienes...

—Y no podemos quemarlo antes... —preguntó ansiosamente uno de los niños. Muchas voces infantiles se hicieron eco de sus palabras.

Pero sus madres sacudieron tristemente las cabezas, mientras iban saliendo por la puerta hacia el crepúsculo.

— ¡Ay! No, hijo. No creo que Finde aceptase casarse con un montoncito de cenizas.

Grembeld las contempló marcharse con un nudo en la garganta, pues, después de todo lo que había visto en aquella aldea, le extrañaba que aún no hubiesen dado con la manera de quemarlo primero y casarlo después.

Finde se quedó sola en la penumbrosa cabaña y encendió una vela y luego se volvió a la jaula, haciendo bailar la llave delante de los ojos de Grembeld con sonrisa pícara. El elfo alargó la mano con rapidez, pero la muchacha se alejó riendo.

—¡Ábreme! —le exigió Grembeld.

—Antes tienes que darme tu anillo como prueba del compromiso —le dijo Finde, casi cantando.

En seguida, Grembeld ocultó sus manos en la espalda.

—¿Anillo? ¿Qué anillo? —preguntó el elfo con sonrisa inocente—. No tengo ninguno.

Y es que los anillos de los elfos eran mágicas joyas, muy hermosas y poderosas, y si una de estas criaturas le entregaba a alguien su anillo como prenda, inmediatamente quedaba a su merced y, estuviese donde estuviese, tenía que acudir siempre, cuando el poseedor del anillo le llamase por su nombre. Y Grembeld, que esperaba la noche con impaciencia para desaparecer de Ninht por arte de encantamiento, no tenía la intención de darle su anillo a Finde por nada del mundo.

—Sí que lo tienes —le dijo la joven, con aspecto ceñudo y tierno a la vez—. Así que eres un pequeño mentiroso...

Sacudió la cabeza con un suspiro y se volvió hacia la puerta.

—¡Padre! Enciende la hoguera.

—¡Espera! —le gritó Grembeld, mirando el cielo con una mueca y pidiéndole a los dioses que el sol cayera como una piedra en el horizonte.

—No —le respondió Finde con un mohín decidido—. Me lo has de entregar ahora mismo. Ahora o serás un montoncito de cenizas antes de que se oculte el sol.

Grembeld la miró con la boca abierta y, casi al mismo tiempo, vio que Eno se acercaba a la cabaña y como, tras él, las llamas empezaban a lamer los leños y a formar una negra humareda. Apretó los dientes, mientras daba vueltas en su dedo al hermoso anillo élfico.

—¡Oh! Que mala suerte tengo —gimió y, quitándose el anillo dorado de su largo dedo, con un gesto rápido se lo tendió a Finde—. ¡Ahora sí que estoy perdido!

«Si es que llegan a averiguar mi nombre», recordó de pronto.

La joven tomó el anillo de la palma de su mano con una ladina sonrisa y lo deslizó en su dedo anular.

—Ahora ya está —susurró para sí misma.

En ese mismo momento, Eno entró por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.

—Así, ¿has cambiado de opinión? ¿Podemos quemarlo ya? —preguntó alegremente.

Pero Finde sacudió su hermosa cabellera castaña, riéndose.

—No. Lo que pasa es que quiero casarme esta misma noche.

10 августа 2022 г. 13:27 0 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Mo Leidrac Soy una contadora de historias, diletante, artesana de las palabras y exploradora de mundos imposibles. Escribo según me place, novela introspectiva, poesía en prosa, pero ahora en concreto estoy centrada en una historia de fantasía oscura, sombría y menos idealizada de lo que cabría esperar y que, curiosamente, termina siendo un espejo de lo peor de la realidad de la que pretendo evadirme.

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