Patricio decidió un día que iría a pescar un pez. Así que se compró una caña de pescar, también unos gusanos y un sombrero de esos que suelen usar los pescadores. Fue a la playa y lanzó el anzuelo al agua y después esperó pacientemente a que picara un pez. Fueron tres horas cuando hubo uno lo suficientemente tonto para caer en la trampa. Poco después, el pez pescado se quedó agonizando en el suelo, aleteando y gritando a toda agalla:
—¡Qué dolor, por Dios, qué dolor! ¡¿Por qué me has hecho esto, Patricio?! ¡¿Por qué?! ¡Duele, no sabes cuánto duele esto, Patricio! ¡Por favor, mátame! ¡Mátame!
Patricio salió corriendo con los ojos inundados por las lágrimas y juró por el alma de su padre que, desde ese mismo día, nunca jamás le haría daño a ningún pez.
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