«El día en que moriste te llevaste mi vitalidad contigo.»
La joven castaña caminaba de un lado a otro, irritándose cuando la falda de su vestido morado la hacía tropezar. Su semblante era carente de emociones, pero los que conocían a la adolescente podrían reconocer que en sus ojos azules se reflejaba cierta sensación de disgusto.
La lanza que tenía entre las manos no había parado de lastimarla en todo el día, pero aun así se esforzó por sentarse en su trono educadamente en espera de que uno de sus consejeros llegara. La característica más resaltante de Alexandra era su inexpresividad; el vacío de emociones en su rostro siempre había sido una buena vía para mostrarse más seria, sobre todo después de la guerra que la obligó a asumir por sí sola las responsabilidades del reino.
Suspiró profundo y echó la cabeza para atrás, justo antes de dejar la lanza sobre el piso. Sin embargo, su cuerpo se negaba a dejarla ir, la necesitaba cerca para sentirse fuerte. El poder fluyendo por todo su ser era un vicio...
Pero al darse cuenta de que se estaba distrayendo demasiado decidió deshacer los pensamientos, poniéndose a mirar las paredes con mayor insistencia. Fue debido a eso que en su mente se construyó un buen plan para destruir la monotonía, y al ver las lámparas en forma de espirales que había en el umbral de la puerta no pudo evitar emocionarse.
Sí, se sentía alegre, sobre todo por recordar que los guardias le habían dejado quedarse con su arco y flechas favoritas. Lo que iba a hacer con eso sería suficiente como para divertirse un poco.
La adolescente arqueó la esquina superior de sus labios de forma casi imperceptible, y sin esperar más, levantó el arco con su respectiva flecha para apuntar hacia una de las lámparas, que muy horribles le parecían, por cierto.
¡Zas!
La primera flecha cayó justo en su objetivo; las clases de arquería sí habían dado frutos después de todo. Por eso se permitió sonreír, mientras su mente se preguntaba cuántas lámparas podía romper en el menor tiempo posible.
¡Zas!
¡Zas!
¡Zas!
Los cristales rotos caían al suelo como brillantes diamantitos, reflejando fulgor y desesperanza al mismo tiempo. Era un espectáculo de luces muertas; perfecto, hermoso y desvanecido.
Al cansarse de ver cristales rotos la joven apuntó hacia la entrada buscando dispararle la perilla de la puerta, y luego de fijar bien su objetivo tomó aire para realizar su gran hazaña, halando la flecha hacia atrás para por fin dejarla ir.
—¡Prince...! —El consejero que entró de pronto fue atravesado por la inmensa flecha, derramando sangre sobre la inmaculada alfombra que conducía al trono de quien había sido la culpable.
El hombre cayó de rodillas cuando el líquido que salía de su interior se aglomeró en su garganta, sintiendo el dolor del arma punzante enterrándose cada vez más en su cuerpo.
La joven ahogó un grito detrás de sus manos al ver la escena, e incluso sus ojos azules tan inexpresivos se humedecieron al ver el desastre que había ocasionado. De por sí sus acciones ya no tenían la soltura de siempre, y fue por eso que las piernas le flaquearon y casi trastabilló al bajar los escalones del trono para ir a ver a su consejero.
Un sollozo desesperado se construyó en su garganta, y a sus labios les costó dejarlo salir al ver la masacre más de cerca. No percibía nada, ni los gimoteos del hombre ni las lágrimas que mojaban sus propias mejillas. Lo único que sí sabía con claridad era que... ella lo había matado.
Era una asesina.
Negó con la cabeza miles de veces y se hincó en el suelo a tratar de ayudarlo, por lo que su vestido se impregnó de sangre al igual que sus dedos temblorosos, con los que intentaba torpemente sacar la inmensa flecha incrustada en el pecho del hombre. Lo único que consiguió con eso fue desparramar más la sangre en el piso, creando charcos infinitos que parecían querer devorarse toda la alfombra.
La castaña observó sus vestiduras, manos, brazos, cabello, todos manchados de rojo debido al desastre. Su labio inferior temblaba con nerviosismo mientras que, con un dolor de cabeza insufrible al extremo, miraba las gotas de del líquido carmesí escurrirse entre sus manos. Y casi, casi por unos segundos, la imagen le pareció satisfactoria.
Pero sí lo era, y bastante.
Sí...
Las extrañas figuras que se formaban con la sangre eran lindas y chistosas. Ver cómo la sustancia espesa salía del cadáver era un movimiento lento, pacífico, sin prisa, quizá hasta relajante considerando que tenía un ritmo acompasado. Era como un hermoso río recorriendo su caudal.
Por un momento la joven sintió que todo el estrés que había aguantado durante años se desvanecía. Ahora su mente era capaz de revivir recuerdos a través del olor del líquido carmesí, el mismo que había olido el día de la muerte de su madre.
Tan bellos y traumatizantes recuerdos...
Todo armaba una perfecta y tranquilizadora imagen ante sus extasiados ojos; esas punzadas, esos choques, esos sonidos. Podía recordar muy bien la muerte de su madre. Había estado caminando entre los cadáveres como un ángel de luto. Y por alguna razón ahora sentía que se liberaba de todas esas penas, de ese dolor, de esas vivencias que tanto mal le habían hecho.
Una extraña sonrisa haló de las comisuras de sus labios, formando en su expresión una mueca que, junto a la sangre en el piso, la hacían ver como una total desequilibrada.
De sus labios se escapó un sollozo que terminó en una suave risita, embelesada por la forma tan simple en que se había liberado de su estrés.
Pero luego hubo algo que la preocupó.
De enterarse de lo ocurrido sus consejeros la castigarían.
«No. No. No. No» repitió en su cabeza, esforzándose en hacer un plan para esconder las cosas. No quería que la regañaran, o peor, que la convirtieran otra vez en objeto de cuidados sobreprotectores.
Ella sólo quería ser libre y relajarse un rato... y por alguna razón matar le había regalado eso.
¿Por qué se sentía tan bien? Ya no había culpa ni dolor, sólo calma, y definitivamente la joven no quería dejar de sentirse así. ¿Acaso había enloquecido?
«No. Ahora estoy más cuerda que nunca» pensó, sonriéndole a su reflejo en el charco de sangre. Fue en ese momento en el que se dio cuenta de cómo recuperar su vitalidad.
Matando a otros.
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