Ese avión cambió mi destino; mi vida, la tuya y la de todos los que nos rodeaban. Antes yo era la muchacha de veintisiete años de la que te enamoraste. Metódica, organizada, cuadriculada y atada a las costumbres y al estilo de vida que había ido adquiriendo desde pequeña y que por aquél entonces me parecía de lo más correcto. Sabes que en mi rutina no había lugar para improvisaciones, y eso, a veces, chocaba contigo. Todavía recuerdo aquel día que llegaste con dos billetes para pasar el fin de semana en París y yo me enfadé muchísimo porque ya me había hecho a la idea de ir el sábado a ver una película que acababa de estrenar Amenábar. Y al final ni parís ni cine; pasamos todo el fin de semana sin hablarnos. Creo que fue de las pocas veces que estuvimos enfadados, y ahora, me parece la mayor tontería del mundo. Ya ves cómo cambian las cosas, y también las personas.
Dicen que algo nuevo empieza cuando algo termina. Aunque las fuerzas flaqueen y te resistas a deshacerte del pasado, la vida siempre está preparada para darte una nueva oportunidad y hacer de esa puerta que se cerró, un gran ventanal con viento nuevo. Y eso es lo que pasó después de ti. Pero fue complicado, ya lo sabes. Yo ya había pasado por eso de perder a alguien cuando murió mi madre y papá decidió que al viento que seguiríamos nos traería de vuelta a su casa, a Madrid, para empezar de cero. Yo era solo una niña de seis años que acababa de despedirse de su madre y que se veía obligada a hacerlo también de Roma, la ciudad que la había visto nacer y de todo y todos los que dejaba allí.
Tú mismo fuiste testigo del arrojo y aplomo con el que mi padre, un psicólogo treintañero recién enviudado, dejó atrás la tierra de su adorada esposa, y volvió a su Madrid natal para criarme bajo un manto de ternura y abrigo que me forjó como una muchacha sensata y trabajadora. Tal vez una chica demasiado medida para mi edad, o eso me decías siempre porque nunca me comporté como la niña que todas tenemos derecho a ser. No jugué lo suficiente, ni me manché, ni pataleé, ni le pedí a mi padre que me contara un cuento para dormir. Él todavía hoy me mira con los ojos brillantes y me cuenta que soy la viva imagen de mi madre; sus mismos ojos verdes, su pelo negro azabache y el pequeño lunar sobre el labio.
Maduré a destiempo hasta en el amor. Y eso lo sabes bien porque fuiste partícipe. Pasamos de jugar en la casa del árbol a besarnos bajo sus ramas con apenas catorce años. Te enamoraste de lo que yo era, sin más y lo que más me gustaba de estar contigo era que no tenía que fingir ser otra persona y que siempre me apoyabas en todo, aunque no estuvieras del todo de acuerdo con mis decisiones. Eras la bocanada de aire fresco en mi rutina. La única persona que sabía cuándo hablar y cuando dejar que el silencio lo hiciera. Nuestras miradas hablaban solas, y esa complicidad me daba la certeza de saber que quería pasar contigo el resto de mis días. Fuiste mi abrigo y contigo me sentía querida por alguien más que no fuera mi padre. Y yo por ti habría hecho lo que fuera. Lo único que quería era que encaminaras tu vida a lo que siempre habías anhelado. Que tuvieras un futuro tan brillante como tus sueños. Y te convertiste en alguien tan valiente y decidido que contagiabas optimismo a todo aquél que te rodeaba.
Pero todo se esfumó. Todo voló por los aires aquél frío día de abril. Ese día cambió el rumbo de mi vida para siempre. Y lo que no sabía era que el destino me tenía preparada una nueva vida a la vuelta de la esquina... Alguien me dijo una vez que nada ocurre por casualidad.
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