___talos___ Ismael Fernández

Milenios de resplandor y prosperidad afloran sobre las casas de Zibah, reino que no conoce guerra ni decadencia alguna desde hace ya muchos siglos atrás... pero ni los oráculos ni los videntes locales pudieron predecir la llegada de un extraño mago que encomendaría una petición un tanto peculiar al rey zibahtano, una demanda que debía de cumplir si quería seguir reinando sobre su territorio, y para cumplir tal encargo, debía de adentrarse donde los mortales temen despertarse en sus noctámbulas pesadillas… El infierno


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“Eras”

Hubo un tiempo en que las mujeres aprendían a la joven edad de los trece años a danzar maravillosos movimientos de cadera y a sonar estruendosas castañuelas dentro de un palacio de marfil pulido y único, que los más fiables arquitectos y científicos de aquellas épocas afirmaban ser fabricados con cuernos de mamuts pleistocénicos de ya extinta índole. Estas bailarinas honraban a las deidades que les protegían e imploraban misericordia hacia sus futuros hijos y nietos para que todo su linaje fuera colmado de salud y lujos para gozar, y se decía que las damiselas que no aprendían o simplemente no ejercían los bailoteos tradicionales del reino, tarde o temprano eran acosadas por los demonios de otras regiones al no ser defendidas por sus dioses, los cuales dejaban a merced de los males inframundanos a todas las familias que no poseían descendencia femenil y, también, a los casos anteriormente mencionados.


Aquel era el reino de Zibah, próspero y antiguo como la luz de galaxias lejanas, brillante y reluciente como las lámparas de palacios bañados por la protección divina y atrevido y osado como el clamor impuro de un malhechor ante un juez. No se sabía con exactitud la fecha en la que se levantaron sus casas ni tampoco su palacio, pues los tatarabuelos de los tatarabuelos de los tatarabuelos del rey Obelio, uno de los muchos monarcas que tuvo, contaba como anécdota en una nota que él nunca pudo alcanzar a desenrollar el extenso papiro de reyes todopoderosos que le precedieron y, sobre el cual, en venideros años y continuando la tradición, muchos nombres se irían sumando; solo se sabía que todo surgió en el inicio del mundo. Sus tierras eran pobladas por la gracia de cultivos sanos y fértiles a los que se le atribuía el mérito a Hea, diosa del campo a la cual se le colmaba de ofrendas en forma de flores de cera y jade al terminarse la primavera. Las calles del reino eran asfaltadas por losas de rocas que tiempos atrás habían sido portadas desde el archipiélago occidental de Narot, del que nadie supo nunca nada desde que trajeron las mercancías materiales y humanas de sus costas. Abundaban innumerables posadas y tabernas en todo el territorio; en las enormes puertas para entrar a la ciudad siempre se encontraban dos candeleros que jamás se apagaban y simbolizaban el espíritu de lucha inquebrantable de los pueblerinos. Ante el ascendente crepúsculo, cantaban canciones folclóricas y antiguas para enorgullecer al dios Atolo, que otorgó el poder de hablar y entonar a todos los ciudadanos ebrios y sobrios del lugar.


La superstición infectó las racionales conciencias de los Zibahtanos tantos siglos atrás que ni su propio creador celestial, Ariteus, podía contestarle al gobernador una cifra exacta en sus demandas sobre el porqué de Zibah, inclusive aunque le agasajasen con vírgenes y vinos de siglos en conservación en su mausoleo divino, mas no se osó volver a formularle la cuestión al dios por temor a ofenderle y considerarle un mentiroso. El ambiente en Zibah siempre era jovial y cariñoso, pues cada año se celebraba en el palacio real una gran comida para satisfacer a los hambrientos mendigos y convencer a los más escépticos enemigos del monarca sin tener que usar la violencia; cada propietario debía dar cobijo a los sin techo durante una noche al año y cualquiera podía visitar el palacio real en busca de la bendición del rey para gozar de éxitos y fortuna. Todo era glorioso, pero no tanto como cantar a los cuatro vientos el himno de Zibah y acabar exclamando fuertemente y en tono solemne: “Viva el Rey”.

Y así se siguieron cumpliendo eclipses y alineaciones astrales sobre el reinado, haciéndose cada día más fuerte, reforzando su potencia militar hacia poderosas tecnologías bélicas nunca antes vistas en otros lares e intensificando la línea de comercios con otras comarcas para intercambiar ciencia por vino, conocimiento por oro y poetas por bufones. Fue así la vida, y prometía seguir siendo de tal manera por muchos más lustros...Pero ni el oráculo ni las estrellas pudieron predecir sobre el firmamento la llegada de un mago, de rostro caído y andares lentos, que se ayudaba de un bastón para mantenerse equilibrado y que portaba consigo un talismán octagonal de cristal ámbar apagado colgado en el pecho. El hechicero apareció durante el mandato de Amelio, convocando las nubes más oscuras que jamás se habían cernido sobre las casas y montes, y eclipsó el sol, dejando que los débiles rayos rojizos desprendidos por el acontecimiento bañaran su silueta mágica por encima de la montaña Virgum, desde donde todos los pueblerinos y el rey podían ver perfectamente su figura, detenida y harmoniosa a kilómetros de distancia y desnivel del palacio real. Después de su aparición, el mago no presentó sus cordiales saludos al soberano de Zibah el mismo día de invocar el mal clima; todos pensaron que debido a su armonioso y viejo parecer, se debió haber perdido por los senderos que descendían por las colinas hasta la civilización o que era un nigromante alejado de su tribu que negó adentrarse a Zibah por temor a su potencia militar… Y después de una semana, todo fueron rumores lejanos y murmullos de anciana en anciana sobre la fabulosa aparición de un hechicero en la sierra de las montañas del este.


Al cumplirse la quincena, una gran fiesta ahogó las escasas preocupaciones del reino, que fue colmado de barriles de aguardiente occidental, de canciones sobre amor en las plazas mayores y de prostitutas y borrachos exigiendo atención a cambio de un par de reales. Cuando se cumplieron las doce de la noche, el gobernador, medio ebrio, dio un discurso ante su pueblo para recalcar el poderío de su trono ante los forasteros de otras tierras: -Yo, Amelio de Zibah, me mofo públicamente de los nigromantes del este, cuyos hechizos sobre mis tierras no surten efecto gracias a la protección que nos da Ariteus. Me burlo de las magias de los más bajos mundos, que surcan nuestras sierras, mares, desiertos y volcanes en busca de destruir nuestro imperio y, sin embargo, jamás podrán tocar estas tierras, porque nosotros, zibahtanos, somos el pasado, el presente y el futuro de la humanidad… ¡Salud, y viva el rey!-. Todas las gentes presentes replicaron el mensaje final con orgullo y satisfacción, y posteriormente de beber como dromedarios y dormir como niños, un nuevo sol se aposentó encima de un amanecer cian y silencioso.


El noble de sangre azul durmió hasta tarde, y cuando se levantó, el enojo de no tener sobre sus sábanas ningún manjar le hizo levantarse de su camastro para buscar a sus cocineros. Al salir de su alcoba, vio como todos los cuerpos del servicio continuaban durmiendo, y tras agitar a varios de estos de malhumorada manera, contempló que ninguno despertaba aunque tuviesen pulso. Todo el palacete estaba igual, lleno de cadáveres vivientes, y al indagar con sus ojos sobre el balcón superior, identificó las calles del reino como cementerios de aburrimiento donde la nada se sucedía durante minutos, y pensó que sus pueblerinos también habían caído en ese extraño encantamiento del que Amelio no sabía nada. Al bajar y situarse en el salón de recibimientos, una figura derecha apoyada sobre una extensión de madera de sabina negra le esperaba, y el rey pudo reconocer inmediatamente aquel ser como la silueta que dos semanas atrás había traído la disconcordia sobre los cielos de su imperio encima de la montaña Virgum.

-Ordeno que os identifiquéis ahora mismo-.

Dijo el rey

-Mi nombre es Rahaal, nigromante de Valbazalet, y vengo a ofrecerle un trato-.

-Hable-.

-Su reino durmiente está sumido en dulces y profundos sueños gracias a un hechizo de amodorra que aprendí hace muchos años, y en 100 lunas, el volcán inactivo de Gutulán volverá a estallar, cubriendo sus tierras y sus gentes inmóviles hasta calcinarlas y petrificarlas… Si quiere evitar este sino, deberá traerme desde el mismísimo infierno la cabeza de un cancerbero, pues mis encantamientos necesitan ser refinados con el fuego llameante de sus ojos temerosos. Solo de esa manera podrá salvarlos a todos de la muerte; le estaré esperando aquí, o de lo contrario, enterraré a Zibah bajo lava-.


Al pronunciar las últimas palabras, un manto de humo negro cubrió su cuerpo y, cuando este se hubo disipado, el brujo también lo había hecho.

Amelio no podía más que obedecer las demandas del sucio mago, y preparó su viaje a contrarreloj... Mientras tanto, los candeleros que daban paso a la ciudad de Zibah se hubieron apagado por primera vez en muchos milenios.

1 августа 2020 г. 8:51 0 Отчет Добавить Подписаться
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