A medida que la penumbra envolvía al bosque, Oliver comenzó a pensar que estaba viviendo una pesadilla.
—¡William! —gritó.
La voz de Oliver se perdió en la espesura. Con el corazón en la garganta esperó una respuesta.
No la hubo.
Se le humedecieron los ojos y tuvo que esforzarse por no llorar. Sintió que algo se derrumbaba en su estómago, junto con lo que le quedaba de esperanza. Se mordió los labios, apretó los puños y propinó un golpe al tronco de un árbol.
Oliver buscaba a su hijo William.
Habían ido a acampar al bosque cercano a su ciudad, por insistencia del pequeño, para festejar su decimosegundo cumpleaños. Al principio todo transcurrió genial. Pasaron la mañana armando la tienda, recolectaron leña para la fogata, y explorando los alrededores del campamento. Pero para la tarde William estaba aburrido y con ganas de regresar a casa.
Por desgracia, Emma, su madre, no tuvo mejor idea que jugar a las escondidas para pasar el rato. Mientras cerraba los ojos y contaba hasta cien, su hijo se escabulló por los alrededores en busca de un escondite.
Y no volvieron a verlo.
Después de investigar cerca del campamento por una media hora, Emma comenzó a ponerse nervioso y decidió llamar a las autoridades; el móvil no tenía señal. Tras debatir sus opciones por un minuto, se subió al auto y se apresuró en ir a por ayuda.
Oliver se quedó buscando a William.
De eso, habían transcurrido seis horas.
Volvió a gritar el nombre del pequeño. Le ardía la garganta.
Nadie respondió.
A William se lo había tragado la tierra. Oliver no hallaba huella o alguna otra señal para guiarse; daba vueltas en círculos cada vez más amplios. Se recostó contra el tronco y se golpeó la cabeza una y otra vez intentando pensar en algo. La penumbra se retiraba temerosa y daba paso a la oscuridad de la noche. Oliver encendió la linterna y apuntó a un sitio al azar.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
En la aureola de luz, vislumbró algo rojizo medio oculto en un matorral. Dio un respingo y echó a correr hacia allí. El corazón le aumentaba en revoluciones a cada paso, hasta casi sonar como un tambor dentro de su pecho. Se arrodilló, dejó la linterna en el suelo y sujetó aquella cosa rojiza que tanto conocía: era la campera de William.
Oliver se sintió aliviado como nunca antes.
Entonces, el alivio fue devorado por el pánico.
El dibujo en la espalda de la campera, uno de los autos de la película Cars, estaba desgarrado. Oliver trató de calmarse aludiendo a que pudo haberse roto con una rama, pero no lo consiguió. Tuvo un presentimiento que le heló la sangre; la campera había sido arañada, pero por unas grandes garras. Sacudió la cabeza de lado a lado y tomó la linterna para ver mejor.
Descubrió pequeñas manchas oscuras en la tela.
Acercó un dedo tembloroso y las tocó; estaban pegajosas. Oliver dejó caer la campera de su hijo, como si se tratara de un objeto maldito, y desvió la mirada.
Cuando estaba a punto de vomitar, algo se desplazó entre las malezas más adelante. Se puso de pie de un salto e iluminó el sitio donde creyó haber captado movimiento.
Una pequeña silueta negra atravesó el haz de la linterna.
—William —murmuró.
Tras un segundo de sorpresa, lo llamó a los gritos.
Nada.
De nuevo sacudió la cabeza para despejarse; su mente debía estar jugándole una broma. No tenía sentido que huyera de él; todo lo contrario, se lanzaría a sus brazos. Decidió que lo mejor era avanzar. Sujetó la mochila de William y rodeó el arbusto para echar un vistazo más adelante.
Después de caminar varios minutos, y con la voz afónica de tanto gritar, se detuvo frente a una cueva natural. El haz no penetraba la espesa oscuridad como si fuera la profunda garganta de una criatura gigante. Oliver tragó saliva y avanzó; encontraría a William, aunque fuera lo último que hiciera.
Poner un pie dentro de la cueva fue para él como pisar el purgatorio; sus mayores miedos lo esperaban.
El suelo rocoso estaba manchado de sangre.
—Oh Dios, te lo ruego, que sea la sangre de un ciervo —pidió en voz entrecortada.
Cada paso que daba tras el rastro de sangre era un martirio. La linterna parecía ser manipulada por un enfermo de Parkinson. De todas formas, el haz alumbró el final de la cueva. Oliver sintió un cosquilleo en cada milímetro de piel de su cuerpo, como si le clavaran un millar de alfileres al mismo tiempo. En el suelo, marcadas en el barro, descubrió pequeñas huellas de pisadas; William. Pero también, un par de huellas más grandes que solo podían pertenecer a un hombre adulto.
No tuvo tiempo para pensar en lo que significaban.
La mochila y la linterna se resbalaron de sus manos.
—William… —balbuceó.
Oliver se acercó arrastrando los pies. Las lágrimas se le escapaban de los ojos y se deslizaban hasta sus labios. Se desplomó de rodillas junto al pequeño niño.
O lo que quedaba de él.
Le faltaba un brazo y un trozo de su garganta también había desaparecido.
Oliver hundió el rostro en el pecho del niño.
—Es una pesadilla, una broma, no es real. No puede serlo…
Eso era, una broma. Una broma de mal gusto. Oliver, abrazando el cuerpo despedazado de William, elevó el rostro y comenzó a llorar a todo pulmón.
Lloró por horas.
Cuando las autoridades al fin lo encontraron, todavía lloraba con el pequeño William en brazos.
—2—
El pequeño rectángulo de la puerta se abrió. Dentro de la blanca habitación acolchonada, un hombre, vestido con una camisa de fuerza, se mecía atrás y adelante sin parar de llorar. Daba la impresión de que se ahogaría con su propia llanto en cualquier momento.
—¿Quién es ese? —preguntó el nuevo enfermero del hospital psiquiátrico. —Parece que se está sufriendo un gran dolor.
—Ese es Oliver —le respondió el encargado. —Sobre estas horas los medicamentos dejan de hacer efecto y comienza a llorar.
—¿Saben por qué? —inquirió, curioso, el nuevo.
—Según le ha podido sacar el psicólogo cuando lo visita, está traumado por haber hallado el cuerpo de su hijo semi devorado.
—Oh, Dios mío. Pobre hombre…
—¿Pobre? —el encargado hizo un gesto de asco. —Debería arder en el infierno.
—No entiendo…
El encargado cerró la rendija y miró al nuevo.
—Verás…
Era verdad que a Oliver la policía lo encontró llorando en una cueva con el cuerpo de un niño llamado William en sus brazos. Y lo cierto es que estaba semi devorado. Pero, lo que también es verdad, es que fue el mismo Oliver quien secuestró al pequeño cuando este acampaba junto a su madre en el bosque.
Y quien laceró el cuerpo a mordiscos…
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