El aire le cortaba el rostro mientras se arrebujaba en el jersey que había heredado de una larga lista de primos mayores, caminaba por entre las calles del pueblo que la vio crecer, a ella, a sus padres y a cuántos ascendientes conocía o que había escuchado de los más mayores. El municipio se distribuía cortado por la carretera que permitía el paso entre Sevilla y las ciudades costeras, enmarañándose mínimamente a cada lado de la misma. María recorría uno de los pequeños caminos que se perdían por el interior sureste de Espartinas, a paso ligero y recogido con fin de combatir algo la mañana helada de aquel día de invierno. Se dirigía a un pequeño zaguán de la calle Marquesí que hacía las veces de ultramarinos, menaje de toda clase, golosinas para niños, y lugar de encuentro entre vecinas hambrientas de cotilleos frescos y descomedidos. Las calles estaban vacías y mostraban ese silencio sordo y pesado que precede a la catástrofe, no se veía rastro humano, ni un pájaro despistado volviendo al cobijo de algún quicio, ni rastro del trajín matutino de viejas tempraneras lustrando el acerado. El mundo parecía saber algo y la única que no conocía el acontecimiento era ella. Mientras se perdía entre pensamientos fantasiosos y terroríficos, se tropezó con un cuerpo que ascendía en sentido contrario, se agachó con rapidez para recoger el monedero que había caído después del golpe, al incorporarse vio que la figura con la que se había topado pertenecía al padre Dionisio.
-María, por amor de Dios...-carraspeó el padre, su expresión pasó del asombro al nerviosismo, para tornarse en una mezcla de ambos. - ¿qué haces aquí? ¿no sabes nada? - Sus ojos abiertos como platos daban credibilidad a su estado de ánimo. Negué con la cabeza casi sin fuerzas, bloqueadas por el terror que ese hombre me estaba causando con su actitud desmesurada. - Es Carmen la hija del panadero, la han matado...he escuchado que se han ensañado con la pobre, todo el pueblo ha acudido a su casa en cuanto se han enterado...como la pólvora ha corrido la noticia hija mía- aclamó al altísimo tres veces antes de mirarme.
- Qué me dice usted Padre, si Carmen es lo más parecido a un ángel que haya visto este pueblo. - la noticia me había caído como un jarro de agua fría, La Carmencita era hija de Luis Martínez el Panadero, se había quedado para vestir santos, amén de lo que llevaba presagiando la madre de la misma desde casi que empezó su adolescencia. Sus curvas cuadradas y gesticulaciones generosas le consignaron un aspecto menos que femenino cuya madre había sabido ocultar entre discursos de hija entregada, trabajadora y oficiosa a Dios, con poco tiempo de ir como animal en busca de caza. Carmen trabajaba desde siempre en el horno familiar, y su dedicación era comparable con la vocación de una monja de clausura. Su actitud siempre había sido de amor eterno por sus vecinos, se deshacía con los niños volviéndose uno de ellos, y se los ganaba para siempre cuando les sacaba del bolsillo de su eternamente enharinado mandil un trozo de pan tierno, que repartía entre los chiquillos como si de polluelos se trataran. La primera en montar flores para la romería de la virgen de Loreto, en hacer buñuelos para venderlos y recoger fondos para las hermandades, se ofrecía en reformas y en remiendos, y siempre con una sonrisa auténtica y campechana. Todos la querían, y quién no la quería la estimaba, o eso creían hasta entonces.
-Pues no sé hija mía, a eso precisamente voy, a enterarme de algo, ...ten cuidado María, a este pueblo ha llegado el mal, y no precisamente en formas espirituales...- dijo el Padre Dionisio entre susurros sonoros mientras se alejaba carretera arriba en dirección al horno de la familia Martínez .
María reanudó el paso con un nudo en el estómago que le atenuó el frío pero le abrasó el alma, al doblar la esquina del recinto del Señor Matías Romero, donde varias generaciones de Romeros habían guardado las cabras que abastecían de leche, queso y carne caprina a las familias del pueblo, se encontró que la tienda se hallaba cerrada a cal y canto con tranca y todo. Más que por el cuarto de garbanzos, María había seguido hacia su destino presa de un ataque de bloqueo mental. Reaccionando, giró sobre sus pasos ajustándose el jersey sobre las orejas y corrió en dirección a su casa, con la única compañía del viento azotando su cara, la ausencia del cuarto de garbanzos que no había podido comprar, y la voz del Padre retumbando en sus oídos. Llegó al umbral de su casa y se volvió un instante, entonces vio al puñado de pueblerinos que descendían por la calle, con caras sombrías y semblantes acongojados, en un silencio que gritaba y se escuchaba en todos los rincones del cuerpo.
Entró en la casa, se deshizo del monedero, se cubrió con unas ropas más gordas, y salió dispuesta a averiguar con más detalle lo que había ocurrido. Al salir, el puñado de habitantes ya pasaban frente a su casa, María pudo ver a su Tía Dolores que caminaba junto a Rafi la pescadera. Corrió junto a ellas y se dispuso entre ambas siguiendo el ritmo rápido y ordenado de la multitud.
-Me ha dicho el Padre Dionisio que Carmen..., por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido? - Rafi, una mujer que manejaba un cuchillo exageradamente grande con respecto a sus proporciones reducidas, miró de soslayo a Dolores y se persignó entre sollozos ahogados.
-Al parecer, su madre la ha encontrado de madrugada tendida sobre un charco de sangre a la entrada del horno ..- proclamó la tía de María secamente, una mujer menos impresionable sin duda, pensé yo.- ...por lo visto...-carraspeó.-. la han rajado con una saña que asusta al mismísimo demonio, de arriba abajo...- Dolores seguía con la misma entereza, pero le temblaba la voz y la Rafi se santiguaba con más velocidad y mayor entusiasmo con el transcurrir de la explicación. Parecía que la pescadera estaba a punto de desfallecer de tanto aspaviento cuando se proclamó.
- ¡Dolores calla, por Dios Santo!...Esa pobre mujer, toda la vida entregada a los demás y al trabajo....- disimuló unos ojos vidriosos. - ¿Quién ha podido hacer algo así, en este pueblo, a esa pobre familia?
-La llevan a la casa de Don Justino, tiene que hacerle la autopsia.- Justino era el médico del pueblo, ejercía con una enorme voluntad conspiratoria, tanto que tenía a todas las señoras del pueblo entretenidísimas con el ejercicio recreado, regocijante y reconfortante de compartir con el doctor sus infinitas afecciones y molestias extrañisimas, sobre las que el médico diagnosticaba sin censura y recetaba a diestro y siniestro, para gran tranquilidad de las convalecientes, que regresaban satisfechas a sus hogares, al tirón de cualquier hormigueo extraño que pudiese poner en peligro sus vidas. Don Justino ya era viejo cuando nació María veintitrés años atrás, y nada hacía presagiar que aquel señor soltero y devoto al servicio del pueblo, faltara pronto. Vivía en una casa propiedad del pueblo que se situaba anexa al edificio del ayuntamiento, allí mismo ejercía.
Recorrieron las callejuelas como penitentes en un silencio amortiguado por las pisadas contra el adoquín, pasamos junto a la iglesia de Nuestra Señora de Asunción, entonces María vió al Padre Dionisio con cara de haber descubierto momentos antes los detalles más escabrosos del caso. Dejamos la plaza de Abastos abandonada con restos del trajín de una recogida presurosa, giramos por la calle del colegio público y se nos presentó ante la vista la plaza del ayuntamiento. Un edificio enjuto y modesto coronado por dos banderas de colores españoles, que pendían de ambos ventanales superiores, ondeaban con fuerza y latigazos. Ofrecían la imagen de un par de auto flagelantes que callaban su dolor con más fe que valentía. La congregación se esparció por el terreno llano y firmemente pavimentado que presidía el edificio, como una telaraña de almas tristes y expectantes, encogidas sobre sí mismas con la única motivación de acompañar a la hija del panadero.
panadero.
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