A Gertrudis la consultan mujeres, hombres, ancianos y por supuesto madres con niños en brazos, desesperadas por la salud de sus pequeños, atiende desde un dolor de muela, hasta un parto, aunque la presencia masculina en el consultorio siempre es minoría, tiene fama de ayudar a izar bandera a más de uno.
Su consultorio está situado en un barrio polvoriento, y con mucho viento, las vecinas la envidian, la maldicen, pero siempre son ellas, quienes dan las indicaciones a los foráneos de la casa blanca donde atiende “la bruja esa", y se benefician vendiendo un tinto, un caldo, una gallina, una empanada, una gaseosa.
Hoy la consulta un tímido joven de Ventaquemada, su cutis tiene ese característico color rosado de quienes labran la tierra bajo el sol o la lluvia, su nariz es chata, pómulos amplios, ojos rasgados y corta estatura. La sesión inicia con un chirriar incesante de la cama de la madrona, Gertrudis es noble, algo gorda y sus nalgas le pesan tanto que se le dificulta caminar, su tez morena contrasta con la luz que atraviesa la pequeña ventana, sus ojos están pequeños, tal vez no paso buena noche, su figura la complementa un sombrero con una pequeña pluma. El sombrero es su vida, tan solo se lo quita para bañarse y eso lo hace con poca frecuencia, es verde de ala corta con una pequeña pluma, dice ella que la única manera de ponérselo correctamente, es dejando la pluma en el costado izquierdo.
Cuando alguien pregunta por su llamativo sombrero, ella se inspira y siempre menciona la misma frase “el sombrero albergaba toda la sabiduría adquirida por el paso de los años, lo compre en mi juventud cuando un tal general de Tunja se posesionaba como presidente de Colombia, y de los mejorcitos”, orgullosa siempre reitera.
Como buena médica, pregunta por la causa del sufrimiento, en sus palabras se registra esa voz de mamá regañando y diciendo quien lo mando, pero Gertrudis no está para consolar o aconsejar, tan solo para sobar. Antes de hacer gala de su fuerza, realiza radiografías mentales, una vez sus dedos han hecho el diagnóstico se tienen dos opciones o se va inmediatamente para el hospital San Rafael o con otras dos sobadas se cura, para fortuna del joven, el diagnóstico arroja la segunda opción.
Gertrudis acomoda sus pesadas nalgas, unta su mano con aceite mágico. El aceite utilizado conserva muchas propiedades, las mismas que permiten fritar plátano, papas y maíz pira. Ese mismo aceite se ha esparcido por la piel del cojo, desgarrado, descuajado, dislocado y tronchado. Frota la muñeca izquierda del joven sin decir nada y con movimiento sinuosos empieza un concierto de quejidos, lágrimas y gritos que poco o nada preocupan a la doña. Con la entrada en calor los quejidos y dolores incrementan, llegan a su clímax y ella disfruta recordando tal vez algunos orgasmos de la juventud, respira fuerte, aprieta los labios y tuerce las manos. Sus manos tienen fuerza, similar a la de un cotero alzando dos bultos de papa, y dice ya está. El de Ventaquemada queda arrodillado esperando una mirada o palabra, ninguna llega.
Un cirujano luego de la intervención quirúrgica cose al paciente y termina su labor, y son generalmente los auxiliares quienes asisten a los pacientes, acá no. Gertrudis no delega ninguna función, venda a sus pacientes, como hilando lana, sin disminuir su fuerza al contacto con el enfermo. Las vendas, bien pueden ser el retazo de una vieja camisa o pantalón, lavados a mano y despercudidos al sol, o una venda elástica recién comprada en la droguería mundial. La sesión termina con una apretada final y con un gancho nodriza, esos que se utilizaban antes de los noventa para apretar el pañal de los niños cagones de la época. José Segundo el joven tímido y ahora pálido agradece a la doña, diciendo: que Dios se lo paga y gracias por evitar ir al hospital que tanto detesto, en ocho días vuelvo.
El consultorio queda a la espera de nuevos pacientes, Gertrudis le dice “la pieza” está decorada con una cama sencilla que rechina cada vez que la madrona se mueve, una mesita de noche, la imagen de la virgen del milagro y un simple tapete que merece una buena despercudida. Los domingos solo trabaja hasta las 2 de la tarde, pero hoy antes de terminar la jornada, le toco formular a un niño con apenas 9 meses de nacido, hijo de una china de 19 años, tiene vomito, diarrea y fiebre; el diagnóstico indica que es tocado de difunto. La joven madre sin entender nada mira a su mamá. Ésta le responde: yo le dije que no fuera por allá al cementerio, pero como creen que se la saben todas, ahí tienen las consecuencias. La abuela del niño toma la vocería, doña Gertrudis, ¿Qué se le puede dar al bebe para que se mejore?. Mire le digo, esto es demorado. Lo primero, la mamá del niño debe comer huevos con ruda, durante 15 días, le tienen que comprar una camisa roja de esas que venden en la Plaza del sur o en el centro. Y por las noches pique papel periódico y se lo pone en la espalda, venga en ocho días a ver como sigue. Y bauticen al niño lo más pronto.
Como a las tres y media de la tarde termina la jornada, a esa hora el hambre acecha y en su consultorio o pieza como le llama, se percibe un olor a comida que al parecer llevaba la abuela del niño, mientras piensa en el almuerzo su boca apenas pasa saliva. A Gertrudis le fascina el cuchuco con espinazo bien espeso, y un buen pedazo de chicharrón toteado, dicho banquete lo ofrece un solo restaurante, el de Don Plutarco.
Llama a su única compañía, un hijo casi cuarentón. Le indica que le acerque la silla de ruedas y la lleve al restaurante de Don Plutarco, a unas 10 cuadra de su casa. Las escarpadas calles del barrio y el peso de la doña, hacen sudar al hijo, que mentalmente maldice tener que ayudar a su madre. ¿Qué se le ofrece doña Gertrudis?, desde la cocina le grita el dueño del restaurante, tráigame un buen cuchuco y el espinazo en otro plato y pa mi hijo un runtazo (plato compuesto por papa criolla, salchicha, morcilla y longaniza). Doña Gertrudiz acostumbra a rematar el almuerzo con un vasito de chicha. El efecto de la bebida ancestral la deja algo alegrona y con ganas de disfrutar del sol, así que le dice a su acompañante: mijo váyase para la casa que yo me voy con paciencia caminando.
Antes de irse por las polvorientas calles pide un chicharrón toteado y con la ayuda se su bastón toma rumbo a aquella casa blanca. No había caminado una cuadra y ya estaba fatigada, se sentó y tomo aire para continuar. Pasando cerca a la iglesia de San Martín de Porres, sintió como le jalaban su bolso con tanta fuerza que la hicieron caer, su vestido largo se levanto por el impacto y la fuerza del viento dejo ver sus enaguas, al caer, su sombrero también salió rodando y vio como dos culicagados de menos de 15 años salían corriendo por la callejuela de la iglesia, el mas alto cogió el bolso y el otro el sombrero. Esos chinos hijueputas que van corriendo se robaron mi sombrero, grito en medio de sollozos y lágrimas. Dos señores que pasaban la ayudaron a levantar y la consolaron diciéndole “lo importante es que no le hicieron nada, eso el resto se recupera”. Y pues sí, el bolso tenia los papeles y como cincuenta mil pesos de las consultas del día, pero su sombrero, nada lo podía reemplazar, se sentía incompleta, desnuda, sin aliento. El sombrero era su vida.
El barrio en el que vivía estaba lleno de malandros, chinos que se la pasan vagando y metiendo vicio, ella llegó al barrio cuando todos se conocían y no había necesidad de cerrar la puerta, pero de un tiempo para acá, los robos de casas y atracos en la calle hacían parte de las noticias diarias del barrio. Después de seis meses a la casa blanca del barrio polvoriento no volvieron a entrar pacientes, las vecinas dijeron que la “bruja esa” ya no curaba a nadie que no servía para nada, dicen que con el sombrero se fue la magia de sus manos. Y que el chino lo vendió por cinco mil pesos para vicio.
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