Las cosas desde arriba se ven muy distintas, todo aquello que para nosotros impone grandeza,
para él desde aquel altísimo lugar sólo supone un grano más en el amplio horizonte de su
mirada.
Esa tarde se sentía un poco molesto por culpa de la tos que no lo dejaba en paz. El frío colado
característico de ese lugar y el inefable vicio del cigarro que había pescado quién sabe dónde,
se la provocaban y no encontraba cómo sacudírsela. Sin embargo ahí estaba, en su trabajo
como todos los días, listo para resolver las contingencias que, como todos sabemos, nunca
faltan.
Sus ojos y sus oídos eran primordiales herramientas para cumplir con sus obligaciones. Alguien
alguna vez desató el rumor de que él veía y escuchaba absolutamente todo, pero la verdad es
otra, su mérito radica simplemente en ver lo que todos nos negamos a ver y en escuchar con
atención cuando le hablan. Fue justamente esta habilidad la que le hizo conocer a Totihu, él
era un niño inteligente, suspicaz y terriblemente imaginativo que tenía por costumbre hablar
con una lucidez y una agudeza inusuales a su corta edad. Bueno, inusuales a cualquier edad.
Aquella tarde en que Totihu descubrió que podía platicar con él empezó como empezamos
todos, con una de esas oraciones aprendidas de memoria que nadie sabe si sirven en realidad.
Luego, poco a poco fue tomando confianza y empezó a contarle esos secretos que únicamente
a alguien como él se le pueden rebelar.
Las manecillas incansables del reloj continuaban su maratón infinito y a cada paso suyo,
Totihu se sintió mucho más suelto. Fue así como empezaron a surgir de su boca las preguntas.
Las primeras, por cierto, ya desgastadas y viejas de tanto hacerse. Pero las siguientes tenían
un dejo de luz y originalidad que sorprendieron al viejo y provocaron en él la necesidad de
pensar muy bien las respuestas. Sin embargo, hasta ahí todo parecía bajo control; el niño
hablaba y era escuchado, preguntaba y siempre obtenía una respuesta. El problema surgió con
la última pregunta: -”¿Y cuando te mueras, qué va a pasar?”- Caramba, tanto tiempo
ocupando ese puesto le había hecho olvidar que todo en algún momento se acaba. Sus
ocupaciones eran tantas, que nunca se cuestionaba sobre aspectos del futuro, ni del pasado,
su naturaleza era sólo ocuparse del eterno presente. Sin embargo, esa pregunta lo inquieto
esa noche le costó un trabajo inusual concentrarse en sus últimas labores. El café le supo
especialmente amargo y no le quedó más remedio que navegar en el insomnio. Nunca se había
angustiado, a pesar de que razones tenía. Le preocupaba, sí, la destrucción sistemática del
planeta, pero sabía que a la larga, y aún pagando un precio muy alto, existía una salida.
También le inquietaban otros asuntos, como el ego, la violencia y sobre todo, la dormida
conciencia humana, pero confiaba en que, a su debido tiempo, la naturaleza del hombre le
haría saber que todas las respuestas están dentro de él. Ahora no eran esos asuntos cotidianos
los que le molestaban, sino la perspectiva de la muerte, su muerte. El horror de irse dejando
sin protección a sus hijos, que parecían no madurar nunca, para marcharse a descansar a un
sitio del que nadie le había hablado. Sí, esa era la preocupación de Dios.
Durante siglos escuchó cómo se especulaba sobre su inmortalidad, pero ahora una inocente
pregunta formulada por un niño le recordó el ciclo inquebrantable del principio y el fin. La no
reelección, como dirían los demócratas. Por supuesto siempre supo que ese día habría de
llegar, pero nunca tantas ideas involucradas con el asunto le habían dado vueltas en la cabeza.
Se preguntaba si este sería un buen momento para probar todos esos placeres que nosotros
parecemos gozar y que él nunca había experimentado. ¡Caray! Si algunos de los dioses
anteriores (especialmente los griegos) echaban a volar algunas canas, ¿Por qué él no?.
Posiblemente la respuesta tenía mucho que ver con su forma de ser, nunca durante su período
como dios se sacudió la imagen de recto, de conservador, esto incluso le atraía algunas bromas
del resto del Consejo Universal, quienes argumentaban que un dios no puede regirse por
prejuicios humanos. El se defendía arguyendo que no tenía interés alguno en probar los
placeres terrenales, exceptuando el cigarro y el café que se conformaba con aquellos
destinados a los de su rango. Sin embargo, repentinamente, desde su interior la conciencia
sobre su muerte le despertó una extraña curiosidad. Su mente no podía apartar la larga lista
de gozos elaborada por la hedonista imaginación humana. Quizá valdría la pena disfrutar de
una opípara y pantagruélica cena acompañada de un refinado y antiguo licor; o pasar un largo
tiempo entregado al ocio y la pereza; o... mejor aún: hundirse en los muslos de una joven y
bellísima amante. Al llegar a este punto recordó con muy buen humor la anécdota de aquel
hijo que los hombres le inventamos en una de esas crisis de comunicación entre lo divino y lo
terreno, y no le quedó más que sonreír ante la absurda posibilidad de procrear sin contacto
físico. Ciertamente los dioses gozan de muchos privilegios, pero este rumor era francamente
absurdo. Si él quisiera un hijo tendría que engendrarlo a viva piel...
De pronto, ante esta imagen sus ojos grises se abrieron cazando una idea que, desprevenida,
voló por su mente: ¡Un hijo! esa podía ser la doble solución a su presente inquietud: La
sucesión después de su muerte y el derecho al más grande placer del que podía gozar incluso
un dios. Era el momento de matar dos pájaros de un sólo tiro, los hombres seguirían teniendo
en quién creer (en su hijo, por supuesto) y él por fin conocería el eclipse de dos cuerpos.
La mañana siguiente lo sorprendió caminando por las calles de París, vistiendo un elegante
traje de corte inglés y cubierto a medias por una fina gabardina española. Como siempre que
bajaba, su paso despertó el interés femenino y en no pocos casos también el masculino. Su
belleza era, por decirlo de algún modo... mitológica. No tuvo que buscar mucho tiempo. La
encontró sentada sobre un borde de la barda que custodia el Sena, devorando un pan y
arrojando las migajas a unos peces que nunca se asomaron. Ella era muy hermosa, de
estatura media y con la piel fresca como eucalipto. Su cabello corto a los hombros reventaba
con el sol y le dejaba libre la cara que sonreía a las mariposas.
El inicio fue sencillo: El se acercó y le habló, ella escuchó y quedó hechizada. Ahora todo
estaba listo para la creación de un nuevo Dios. Para desencanto de los clásicos, ella no era
virgen. Todo lo contrario: su sabiduría al respecto no cabría en la Enciclopedia Británica lo cual,
para un principiante como él, era un magnífico bautizo.
Los noticieros de esa tarde se ocuparon de algunos fenómenos por demás extraños: Parecía
que los grillos habían enloquecido pues su canto se escuchó, como una extraña sinfonía, en
todo el planeta; un cometa surgido de quién sabe dónde surcó los cielos europeos y la luna,
pálida de siempre, lució un púrpura impecable.
Mientras la humanidad especulaba con los significados premonitorios de estos sucesos, detrás
de la ventana de un modesto hotel, dos cuerpos rebasaban los límites de la irrealidad. Ella, con
la geografía cambiada de tantos besos y mordidas, el olor de seis batallas y las sábanas
vencidas, esperaba la última erupción. El, fatigado de aprender gozando, con la lengua
dormida y las manos crispadas de senos hacía un último esfuerzo por equilibrar sus más de
cinco mil años, con los veintidós eneros de la golondrina que tenía debajo.
Como todo, el instante llegó, ella extasiada se prendió a su espalda y él, con el corazón
reventado..... falleció en sus brazos.
Fue así como nuestra civilización se quedó sin dioses: Cuando el único que nos quedaba bajó,
precavido, para procrear a su hijo, que intentó tener con una mujer, también precavida, que
usaba pastillas anticonceptivas.
PRINCIPIOS ESPIRITUALES DE DIVERSAS
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