leoyohel Leonardo Yohel Molina

Una colección de relatos llenos de misterio y suspenso. Algunos de ellos situados en ambientes oscuros donde se entremezclan el asombro y el horror. Otros, más sutiles, dejan ver el drama de los extraños sucesos. En ninguno faltarán los elementos fantásticos que transportarán al lector al Arcanoverso creado por el autor.


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El cuadro de la mansión Boissieu

Majestuosa. Nadie diría lo contrario. Jardines repletos de geranios y tulipanes. Un laberinto vegetal que en su interior contenía doce fuentes de mármol níveo con pintorescos adornos de bronce. El sendero que conducía a las puertas de ébano tenía esmeraldas incrustadas entre las piedras. Treinta y dos esculturas de estilo gótico esparcidas por los jardines coloridos. Cada uno de los lujosos detalles deslumbraban la vista de cualquier persona y hacían única a la mansión Boissieu.

Ubicada al este de Alto Rin, Lady Bleuenn de Boissieu había hecho construir su estancia en 1802. Cincuenta y siete habitaciones constituían su «humilde hogar». Los Boissieu se fueron perdiendo con el tiempo, y hacía un año ya que el último descendiente directo había fallecido. Los herederos, primos lejanos de la familia, lograron venderla a un alto precio para así dividirse la fortuna, olvidando y arrojando a unos desconocidos años de historia familiar. Quiso el destino quizá, que los compradores, la familia Briand, fueran amantes de la historia y el arte. Los Briand consideraron aquella mansión una verdadera obra de exquisito valor, por lo que decidieron conservar todas las pertenencias, que antaño, los Boissieu habían adquirido.

Brigitte de Briand aprendió a tocar el harpa con el único motivo de utilizar el instrumento alguna vez usado por la señora Boissieu. Ni a su señor esposo, Bastian Briand, ni a sus hijos, Barbara y Benjamin Briand, parecía molestarles el hecho de usar los objetos manipulados hacía años por los difuntos ex dueños. La habitación en la que Brigitte tomaba sus lecciones de harpa, era de una singular belleza. Tenía un hermoso cuadro. Claro que no era de extrañar; había decenas de cuadros colgados a lo largo y a lo ancho de la mansión. Paisajes hermosos y decenas de retratos familiares, sobre todo de la dueña original de la mansión, Lady Bleuenn de Boissieu. Pero este era especial. Era pequeño en comparación al resto y, no obstante, resaltaba en beatitud y soberbia. El marco era de oro ornamentado y el paisaje que vio Brigitte al entrar por primera vez al estudio parecía ser el mismo laberinto vegetal que se podía observar desde la ventana. ¡Se veía tan vivo, tan real! Y, aun así, aquella magnífica obra no llevaba firma alguna.

La señora Briand tomó muy en serio sus lecciones, y demostró gran talento con el paso de los días. En cada lección, contemplaba embelesada el dorado cuadro. Y cada vez que lo observaba, sentía descubrir nuevos detalles que antes habían pasado desapercibidos. Primero vio unas flores brillantes que antes no había visto. El laberinto pareció tener más color. Al tercer día los setos lucían más vivos que nunca. Las nubes eran grises. ¡Era tan hermoso! Le tomó poco tiempo trasladar el cuadro a su propia habitación.

Una noche, vio algo que llamó su atención. A la luz de la luna, creyó divisar una pequeña figura en la entrada del laberinto. Acercó el rostro lo más que pudo, pero la iluminación era tan tenue que la imagen le resultaba algo borrosa. Sintió oportuno encender las luces pero, al girar en redondo, oyó un grito. Provenía del jardín. Dejó sus aposentos y corrió vistiendo solo una bata. Descendió por las oscuras escaleras para finalmente toparse con su señor esposo en la puerta de entrada. Los gritos se sucedían continuamente y, al salir de la casa, fue evidente que todos provenían de Barbara. Gritando el nombre de la pequeña, se adentraron al laberinto, y allí mismo la encontraron, arrodillada entre sollozos.

Luego de lograr tranquilizar a la niña, oyeron lo que tenía para decir. Les contó que una mujer muy elegante quería hacerle daño con unas tijeras. Asustados, los Briand pasaron aquella noche encerrados con sus hijos en su habitación. Algo extrañada, Brigitte notó que la figura oscura ya no estaba en el cuadro.

Al día siguiente, las autoridades no lograron encontrar rastro ni pistas de aquella mujer descrita por Barbara, por lo que los Briand adjudicaron los eventos a la imaginación y pesadillas de su pequeña hija. Los días transcurrían monótonamente en la mansión. La joven Briand se negaba a salir de la casa después del accidente, por lo que pasaba la mayor parte el tiempo encerrada en su cuarto. La señora de Briand había desarrollado una extraña obsesión por el cuadro, y ahora lo llevaba a todas partes bajo el brazo, creyendo encontrar nuevos y ocultos detalles. El señor Bastian Briand al principio no se mostró sorprendido ni preocupado. Pero con el paso de los días Brigitte dejó de cenar en familia e incluso olvidaba arropar a sus hijos. Fue entonces, cuando estos extraños comportamientos empezaron a hacerse frecuentes, que su esposo creyó propicio llamar a un especialista. Brigitte no se opuso.

Cuando el Dr. Aubriot le preguntó qué veía en el cuadro, ella no supo cómo explicarlo. Era tan misterioso, tan verosímil. Pero lamentablemente no hubo otras sesiones en las que ella pudiera explayarse. Cuando el psicólogo dejó el estudio, ella contempló el cuadro una vez más. Allí vio la oscura figura de nuevo. Podía verla. En la entrada al laberinto. Había algo más. Unas tijeras en el suelo. Eran pequeñas por la lejanía al suelo en el paisaje, pero claramente eran tijeras. Entonces oyó los gritos de nuevo…

Había arrojado el cuadro en uno de los sillones carmesí y bajado a toda velocidad hasta el recibidor, donde encontró el horror. El Dr. Aubriot se encontraba en cuclillas apuñalando con unas tijeras a su hija, Barbara. Penetraba su pecho y las extraía con los ojos en blanco. Volvía a clavarlas en el estómago y en cada parte de su cuerpo ensangrentado. Cuando oyó gritar a Brigitte, se atravesó la garganta con las mismas y cayó al suelo, tiñendo la alfombra con el elixir purpurino de sus venas. Desconsolada, corrió y se arrojó al suelo, abrazando a su hija, humedeciéndose con la vida líquida que manaba de su pequeño cuerpo, quedando así, teñida de rojo.

El dolor. Los cortes del alma que jamás sanan. Eso fue lo que cayó sobre la familia Briand. Asistir al funeral de su propia hija era demasiado para un padre. Sobre todo, cuando la propia madre, su esposa, se negó a presenciar el entierro. Brigitte se encerró en su cuarto y por muchos días no probó bocado alguno. Su obsesión por el cuadro había medrado a extremos incomprensibles por el señor Briand, quien ya no lograba entenderla. Ahora tenía la necesidad de culparla. De odiarla. Ella los había abandonado. Pero ni los gritos ni los llantos apartaban a la señora de Briand de su cuadro. No ahora que sabía lo que ocultaba. El cuadro era algo bueno. Le advertía del peligro que su familia corría. Entonces no podía quitarle los ojos de encima. Eso no era posible. Tenía que estar alerta ante cualquier cambio, hasta el más mínimo detalle.

Bastian Briand dormía ahora en la habitación de su hijo, pues el amor que sentía por su mujer, parecía habérselo llevado el viento, ese mismo que le había traído la locura, la insania. El joven Benjamin tampoco quería comer y estaba muy demacrado desde la prematura muerte de su hermana. Sin embargo, parecía tener fuerzas aun, y cada día suplicaba a su padre que se fueran de allí. Que la mujer malvada rondaba la mansión. «Mañana nos iremos», le había prometido su padre. Esa misma noche, Bastian despertó de una pesadilla muy recurrente. Hacía noches, desde la muerte de Barbara, que soñaba con el cuerpo ensangrentado de su pequeña. Notó al despertarse que Benjamin no estaba en la habitación. Se sentó para ver mejor y oyó los gritos…

Bajó en ropa interior llorando, temiendo lo peor, desesperado. Los gritos eran de su mujer. «Yo lo vi, en el cuadro, la soga, la escalera. ¡Yo lo vi!», gritaba desconsolada. En esa misma escalera, el cuerpo de Benjamin yacía inerte, colgado de una soga atada al cuello. Mientras Bastian caía al suelo, apenas respirando a causa del terrible dolor y acongojado llanto, ella lo vio. Vio en el cuadro las tijeras. Y lo supo. Subió los escalones que la separaban de su esposo, y tomando con fuerza las tijeras, se las clavó en la espalda y los brazos. Una y otra vez, intentando acabar con la vida del señor Briand.

En sus últimos segundos de vida, Bastian contempló el dorado cuadro que Brigitte había dejado caer. El laberinto vegetal estaba allí, pero no había rastros de tijeras ni escaleras ni sogas. Solo una mujer pintada en la entrada del laberinto: Lady Bleuenn de Boissieu.

7 апреля 2022 г. 16:25 0 Отчет Добавить Подписаться
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