mavi-govoy Mavi Govoy

El texto, escrito en primera persona, es una rememoración acerca de quienes son los mejores amigos del que lo narra y como los conoció... así como una previsión de las posibles consecuencias que sus peligrosas amistades puedan tener en la celebración de su pedida de mano. Relato escrito para el concurso Amigos sin fronteras. * * * La imagen de la portada está tomada de https://pixabay.com/es/vectors/barbacoa-celebraci%c3%b3n-al-aire-libre-36427/


Короткий рассказ Всех возростов.

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Короткий рассказ
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De mi gato y otros amigos

Uno de mis mejores amigos es un gato.

Es un compañero de piso ideal. No me sermonea cuando no me da la gana hacer la cama u ordenar la habitación, cuando no tengo ganas de estudiar o cuando planto los pies encima del sofá. Sí, decididamente Tizón es uno de mis mejores amigos, aunque me despierte sistemáticamente a las siete de la mañana para reclamar el desayuno.

Entre nosotros hay un pacto de no agresión. Yo me levanto medio zombi para ponerle el desayuno y él no me muerde los pies bajo el edredón. Creo que quien más gana con nuestro acuerdo es el edredón. De nuestros primeros meses de convivencia, el cobertor conserva unos cuantos agujeros, cicatrices de las dentelladas que daba el gato en su afán por cazar mis pies, pero desde que corro a la cocina para abrirle una latita en cuanto su ronroneo me avisa de que es la hora, mis pies y mi ropa de cama están a salvo. Todo sea por mantener la armonía y la paz del hogar.

De entre mis amigas, la más cercana es Angélica. Nos conocimos el primer día de clase en el despacho de la directora. Los dos éramos nuevos en el centro. La directora nos dio la bienvenida, ponderó a los profesores y a los compañeros que nos esperaban y nos acompañó hasta el aula.

Recuerdo la impresión que me causó cuando se abrió la puerta y todos los allí presentes giraron la cabeza y nos examinaron con lo que se me antojaron miradas capaces de diseccionar un cabello por la mitad. De repente me pregunté si tendría manchas de sudor en la sisa de la camiseta, si habría sido un acierto ponerme los pantalones más cómodos que tenía, porque también eran los más viejos y desgastados, si mis uñas estarían lo bastante limpias y cortas y, por encima de todo, tuve que hacer un esfuerzo para no mirar allí mismo si llevaba la bragueta bien cerrada… En suma, me asaltaron las venenosas serpientes de la inseguridad propia y el qué dirán ajeno. Pero nadie se reía, así que asumí que la bragueta estaba como debía y fui capaz de volver a respirar.

Mientras tanto, un paso por delante de mí, Angélica sonreía y respondió al saludo de la tutora del curso con tanta naturalidad como si fuera alguien acostumbrada a acaparar la atención, y se encaminó al pupitre que esta le indicó sin dejar de repartir sonrisas como soles a los compañeros por delante de cuyas mesas pasaba.

Fui tras ella como si estuviéramos unidos por un lazo invisible, como si yo fuese un náufrago y ella un flotador. El aula estaba equipada con mesas largas para dos personas con cajonera abierta bajo la mesa. Lo de la cajonera no es relevante. Lo que importa es que nos sentamos los dos a la misma mesa. Mejor dicho, lo fundamental es que Angélica se sentó primero, ella eligió entre los dos asientos.

Han pasado diez años y todavía me pregunto si lo hizo sin pensar o si fue premeditado y, de ser este el caso, si fue una gran tontería o una genialidad brillante.

Me explico. Angélica eligió el asiento de la derecha y yo me senté a su izquierda. Bien. Ningún problema… hasta que empezamos a tomar apuntes. Porque resulta que ella es zurda y yo diestro. En los primeros diez minutos de intenso escribir, nos chocamos con el codo contra el brazo del otro no menos de media docena de veces. Para cuando acabó la clase nos lo tomábamos con humor cada vez que nuestros codos se batían en duelo por la posesión del espacio central del pupitre. Y para la hora del recreo habíamos aprendido a coordinarnos moderadamente bien, de tal modo que el ritmo de los codazos se redujo a apenas uno o dos por cuartilla.

Podríamos haber intercambiado los lugares, pero ni siquiera mencionamos tal posibilidad. De hecho, sé que si Angélica hubiese dicho de cambiarse de sitio, yo lo habría sentido como una traición, una puñalada trapera a la debida lealtad entre compañeros. Entendedme, los dos teníamos catorce años, y para mí fue la primera vez que intercambié miraditas, sonrisillas y alguna que otra risita con una chica. Que el motivo fueran los codazos que nos dábamos sin querer es lo de menos, el caso es que sucedió. Y esa tontería nos unió en una amistad que diez años después es más fuerte que nunca.

A mis mejores amigos humanos los conocí en mi primer trabajo. Conseguí un curro de media jornada en una taberna. Durante cuatro horas, de siete de la tarde a once de la noche me hacía los veinte kilómetros marcha, o los treinta, o los que hicieran falta, mientras llevaba y traía consumiciones a las mesitas de la terraza. Adolfo y Rodolfo, hermanos desde la infancia, eran los encargados del puesto de tacos del otro lado de la calle.

Ellos me invitaron a los primeros platos mexicanos que probé en mi vida. No he conseguido que confiesen cuál de ellos fue el que me puso la guindilla super picante en la comida. Me había comido los dos primeros tacos con cierta desconfianza, preparado para escupir a la primera señal de picante, pero estaban buenísimos. Así que allí estaba yo, exultante y distraído, puesto que en esos momentos estaba dedicado en cuerpo, alma, paladar y lengua a alabar la cocina mexicana, cuando me pusieron un tercer taco en las manos. Le di el gran bocado… y casi incendio el puesto, la calle y la ciudad.

Creo que jamás he llorado más ni mi piel ha adquirido un colorido más rojo bermellón que esa noche. Yo lloraba y desfallecía y los dos tunantes se carcajeaban de mí y me sacaban fotos con los móviles. Pero mi venganza estuvo a la altura de la afrenta recibida.

Los invité a cenar en la taberna en la que trabajaba de camarero y también, aunque de manera involuntaria, desarrollaba la musculatura de las piernas. Para la ocasión me compinché con Pascual, uno de los cocineros, que es un tipo enrollado aunque me saque casi veinte años. Con mucho aspaviento y mucho secretismo les dije a Adolfo y Rodolfo que iban a degustar platos que no estaban en la oferta usual del establecimiento, que era famoso por sus croquetas de boletus, sus albóndigas con queso azul y su tortilla de pimientos.

En realidad yo creía que los había invitado precisamente a eso, a probar todas y cada una de las especialidades de la casa, aunque me esmeré mucho en presentar los platos como si en cada uno de ellos hubiera un ingrediente secreto extraído de algún insecto. Procuré que mis descripciones fueran detalladas y repugnantes mientras alababa las croquetas con boletus y huevas de escarabajo, las albóndigas de carne de gusano con queso elaborado con leche del pulgón, la tortilla de alas de mosca con pimientos, la cerveza de larvas de polilla, el pan de pita y hormigas rojas, las aceitunas con un macerado de ajo y pimienta de arañas…

Mis amigos comían a dos carrillos y cuanto más me esmeraba yo por ilustrar lo repugnantes que eran los ingredientes de las raciones, con más ganas y más deprisa desaparecían en sus fauces. Pero yo contaba con que no se creyeran nada de lo que les dijera. Mi baza secreta era Pascual. Cuando ya habían comido de todo, el cocinero vino a saludarlos y a corroborar que todo lo que yo les había contado era cierto hasta la última palabra y la penúltima coma.

Pero Pascual hizo más. Se sacó del bolsillo del gran delantal blanco un par de botecitos. La etiqueta del primero decía que era cigarra tailandesa en polvo y el otro, miguitas de grillo gigante. Y ni corto ni perezoso espolvoreó de los dos sobre las patatas bravas porque, dijo muy serio, les faltaba un toquecito. Mientras la sonrisa desaparecía de la cara de mis amigos, Pascual les explicaba el cuidado con que había que macerar los gusanos de las albóndigas o el secreto para limpiar bien las huevas de coleóptero y aseguraba que todas, absolutamente todas las raciones que les había servido habían sido sazonadas por él en persona con grillos y cigarras.

Rodolfo se puso verde, literalmente verde. Casi me dio pena. Adolfo resistió un poco mejor, pero le temblaba la barbilla y en cuanto Pascual volvió a sus fogones preguntó por el camino del aseo con una vocecita débil impensable en él, que la tiene recia y grave.

En suma, mi venganza fue un éxito. Y como somos seres civilizados, urbanos, aseados y educados, reconocieron con ejemplar elegancia que se lo tenían merecido.

Más que eso. Unos cuantos años después, Rodolfo y Adolfo pasaron del puesto de tacos a su propio restaurante de comida fusión mexicana hispánica y se llevaron a Pascual como cocinero. El negocio les va bastante bien. El local lo tienen muy bien decorado, los camareros son amables y los cocineros saben su oficio. Además, a mí siempre me hacen precio de amigo.

Por eso, cuando Angélica propuso celebrar allí nuestro compromiso con nuestras respectivas familias no pude negarme, aunque confieso que me dio algo de miedo cuando Rodolfo y Adolfo intercambiaron una mirada y me aseguraron que hablarían con Pascual y prepararían algo inolvidable para nosotros.

Estoy seguro de que no van a dejar pasar la ocasión de liármela, pero no sé qué haría sin ellos. Son los mejores amigos que se puede tener.

14 июля 2021 г. 18:25 6 Отчет Добавить Подписаться
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Об авторе

Mavi Govoy Estudiante universitaria, defensora a ultranza de los animales, líder indiscutible de “Las germanas” (sociedad supersecreta sin ánimo de lucro formada por Mavi y sus inimitables hermanas), dicharachera, optimista y algo cuentista.

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Scaip Scaip
Tiene un tono tan casual y relajado <3 me encanta porque consigue trasmitir los eventos. Mavi, vas por un camino excelente!

  • Mavi Govoy Mavi Govoy
    Esta historia fue muy divertida de escribir. Cuando pruebo con escenas de acción me crispo y me cuesta dar con el tono, pero cuando se trata de describir travesuras me siento cómoda. January 22, 2022, 15:48
María Thomas María Thomas
¡Hermoso!

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