simon-acostat Simón Acosta

Roberto y Sofía, ambos desconocidos, se refugian de una tormenta en el mismo bar que los lleva a confesarse sus más grandes deseos.


Эротика 18+.

#juegos #erótico #cuentos #bar
Короткий рассказ
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El viejo y el bar

Las calles de la capital estaban casi vacías, y una que otra persona caminaba por aquí y por allá, como era de esperar de un Martes con un poco de llovizna y mucho frío. Hacía un silencio casi completo, roto nada más por el sonido de las gotas diminutas contra el asfalto y la música que venía de una puerta, con un rótulo ya borrado por la lluvia y el tiempo. Entrando por la puerta diminuta, se podía pasar por un pasillo repleto de fotos y carteles para luego llegar a un lugar abierto, con unas cuantas mesas, una barra sencilla y una rocola en una esquina, tocando canciones viejas. Sólo unas cuantas mesas estaban ocupadas ese día y el bartender, quizás de unos 30 años, miraba curioso a uno de los clientes sentados en la barra quien se tomaba una cerveza despacio, mirando al vacío. Este era Roberto, de 65 años, quien suspiraba, quien sabe si por tristeza o por aburrimiento. Era alto, de por lo menos metro setenta, y flaco, flaquísimo; en su piel morena sobraban las arrugas, las manchitas y una que otra cicatriz del pasado. De pelo escaso pero canoso, de anteojos grandes y cejas pobladas, así era el tipo de hombre que Roberto era. En uno de sus bolsillos estaba escondido un anillo de matrimonio, que recién acababa de quitarse guardándolo con cuidado en el bolsillo, mirando a ambos lados como cerciorándose de que nadie lo había notado. La noche era ordinaria y afuera la lluvia sonaba más fuerte, amenazando con ahogar hasta a las pobres canciones de la esquina, que se cambiaban constantemente sin ayuda de nadie. Y Roberto, incómodo, miraba su reloj tomando su cerveza.


De la nada, a través de todos los sonidos de la noche, se escucharon un par de tacones entrando y Roberto a través del reflejo de un estante, vio su forma borrosa primero. Entre más los pasos se acercaban a la barra, Roberto parecía ponerse más nervioso, moviendo las piernas o las manos, tomando su cerveza en tragos cada vez más grandes sin volverse a ver atrás. Por fin la figura se sentó en el banco al lado de él, y saludó con una voz grave y aún así melodiosa al bartender, como si fueran amigos de toda la vida. Sacó de su bolso un cigarro y lo prendió con los ojos cerrados, como en éxtasis, mientras Roberto aprovechaba para robar una mirada. Un vestido negro, unos labios rojo vivo, unas pestañas de película y un pelo entre castaño y canoso; baja, un cuerpo amoldado perfecto a su vestido y unos pequeños anteojos completan la figura de una mujer que bien podría tener sus buenos 50 años, quien fumaba en silencio y disfrutando. Sus pequeños pies fueron dejando un rastro húmedo desde la entrada, donde quedó su sombrilla y aún así parece como si el tormenta de afuera parecía no afectarle, como si fuera completamente normal que una mujer, enfundada en su mejor vestido, decidiría llegar a un extraño bar en medio de la lluvia, con la única compañía de un paquete de cigarros.


Súbitamente, ella lo notó a su lado, como si recién en ese momento empezará a existir la gente a su alrededor, entre la cortina de humo que la protegía. Lo volvió a ver con una mirada curiosa, a ese hombre tomando su cerveza en silencio quien mira al frente sin decir una palabra. Miró al bartender que se encogió de hombros y ella le sonrió de vuelta, como si eso fuera toda la comunicación que fuera necesaria entre ambos.


— ¿Usted es nuevo acá, verdad? - dijo con la voz baja, casi como en un murmullo, mientras tiraba el humo de su último jalón a un lado.


El hombre por un momento no dijo nada, mirando al frente, hasta que parpadeó un par de veces como para volver de una ensoñación. Sin volverla a ver enteramente, asintió.


— Sí. No son todos los bares que están abiertos a esta hora un día como hoy. No por lo menos para tomarse una cerveza tranquilo.


Ella lo volvió a ver con una mirada curiosa y una media sonrisa. Podría haber sido coqueteo, burla, o una sutil indiferencia; él mientras tanto no decía nada más como si considerará la interacción una molestia y por un momento se hizo el silencio entre ambos. Un grupo salió del bar y en la rocola empezaron a sonar canciones de desamor, con el bartender durmiendo de pie mientras limpiaba unos vasos. Ella pidió una cerveza despertándolo y cuando llegó, se tomó un trago y habló de nuevo.


— ¿Y entonces lo estoy molestando?


— ¿Cómo? -respondió él, mirándola por un segundo y volviendo la mirada al frente- No, no, para nada. Esa lluvia de afuera me tiene distraído. Como si estuviera dentro de un cajón sin poder escuchar más que gotas de gotas cayendo por doquier.


— Yo vengo a menudo -dijo ella sonriendo, mientras tarareaba un segundo la canción que sonaba- Y la mayoría del tiempo me gusta estar sola. Vengo acá precisamente porque sé que puedo estar, como usted dijo, tranquila. Pero a veces uno tiene ganas de hablar, de conocer a alguien nuevo, de pasar un rato.


— Yo no soy mucho de hablarle a la gente, para serle honesto... - y la señaló con un gesto, preguntando.


— Sofía. Ese es mi nombre.


— Roberto, mucho gusto. Como le decía, no soy mucho de hablar, Sofía, pero hablar, hablar no está mal de vez en cuando para matar el tiempo.


Ambos se miraron un momento y sonrieron, tomando cada uno de su cerveza y volviendo a quedar en silencio. Quizás no supieran que decirse o estuvieran pensando en algún chiste para romper el hielo.


— De hecho, esta es mi primera vez saliendo en mucho. -dijo él de la nada, en voz baja, como confesando algo- Supongo que uno llega a pensar que salir, tomarse una cerveza y esas cosas es de cuando uno era joven, y que envejecer siendo maduro es ser como lo que se espera, un viejo amargado que todos detestan o un abuelo adorable que todos quieren.


— ¿Y usted cuál de los dos es?


— ¿Yo? Definitivamente el viejo amargado.


Ella sonrió y apagó lo que quedaba del cigarro. No dijo nada y por un momento es como si la conversación ya hubiera muerto. Ella agarró entonces la botella y la levantó como quien espera brindar, esperando, mirándolo directamente a los ojos. Él por fin entiende, y brindó con la suya, el sonido de ambas rompiendo de nuevo el momento incómodo.


— Brindo entonces por los viejos que somos jóvenes -dijo ella mientras tomaba su trago- Por las viejas como yo que salimos de vez en cuando a por un cigarro y una cerveza y por los viejos amargados como usted, ambos encontrándose en un bar extraño mientras la lluvia los deja encerrados. ¿Quién dice que porque uno pasa los 50 años tiene que empezar a morir, en lugar de ser al revés? Al diablo con lo que la gente espera de uno, digo yo, Roberto.


— Creo que lo que pasa es que después de cierta edad, uno se vuelve mercadería frágil, de esa de andar con cuidado, hablar despacio y dejar en un rincón lo más posible sin tocar. Para los hijos, para los nietos, para todo el mundo. Se supone que tenemos que hacerlo de todo antes de los 50 para que después podamos empezar a morir en paz -y él la volvió a ver fugazmente, para guiñarle el ojo- No que yo me vaya a dejar, por supuesto.


— Y en eso estamos completamente de acuerdo. Y yo que pensaba que no valdría la pena salir con semejante clima hoy. ¿Qué importa que el cuerpo se vaya haciendo viejo, si todavía tenemos la cabeza llena de ideas locas y planes sin realizar? Es un placer encontrar a alguien como usted que me entienda.


Extendió su mano y Roberto, al tomarla entre las suyas, quedó fascinado; su mirada se perdió en los pliegues de la piel de cada dedo mientras hablaba casi para sí mismo. Pasaron los momentos y él seguía mirando esa mano delicada, con las uñas cortadas meticulosamente, con sus venas y sus arrugas. Simplemente la observaba, con cuidado, como intentando descubrir en ella el pasado de la mujer y quizás, el futuro también. Ella mientras tanto lo miraba con curiosidad hasta que por fin él soltó la mano con un gesto de vergüenza y volvió de nuevo con su cerveza.


— ¿Casado, divorciado o viudo? -preguntó ella con un tono divertido.


— ¿Ah? ¿Cómo? -Roberto se miró asustado el dedo por un momento y la volvió a ver preguntándole cómo es que sabe la verdad.


— Lo digo por el dedo. Miré el mío -y le enseñó el dedo anular, con una banda pálida en el medio- Acá generalmente está el mío, pero cuando salgo me lo quito, porque no me gusta la idea de perderlo. Pero estoy casada.


Roberto dudó, por supuesto. Se le notaba en su cara que no sabía que responder, mientras inconscientemente su mano gravitaba hacia el bolsillo donde tenía su anillo guardado. ¿Qué podría decirle a la mujer? ¿Cuál era la historia detrás de ese anillo escondido y su dueño? Por fin Roberto se miró de nuevo la mano evaluando sus opciones y luego, a la mujer con cuidado.


— Casado también. Pero me lo quité en la casa y ahí se quedó. A mí tampoco me gusta la idea de perderlo, más porque soy un poco despistado.


— Claro, me imagino que a su esposa no le gustaría saber que lo anda perdiendo en bares mientras habla con mujeres desconocidas -dijo ella con una pícara sonrisa- Y si puedo preguntar, Roberto, ¿dónde está ella ahora?


— Dónde una hermana -respondió Roberto rápido, como si tuviera ya la respuesta ensayada desde el principio- Es la primera vez en mucho tiempo que no pasamos una noche juntos y por eso vine acá.


— ¿A celebrar? -le dijo entonces la mujer, ampliando su sonrisa y tomando un trago de su cerveza, despacio y guiñando un ojo.


— Sí, bueno, no, no celebrar. Sino que hace mucho tiempo que no pasamos solos y pues, quería salir de la casa. No quería quedarme ahí sintiéndome solo. Puedo ser un viejo amargado, pero a veces uno siente que las paredes se cierran alrededor de uno y el aire se vuelve pesado.


— Bueno, le puedo prometer algo ahora mismo -y una de sus delicadas manos se detuvo en la pierna de Roberto, solo por un segundo, pero lo suficiente para dejar su calor impreso en la piel- Hoy no va a estar solo y ningunas paredes se van a cerrar sobre usted. Yo voy a cuidar de eso.


Él disfrutó de ese breve contacto y no dijo nada por un momento, posiblemente temiendo que la mínima palabra hiciera volar esa mano lejos de su pierna, donde se podría haber sentido tan cómoda. Ella se veía tan serena, simplemente sentada, con el cuerpo relajado y sus labios rojos perdiendo su color poco a poco con cada trago de su cerveza. Entre los dos, para alguien que estuviera atento, podía verse una especie de comunicación extraña, como si el silencio entre ambos no fuera más que una conversación secreta de la que nadie más fuera partícipe. Súbitamente, ella recuperó su mano y sacó otro cigarro del paquete, colocándose en los labios. Al encenderlo con un pequeño encendedor, arqueó un poco la espalda para atrás, con los ojos cerrados y luego dejó salir el humo despacio, mientras Roberto la miraba sin disimulo, con sus ojos brillando y su boca entreabierta. Al volver del trance, Sofía sacó un cigarro más y se lo ofreció a él, quien negó con su cabeza.


— No fumo. Fumé cuando estaba en la universidad por un tiempo pero me terminé empachando. Ahora no aguanto la idea de fumar.


— Disculpe, no le pregunté si le molestaba. Me debería haber dicho para no estar fumando y tirándole el humo -dijo ella con ademán de apagar su cigarro.


— No se preocupe, puede que yo no aguante fumar, pero sigue siendo un olor... como decirlo...


— ¿Excitante?


— Sí, bastante. Además -y Roberto dirigió su mirada directamente a los ojos de ella, por primera vez en toda la noche, y la mantuvo por unos cuantos segundos- No hay nada más atractivo que una mujer que fuma, por lo menos, una linda.


— ¿Una como yo, dice usted? -y se rió despacio, como tomándolo en broma.


— Pues sí, una como usted. Una exactamente como usted, Sofía.


Sofía se sonrojó por un segundo y desvió la mirada. Roberto la miraba extasiado y no se atrevió a decir nada más, esperando con un rostro ansioso cualquier respuesta. El bartender, mientras tanto, los miraba de reojo mientras limpiaba vasos que le iban trayendo, quizás pensando en lo curiosa que se veía la escena. Un señor y una señora, porque así los debería de ver, tirándose coqueteos como si fueran un par de universitarios. Pero sonreía también y aunque se esforzaba por servir tragos y limpiar vasos, mantenía una mirada atenta a la pareja, como para no perderse ni un solo momento de ellos dos. Entraron unas cuantas personas más que se fueron sentando en cada una de las mesas del lugar pero pasada la hora desde que Roberto había entrado, el lugar se sentía igual de vacío, el humo de Sofía dando vueltas en el aire y la música haciendo dueto con la lluvia de afuera, que parecía por fin aminorar un poco.


— ¿Qué busca realmente usted, Sofía? -preguntó súbitamente Roberto, con un tono nervioso pero resuelto en su voz, mientras la miraba directamente.


— ¿En la vida? -dijo ella, riéndose suavemente, volviéndolo a ver también, con todavía un poco de rubor en sus mejillas- ¿O esta noche?


— Hoy, ahora mismo, conmigo.


La mano de Roberto cruzó el espacio entre los dos sin previo aviso y tomó la de ella, delicadamente. La movida intrépida tomó por sorpresa a Sofía, quien por un momento se quedó mirando aquella mano atrevida y a su dueño, que la miraba con intensidad. Pero luego su mirada se vuelve juguetona y se rió estaba vez más suave inclinándose hacia adelante, trayendo el aroma de un perfume dulce mezclado a cigarro, que terminaba siendo una mezcla intoxicante.


— Yo busco hacer las cosas que nunca hice antes. Usted mismo lo dijo. Piensan que estamos listos para quedarnos en la casa cuando todavía tenemos planes sin realizar, sueños como todo el mundo, fantasías que nos carcomen por dentro. -dijo ella a una corta distancia del rostro de Roberto, quien alternaba su mirada entre sus ojos y sus labios, sin disimulo porque no le quedaba de otra- Ahora, si me pregunta que busca hoy, con usted, eso todavía no lo sé. ¿Y eso no lo hace más interesante? ¿El no tener ni idea que va a pasar pero estar lista para lo que sea?


— Cosas que usted nunca antes había hecho -le respondió Roberto, intentando simular el mismo tono de voz sensual, quizás fracasando en el intento pero sonando por lo menos misterioso- Y entonces, ¿qué cosas nunca hizo antes y le gustaría hacer?


Sofía se acercó aún más a él, hasta que los separaba nada más un centímetro y dejó salir el humor lentamente, dejando que Roberto lo aspirara. Lo hizo con una sonrisa y sus ojos estaban clavados en los de él, y por un segundo fue como si el tiempo se detuviera, la música congelada en una balada, mientras ambos, él y ella, con sus ojos hambrientos, se miraban sin siquiera respirar.


— Yo nunca me fui a la cama con alguien que recién había conocido. Y eso sería algo que no me molestaría intentar -le dijo susurrando, y justo cuando Roberto se acercó con sus labios, ella rompió en una pequeña risa, se echó para atrás bajándose del banco y se encaminó hacia lo que parecía el baño de mujeres.


Roberto se quedó unos cuantos momentos como estaba, todavía inclinado hacia delante y evidentemente tratando de controlarse. Él, hombre casado, había estado a punto de besar a esa mujer seductora y había caído completamente en la trampa; no le debía de quedar duda alguna de que Sofía estaba jugando nada más con él, y al sentarse de nuevo frente a su cerveza tomándola de un trago, vio al bartender sonreírle y levantar los hombros como diciéndole que ese tipo de cosas pasan. ¿Pediría una cerveza más y la esperaría sentado o se iría de ahí ya, a su casa, dejando atrás toda esa charada? Se veía molesto y se puso de pie, sacando su billetera, como dispuesto para salir. Pero al volver a ver por donde se había ido Sofía, se detuvo y guardó su billetera. El bartender lo miraba con curiosidad y Roberto simplemente le sonrío, de una forma casi lobuzna y empezó a caminar hacia los baños, cada vez más resuelto. El bartender se encogió de hombros de nuevo mientras afuera la lluvia se detuvo súbitamente, dejando la constante música de la rocola sonando como siempre, una y otra vez.


Cuando Roberto se paró en seco, sorprendido, estaba ya justo afuera del baño de mujeres, con la quijada cerrada con firmeza. Estaba nervioso, eso es obvio y por su frente caía una pequeña gota de sudor frío. Pero cuando Sofía salió por fin, con sus labios de nuevo rojos, él pareció olvidarlo todo; dio un paso adelante, una mano yendo automáticamente a la cadera de ella mientras otra iba a su rostro, la jaló decidida pero delicadamente hacia él y la besó. Y no era un beso de niños ni un beso inocente lleno de dulzura; no, el beso era uno hambriento, uno de esos que juegan con los sentidos. Ella se sorprendió primero pero no tardó en responderle con una pasión aún mayor, empujándolo contra la pared. Él le acariciaba la espalda, con la yema de los dedos, así como el pelo, los brazos y ligeramente, los pezones que a pesar de toda la ropa de por medio, se sentían duros; ella, más atrevida, no dejaba nada sin tocar, pasando la mano por su cuello, por su pecho, por sus brazos y sí, por ese bulto en sus pantalones que empezaba a crecer lenta pero firmemente. Podrían haber pasado minutos u horas, de los dos besándose y empujándose mutuamente por el angosto pasillo de los baños, hasta que jadeando y hasta tosiendo, se separaron. Se miraron a los ojos y justo cuando iban a empezar de nuevo, entró una mujer por el pasillo, los miró curiosa y entró al baño. Y ellos, como sabiendo que el momento había terminado, se rieron y tomados de las manos salieron de nuevo hacia sus asientos.


Pero no duraron mucho. Aunque Roberto intentó hablar, decir algo, mientras caminaban, ella simplemente se volvió y colocando un dedo en sus labios, le indicó que no dijera nada, seguido de un guiño. Llegaron a donde estaban sentados, y ella pidió la cuenta de ambos. Y todavía teniendo a Roberto de la mano, sacó su cartera, pagó y le dijo adiós al bartender, quien miraba a esa pareja tan curiosa saliendo por el pasillo de los cuadros, mientras sonreía y preparaba una bebida. Mientras tanto, Roberto y Sofía estaban afuera ya, y todavía sin decir una palabra, ella lo condujo a uno de los estacionamientos cercanos. Mientras pagaba una tarifa, Roberto la miraba de arriba para abajo, preguntándose cómo había logrado parar con ella, y al mismo tiempo descaradamente se relamía sus labios donde minutos antes los de ella habían estado.


Ella terminó de pagar y con una sonrisa le indicó que la siguiera hasta un automóvil en el que se montó y le abrió la puerta para que entrara. Del viaje desde aquel extraño lugar hasta la casa de ella Roberto posiblemente no logró retener nada; de camino, sólo la miraba a ella, concentrada en el camino, mientras sus manos invariablemente jugueteaban con las piernas de ella o sus dedos se encontraban dentro de su boca, semiabierta, ganándose mordiscos pequeños y besos. Ella, sin despegar la mirada del camino, sólo le respondía con una que otra mirada, invitándolo a tocar más, pero sin mover sus manos del volante hasta que al notar que la mano de Roberto dudaba, sostuvo su mirada mientras estaba haciendo un alto y abrió las piernas despacio; se llevó la mano de Roberto a su boca lamiendo sus dedos y luego la puso debajo, justo encima de su calzón y sin decir ni una sola palabra, arrancó de nuevo. Por un segundo, Roberto se quedó inmóvil, mirando entre la cara de Sofía y su mano, pero se decidió rápido y esta se empezó a mover, despacio primero, como descubriendo un nuevo lugar.


El calzón era casi inexistente porque era posible sentir la piel como si no hubiera nada de por medio, y aún más, como la propia humedad de sus dedos era respondida por una propia, llenando poco a poco el auto de un aroma dulce. Roberto respiraba cada vez más rápido, al igual que Sofía, quien se mordía los labios mientras conducía un poco más rápido. Los dedos de Roberto se movían más ágiles ahora, en movimientos circulares y ella dejó salir un pequeño gemido, completamente incontenible, arqueando un poco su espalda. Uno que otro carro pasaba a su lado pero ninguno de los dos los notaba, ni siquiera cuando en un semáforo un conductor miró la cara de Sofía, con los ojos cerrados y la boca abierta inclinada hacia atrás. Las manos de Roberto al poco tiempo eran ya nomás que un manchón, rápido y fuerte, y justo cuando se detuvieron en una casa es cuando ella se estremeció por completo quitando la mano de un Roberto que se negaba a detenerse y lo miró, jadeando y sonriendo.


Sofía abrió la puerta del garaje, y cuando entraron, simplemente se bajó del carro y entró por la puerta, dejándola abierta. Las luces estaban prendidas y Roberto se quedó en el carro, su respiración normalizando un poco, hasta que notó cómo una tras otra las luces de la casa se empezaban a apagar y bajándose del carro, entró con una mirada curiosa y con cuidado, casi de puntillas. Pudo ver una luz más apagándose y empezó a caminar en dirección a ella, mientras escuchaba la risa de Sofía a lo lejos; ella era la presa y él la acechaba, con cada uno de sus pasos, siguiendo el rastro de las luces. Se encontró entonces en una escalera que iba a un segundo piso y arriba, la última luz se apagó. Roberto subió esas gradas todo lo rápido que la edad le permitió, y llegó a un lugar sin paredes con una cama en el centro y una figura al lado. En la oscuridad, sin que se pudiera ver dónde terminaba o empezaba el cuarto, era como si todo fuera un escenario gigante, donde lo único que se podía ver era la cama gigante y Sofía, con su misma sonrisa misteriosa, esperándolo. Roberto dio los últimos pasos despacio, como disfrutando el momento de la captura y al por fin llegar al lado de Sofía, intentó besarla de nuevo a lo que ella simplemente se quitó empujándolo hacia la cama y volviendo a colocar su dedo en la boca exigiendo silencio. Y fue en ese momento cuando empezó la música.


Lo que Roberto podía ver era nada más la silueta de Sofía, moviéndose al compás de la música. Aquellos movimientos no eran, por supuesto, los de una joven de 20 años, pero aún así él se encontraba hipnotizado viendo como las manos se movían por todas partes o como sus curvas se acentuaban de formas maravillosas. Una vez intentó, sin poderse aguantar más, ponerse de pie y tomarla entre sus brazos, pero ella, con un pie descalzo, lo volvió a empujar a la cama con firmeza. Roberto la miraba atentamente y por eso cuando el abrigo cayó al suelo, sus ojos se clavaron aún más en la sombras, sólo para ver como al ritmo de la música la ropa de Sofía empezaba a caer. El vestido se deslizó poco a poco por su cuerpo, y luego su sostén y poco tiempo después, su calzón todavía húmedo. Roberto esforzaba la mirada pero todo lo que se podía ver eran no más que vestigios de ese cuerpo que sabía estaba completamente desnudo ya, cubierto nada más por las sombras del cuarto; un pezón escondido, la sonrisa de ella juguetona, las manos, los muslos... La música paró y el cuerpo de ella siguió contoneándose, y Roberto quien ya no aguantaba más, se puso de pie preparado a lo que fuera, y sin detenerse un segundo, le dio la vuelta y la empujó con un poco de rudeza a la cama. Ella exhaló un sonido de sorpresa y antes de que pudiera evitarlo, Roberto ya estaba a su lado, besándole el cuello mientras sus manos la empezaban a conocer centímetro a centímetro, unas veces apenas tocándola y otras sujetándola con fuerza. Afuera, empezó a llover de nuevo y el mundo de afuera desapareció por completo, dejándolos solos con sus juegos.


En qué momento fue que toda la ropa de Roberto cayó también ninguno de los dos se enteró, dejándolo nada más con un boxer sencillo. Velados casi completamente, acostados uno al lado del otro, abandonaron completamente la vista para conocerse con sus otros sentidos; Roberto descubrió sabores cuando el cuerpo de Sofía pasó por su paladar, desde el sabor de su perfume hasta la humedad de su cuerpo pidiendo más; ella sentía en sus manos las ganas de él en sus músculos tensos y le quitó su bóxer como inevitablemente deseando conocerlo sin nada de por medio, su piel contra la de él por completo; ambos, con la lluvia de fondo, todavía guardaban silencio con no más comunicación que sus suspiros y sus propios cuerpos hablando a través del sudor y el contacto; y el olor a lluvia recién caída que entraba al cuarto se mezclaba con el de la ropa caída y la cama desordenada. Al tiempo, Roberto se puso encima de ella, y con un poco de esfuerzo, por fin estaba dentro, moviéndose al compás de las gotas que golpeaban el techo y de la mirada vibrante de ella, quien alternaba los mordiscos con exclamaciones sin sentido. La cama estaba empapada mientras Sofía se puso de medio lado y lo jaló casi con desesperación, hambre y energía. Esta vez empezaron despacio, pero fuerte y profundo y en cada movimiento de él se notaba el esfuerzo pero sobretodo, el placer. Juntos, se volvieron una sola sombra retorciéndose, ya sin contener nada. La lluvia se volvió más fuerte justo en el momento en que, tanto ella como él, dejaron salir un grito sofocado y quedaron en la cama, temblando y sin separarse.


Se miraron a los ojos y ella lo volvió a besar, esta vez con dulzura y dejó caer su rostro sobre el pecho de él y al poco tiempo, empezó a roncar suavemente, completamente dormida. Roberto, exhausto, la miró a ella y besándola ligeramente en la frente, la sujetó fuerte como para no dejarla ir y cerró los ojos. Ambos terminaron por dormirse, desnudos pero abrazados, sin sentir el frío de la noche. Y, por fin, la casa cayó en completo silencio.


El sol entraba por una de las ventanas del cuarto cuando por fin Roberto empezó a abrir los ojos, para encontrarse a una Sofía mirándolo, recién bañada y vestida observándolo. Sonreía de nuevo, pero no había ya misterio ahí, sino simple felicidad.


— Buenos días dormilón -dijo ella dándole un beso pequeño en la boca.


— Buenos días -respondió él un poco apenado- ¿Me tenía que levantar temprano para salir, verdad?


— Sí, pero ya no importa. Yo ya compré el desayuno.


Por un momento ninguno de los dos dice nada hasta que Roberto, mirando hacia el techo un poco sonrojado, empezó a sonreír.


— Me encantó -se escuchó casi murmurando, un poco avergonzado.


— A mí también me encantó. Definitivamente mucho mejor que la primera vez.


— ¡Por supuesto! -respondió él haciéndose el indignado, observándola- La primera vez estaba muy nervioso para hacerlo bien. Era obvio que necesitaba unas cuantas veces para ir aprendiendo, para saber cómo hablar, cómo moverse. No es fácil, nunca es fácil.


— ¿Y entonces ya no quieres más?


— Tampoco he dicho eso -respondió él con una sonrisa pícara- Por supuesto que quiero más.


Ella le respondió con unos de esos guiños de siempre, lo volvió a besar y se levantó, bajando por las escaleras en el fondo del cuarto. Él la miraba como se alejaba y su mirada era de completa adoración, hasta que se miró la mano y su rostro se convirtió en uno desesperado.


— El anillo está donde siempre, si es que lo estás buscando. Yo ya sabía que de nuevo se te olvidó dejarlo acá. Uno pensaría que después de tantos años casados ya sabrías que no me podes mentir -dijo Sofía con una voz entre seria y divertida, antes de terminar de bajar del todo las gradas y perderse en el interior de la casa.


Roberto se rió y todavía desnudo, se levantó y caminó hacia un mueble donde, a la par de la foto de Sofía y él casados, estaba un pequeño joyero. Sacó su anillo de matrimonio, se lo volvió a poner en el dedo y vistiéndose con un pantalón que encontraba por ahí, empezó a bajar las gradas con el olor a café recién hecho impregnando ya el aire.

17 сентября 2020 г. 19:10 0 Отчет Добавить Подписаться
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