Sus labios besan mi cuello con pasión acompañados de pequeños mordiscos en el camino. Su nariz roza mi mejilla y mi boca busca la suya. Deseo besarla, que nuestras lenguas se encuentren y jueguen. Una mano sube por mi espalda y siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo. Introduzco una mano bajo su camiseta y ella suspira.
De repente, me empuja y yo me quedo paralizada. Un chico acaba de entrar al pasillo de los baños. Ella lo mira reacia pero yo solo puedo mirarla a ella. La música de la discoteca se escucha ya lejana, mi corazón se acaba de romper un poco más. El chico desaparece y ella vuelve a mis labios pero yo ya no le correspondo.
La aparto y salgo corriendo mientras siento como el dolor se expande por mi cuerpo. La gente en la calle me mira pero yo ya no siento sus prejuicios. Solo siento como puñales cada humillación que he vivido cada vez que ella me escondía de un desconocido, de un familiar o de un amigo.
El móvil vibra en el interior de mi bolso, es ella. Pero no puedo más, necesito desconectarme de ella.
Los días pasan entre llantos y pesadillas. Recuerdo cada vez que la he besado con locura así como el miedo a los insultos de la gente.
Mi hermano entra en mi habitación cuando estoy acostada en la cama.
—Hola —me saluda y yo apenas puedo levantar la vista hacia él.
—Quiero que me escuches con atención —se sienta a mi lado y me acaricia el pelo— hoy va a ser el último día que estés llorando. Mañana debe ser un día nuevo para ti.
Me besa en la frente y mis lágrimas se escapan de mis ojos. Vuelve a dejarme sola y miro el reloj, son las diez de la noche. Duermo a intervalos durante la noche y siempre me despierto con la sensación de que me falta algo y no puedo evitar llorar.
La luz del sol entra por fin por la ventana y roza mi espalda. Cojo el móvil de la mesita de noche y veo que tengo cientos de mensajes y llamadas de ella. Echo una ojeada por encima a los mensajes y veo como pasa de la preocupación, al enfado y al arrepentimiento.
Dejo el móvil a un lado y me levanto de la cama. Me doy una ducha para recuperar fuerzas y decido ir al salón. Mi hermano está sentado en la mesa desayunando y mi madre se está despidiendo. Antes de salir por la puerta, me da un beso en la frente y me sonríe. Noto sinceridad en su sonrisa y eso me reconforta.
Suspiro sentándome a comer las tostadas que están en el plato, no tengo hambre pero sé que debo comer.
—¿Quieres hablar?
Como un bocado de tostada muy lento mientras medito si me atrevo a contar toda la verdad o no. Mi hermano no me mira y no siento presión por su parte, cosa que agradezco.
—Sí quiero hablar, Adam.
—Empieza por el principio —me ordena pero no llega a ser rudo.
—He de confesar que soy lesbiana —lo digo y suelto toda la respiración que había contenido hasta ese momento.
Me quedo mirándole para ver su reacción pero sorprendentemente no hay ninguna. Lo miro con el ceño fruncido.
—¿No vas a decir nada?
Adam me mira y se encoge de hombros.
—Ya lo sabíamos —me contesta sin más y yo no puedo evitar abrir mi boca sorprendida.
—¿Por eso llorabas? —me pregunta antes de que yo pueda reaccionar.
—¿Cómo lo sabíais? —le pregunto recriminándolo, me siento bastante estúpida. He estado tanto tiempo en tensión por un secreto que resulta que no era secreto.
—Siempre lo has dicho de pequeña pero no sabemos en qué momento cambiaste.
Miro mis tostadas concentrada. Yo sí sé en qué momento y me siento bastante arrepentida.
—Conocí a una chica hace un par de años. Éramos amigas pero para mí era algo más—hago una pausa para coger fuerzas y soltar toda esta verdad que me está quemando por dentro—. Un día nos besamos pero ella tenía novio. Continuaron surgiendo esos momentos pero ella tenía novio. Cuando dejó a su chico creía que íbamos a dar un paso más pero ella siguió escondiéndome.
Adam toma unos segundos para responder y se me hacen eternos.
—Tú no tienes nada que esconder. Eres perfecta por dentro y por fuera. Encontrarás a la chica que te corresponda, ya verás.
Se levanta y me deja allí sola. Miro mi reflejo en el espejo del salón y veo que mi pelo está hecho un desastre, tengo unas ojeras pronunciadas, estoy pálida y mi nariz está roja e hinchada. Las palabras de mi hermano se clavan a fuego en mi piel y tomo una decisión que es dura pero necesaria.
Estoy sentada en un banco cuando la veo aparecer. Está preciosa con su pelo negro liso, su camiseta ceñida al pecho y sus pantalones vaqueros que marcan perfectamente sus caderas. Se sienta a mi lado y me toma de la mano pero yo se la aparto.
—Solamente quiero que me escuches —le digo con valentía y ella asiente —. Quiero que seas mi novia. Sé que será duro y puede que nos discriminen, que nos insulten o incluso que nos peguen. Pero quiero intentar ser feliz y rodearnos de gente que de verdad nos acepte tal y como somos.
Ella se queda callada y agacha la mirada.
—No puedo, lo siento —su voz es solo un susurro pero ha sido suficiente.
—Te quiero mucho y sé que va a ser difícil olvidar cuando me besabas —mi voz se quiebra un poco—. Te deseo lo mejor del mundo.
Me levanto del banco y oigo como ella me llama pero no me giro. Siento como las lágrimas recorren mis mejillas pero también siento como el alivio me invade por dentro. Por fin siento que recupero las fuerzas porque sé que merezco más.
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