masalinascebo Miguel Angel Salinas

El inspector Castro se ve obligado a detener el coche debido a un tremendo aguacero. Para en una estación de servicio justo en el momento que unos atracadores perpetran un robo. Sin venir a cuento, se ve involucrado y en un tiroteo es alcanzado de la peor manera posible.


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Incidente en una gasolinera

Serían las seis de la tarde de un miércoles lluvioso e inclemente. El aguacero provocaba que la visibilidad resultase complicada y el sentido común aconsejaba no coger el coche.

Al inspector Castro le pilló la tormenta en medio de la Ronda Norte. El primer lugar que encontró propicio para detenerse fue en una gasolinera Texaco. Comprobando los indicadores, no vio mala idea repostar. Aun le quedaba un cuarto de depósito, pero barruntó que mientras se entretenía en el repostaje el aguacero podría ir remitiendo.

Nada más parar el coche al lado de un surtidor no observó el usual movimiento de empleados y clientes. Los numerosos vehículos estacionados por doquier le indicaban que una marabunta de gente colapsaría la estación. Por eso le chocó tamaña tranquilidad. Al abrigo del tejadillo que protegía los surtidores, desmontó, llenó el depósito y se dirigió al interior a pagar. Dos tipos, encapuchados con sendos revólveres en ristre, encañonaban a la empleada y a los clientes. Por lo que pudo adivinar, la empleada intentaba explicarles que no disponía de más liquidez que la de la caja registradora; que un encargado pasaba al finalizar la jornada a recoger lo recaudado en el día. El atracador que la encañonaba no parecía en absoluto de acuerdo y bajo gritos y amenazas la obligaba a entregarle un dinero inexistente. Los clientes yacían boca abajo en el suelo, ante la atenta vigilancia del otro encapuchado.

El inspector Castro, paralizado por lo insólito de la situación, ignoraba su correcto proceder. Era consciente el modo que su placa le obligaba a actuar, pero hacía años que no usaba su arma reglamentaria. De hecho la guardaba en la guantera del coche. Regresó a él, y antes de buscarla, avisó por radio del atraco. Le aseguraron que en pocos minutos llegarían refuerzos. La palabra refuerzo le hizo gracia. No había nada que reforzar ya que él no había movido un músculo hasta el momento.

Nada más salir del vehículo, un encapuchado lo golpeó fuertemente con la culata de su revólver y le hizo perder el equilibrio. Los atracadores se dirigían con precipitación hacia su auto. La mala suerte provocó que en la caída del inspector, se le resbalara el revólver y rebotara ostensiblemente por el asfalto. El que le había golpeado se giró, y con la única y nimia intimidación de un arma en medio de un charco, estalló en un ataque de ira. Como resultas, vació su cargador en el cuerpo del policía, el cual todavía no se había podido incorporar. Antes de perder el conocimiento, el inspector memorizó la matrícula de los fugados.


Una semana después del incidente, el inspector seguía sin recobrar el conocimiento. Beatriz ya no sabía de qué forma seguir mintiendo a las pequeñas. Les había dicho que sufrió un accidente en el trabajo y que hasta que no se pusiera mejor, los médicos habían aconsejado que no recibiera visitas. Beatriz coincidió con el comisario casi a diario en la habitación del hospital. La cara del superior no auguraba nada bueno; lo contrario del médico asignado, que se mostraba optimista.

Afortunadamente el forajido no gozaba de buena puntería. De las seis balas que descerrajó al policía tan solo tres le impactaron. Una en el muslo, otra en el estómago y la tercera en el tórax, a escasos centímetros del corazón. El facultativa insistía en que no existían motivos para pensar en un estado vegetativo permanente. El cuerpo del inspector contenía reservas de sobra para salir adelante. Y no se equivocó. Tras veinte días de coma, como por arte de magia, su aparato locomotriz comenzó a funcionar. Beatriz, que pudo contemplar el milagro, salió corriendo en busca del doctor y las enfermeras. El inspector intentaba hablar y el doctor le repetía que se callara y guardara fuerzas.

Un par de semanas después, todavía postrado en la cama del hospital, el inspector pasó de balbucear a pronunciar frases inteligibles. Movía con cierta dificultad los dedos de los pies y con soltura las dos manos. El médico decidió darle el alta.

El inspector jamás se alegró tanto de llegar a su casa como cuando bajó de la ambulancia. Las pequeñas salieron a recibirle y su madre las apartó, «luego veréis a papá. Esperad que lo subamos a la habitación».


Las semanas pasaban deliciosamente lentas. El inspector contaba con la compañía de Paola y Lucía cada tarde en cuanto llegaban del colegio. Paola le leía todas las noches una historia para que alcanzara el sopor y el sueño. Cuando cerraba los ojos, ambas le daban un beso, apagaban la luz y lo dejaban descansar.

Beatriz notaba como su marido había cambiado el temperamento. La situación lo abocó a ello, pero no se trataba tan sólo de eso. Advirtió que un vínculo familiar que jamás flotó en esa casa los unía. Las niñas no reñían ni alborotaban, su marido no gruñía, deseaba sinceramente el apoyo de las tres y lo más preocupante, se lo agradecía con palabras.

La otra cara de la moneda reflejaba la lenta recuperación. Su marido aún no podía andar, ni siquiera se mantenía en pie y eso preocupaba a Beatriz. Todos los días acudía un fisio para fortalecer el riego sanguíneo de las piernas y ensayar ejercicios diversos que le recordaran los movimientos básicos. Los resultados fueron infructuosos y aunque nadie se lo dijera, ella sospechaba que su esposo jamás volvería a caminar.

Su marido no se merecía un final así. No tras tantos años al pie del cañón. La casualidad no podía recluirlo de por vida en una cama y en una silla de ruedas. No era justo. Y más injusto resultaba el hecho de que, después de tantos meses de considerar una posible jubilación para disfrutar de los años que le restaban de fortaleza física y mental, se viera abocado a un retiro forzoso tan traumático y miserable. Beatriz lloraba a menudo y el inspector lo sabía. Lo advertía en sus ojos enrojecidos y en su semblante del color de la nieve.


Y lo mismo que recuperó el sentido en el hospital, de repente, lo mismo ocurrió con sus piernas. El inspector no podía consentir que su mujer muriera de pena, así es que no le quedó más remedio que mantener una charla de tú a tú con sus extremidades inferiores. Estas, se acoquinaron tras las gruesas palabras de su poseedor, y decidieron que ya se habían acabado las tonterías. Así es que, la mañana que el fisio lo puso en pie, sujetándolo por la espalda, y comprobó cómo salió de la habitación con total soltura, no le quedó otra que seguirlo como haría con un bebé que comienza a gatear. Le pidió que le ayudara a bajar las escaleras. Quería darle una sorpresa a Beatriz. Está se encontraba leyendo en el sofá. Su primera reacción al observar los precipitados y torpes pasos de su marido y la zozobra del cuidador fue explotar en una sonora carcajada. El inspector fue hacia ella y al inclinarse para besarle se precipitó todo largo y la aplastó contra los cojines. El fisio no sabía cómo actuar. Contemplaba la escena paralizado. En el momento que Beatriz lo empezó a colmar a besos considero oportuna una retirada.


FIN



La serie de relatos del Inspector Castro (ubicados en la imaginaria ciudad de Corlan) ha sido inspirada en las novelas del Detective Pancracio.

28 мая 2021 г. 5:19 0 Отчет Добавить Подписаться
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Miguel Angel Salinas Una de cada y otra de arena

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«El Inspector Castro»
«El Inspector Castro»

El inefable y carismático inspector Castro vive en la ciudad de Corlan. Es tenaz e infatigable y con un curriculum más que brillante. Adora su profesión pero se siente viejo y cansado. No hay día en el cual no se plantee una merecida jubilación. Su mujer lo anima a ello y cada caso de robo o asesinato lo conduce en dirección contraria. Su amigo, el detective privado Pancracio , es el único que le proporciona distracción y consuelo. Узнайте больше о «El Inspector Castro».