CINCO COLOMBIANO EN RUMANIA
Por: Alfonso Ortiz Sánchez
Nos encontramos en el Dorado, y, en un avión de Air France, volamos a París. En París llovía intensamente; y el clima otoñal presagiaba la rigurosidad del invierno de ese año. Después de conocer parte de la ciudad, de recorrer y admirar el Louvre, y de pasear en barco por el Sena, salimos en el metro para Orly donde abordaríamos un avión de TAROM que nos llevaría a Bucarest. Fue una espera de seis horas, tiempo que aprovechamos para conocernos mejor; desde allí quedó constituída la “manada”, un grupo de personas que durante siete años constituyó el mejor y más hermoso ejemplo de amistad y fraternidad. Allí, en Orly, después de varias cervezas, nos presentamos: el Borrascas y Martica, venían de Bucaramanga; el Enano venía de Pasca; el Negro de Valledupar, del Valle, como a él le gustaba decir; y yo, Eutiquio Tique, que venía de la hermosa ciudad de Guaguarco.
Llegamos a Bucarest, y los rumanos nos acogieron con cariño y generosidad. Desde muy temprano sentimos la solidaridad, y el espíritu hospitalario del pueblo de los Dacias. De entrada nos causó curiosidad que los jóvenes rumanos leían muchísimo: leían en las filas para comprar en los supermercados, en las filas para entrar al restaurante estudiantil, en los parques, en los pasillos de la universidad; en todas partes leían, y leían mucha literatura latinoamericana. Cuando descubrían nuestra nacionalidad a medias palabras, y a señas, nos hablan de García Márquez, y, orgullosos, nos mostraban la edición, en rumano, del Otoño del Patriarca.
Al comienzo tuvimos problemas con el idioma; cuando aún no sabíamos nada de rumano, fuimos a cine acompañados de unos venezolanos. En la película se escuchaba con frecuencia: Se putea, S-ar putea, por ello, uno de los venezolanos, exasperado exclamó: Coooño, dónde están las putas que no las veo. Después, cuando aprendimos el idioma, supimos que se putea significa, en rumano, se podía; y s- ar putea significa se podría. Entendimos, poco después, que era por eso que el venezolano no veía putas por ninguna parte. Pero hubo más. Sucede que aquí en Colombia cuando hablamos no diferenciamos la B de la V. pues bien, por falta de esa diferenciación lo mismo nos da decir curba que curva. Esa deficiencia la pagamos muy cara, porque, en rumano, curva significa prostituta. Y el negro, muy elegante él, saludó con supuesta elegancia a una rumana con “qué curvas”; la muchacha, furiosa, le manoteaba y le decía palabras para nosotros ininteligibles, y el Negro: “errrdá, que pasó aquí”. Después supimos que en rumano, curba es la curva nuestra, en español; y curva en rumano es prostituta.
Otro día fue peor; el idioma tiene sonidos de difícil pronunciación para los latinoamericanos; uno de ellos es una i con gorrito, como los sombreros de los vietnamitas, seguidos de otra i; el sonidos es el algo como iiii; pero nosotros no podíamos pronunciarla bien. Esto nos sucedía con la palabra limón pues en rumano se escribe lamiie y nosotros la pronunciábamos como lamuie, que en rumano significa hacer el sexo oral. Cuando, en el mercado, a una muchacha le pedíamos lamuie, se armaba el escandalo más grande y el Negro: “errrdá, esta gente está loca”.
De las costumbres del pueblo rumano nos llamó la atención la celebración del día de Pascuas celebrado por la iglesia Ortodoxa. En los hogares cocinaban trecientos, o más, huevos de gallina, y los pintaban de bellos colores. Cuando alguien llegaba de visita a una casa, tomaba un huevo y, a manera de “brindis”, lo chocaba, por un extremo, con el dueño de casa, y en el momento del “brindis” el dueño exclamaba: Hristos a inviat (Cristo ha resucitado), y el visitante contestaba: adevarat a inviat (verdaderamente ha resucitado). Lo complicado era que a quien se le rompiera el huevo, en el “brindis”, estaba obligado a comérselo inmediatamente; el dueño de casa sabía cómo chocarlo y sólo a nosotros, visitantes, se nos rompía. Al quinto huevo, rendidos y con el estómago a reventar, suplicábamos: por favor, Cristo resucitó una sola vez, no tantas veces.
El viernes 4 marzo de 1977, a las 9 y 20 de la noche, un terremoto estremeció los cimientos de Bucarest. Un espantoso movimiento, acompañado de un aturdidor traqueteo, invadió toda la ciudad. La terrible sacudida parecía interminable y cada vez más intensa.
Como una huella indeleble quedaron grabados aquellos trágicos momentos. Los miembros de la “manada” vivíamos en complejos residenciales retirados unos de otros. Solo, en mi habitación estudiaba química orgánica cuando sentí el impacto demoledor. Todo se oscureció, y de la biblioteca me caían libros en la cabeza; afortunadamente soy lector y no geólogo porque de lo contrario serían rocas las que me hubieran castigado. Intenté salir pero no pude porque la puerta estaba trabada. Por los pasillos se oían gritos de angustia de los estudiantes que, desesperados, le huían a la muerte. El terror parecía interminable, y los gritos lastimeros lastimaban el alma. Tuve suerte por la demora, porque cuando salí todos los pasillos estaban llenos de vidrios, y, afuera, muchos muchachos estaban mal heridos. En la oscuridad se percibían los cuerpos hermosos de las muchachas desnudas; pero no había tiempo ni ánimo para pensamientos libidinosos.
Gran parte de los edificios del complejo residencial estaba destruído. La falta de luz, y una espesa polvareda hacían de la noche, la noche más oscura y tenebrosa que jamás había percibido. Por todas partes se oían quejidos lastimeros y gritos de dolor. La oscuridad impedía la orientación para saber qué dirección tomar.
Me preocupaba la suerte de mis amigos, la entrañable “manada”. Sin saber cómo, llegué a un pequeño lugar despejado, sin escombros; por ese lugar nunca había transitado; mis compañeros tampoco. Pero por esas cosas del destino, como guiados por un espíritu solidario, al poco tiempo llegó el líder del grupo, el Borrascas, con su hermana Martica. Me abrazaron con indescifrable ternura, y me propusieron salir en busca del Negro y del Enano; pero ¡qué sorpresa!, ellos aparecieron al instante, y el Negro, con su inconmensurable mamadera de gallo gritó: “errrdá, se fue la lú”.
Como siempre, el Borrascas propuso unirnos a una brigada de rescate. Llegamos a un lugar donde se habían derrumbado diez edificios multifamiliares, y donde se suponía grande la mortandad. Con una pala empecé a quitar escombros, cuando encontré un brazo cercenado del cuerpo de una persona. Hasta ahí llego mi osadía de excavador y mi papel de rescatista; desde ese momento mi oficio fue de aguatero suplente.
Al día siguiente las emisoras daban el primer parte trágico: 1.578 muertos; 11.300 heridos, 35.000 viviendas destruidas, 33 edificios de oficinas derrumbados.
Esa noche, sepultado bajo los escombros, murió el más grande actor de teatro y televisión: el rumano Toma Caragiu, quien dedicó su vida al arte dramático, y un trágico y dramático fenómeno de la naturaleza acabo con su vida.
Pero, ¿quiénes eran los miembros de la “manada”, de ese grupo de colombianos que llevaron al límite sublime el concepto de amistad y fraternidad? Con su sensibilidad, su espíritu generoso, y su formación intelectual, cada uno contribuyo a forjar indestructibles nexos de hermandad.
El Enano. El Enano era el polo a tierra del grupo; serio, mesurado, organizado, y muy buen estudiante; amaba su medicina; y siempre estaba dispuesto a enseñarnos un poco, o mucho, de historia. Era amigo de un viejo rumano, de ascendencia checa, que conocía a profundidad la historia de los rumanos ( Geto – Dacias y Tracios). El Enano asimilaba muy bien esas lecciones de historia, y, al calor de unos vinos, nos retrasmitía, con pasión, la historia de los ancestros del pueblo que nos acogía con paternal cariño:
“tres mil años atrás los Geto – Dacias expandieron su cultura desde valle del Danubio y de los empinados Cárpatos, hasta la antigua Grecia, Italia, España, Francia, países escandinavos y la costa del mar Báltico. Estudios arqueológicos han develado pruebas de la influencia de los tracios, y de los Geto- Dacias, en gran parte del continente Europeo. Los Dacias fueron valiente defensores de sus territorios y se enfrentaron, en una guerra asimétrica, al imperio Romano. Desarrollaron una hábil y escurridiza guerra de guerrillas bajo la dirección del estratega Decebal quien, en condiciones de inferioridad, en muchas ocasiones, venció al todopoderoso ejército Romano dirigido por Trajano.
Más tarde, Mircea Cel Batrin (el viejo), príncipe de los Dacias en Valaquia, continuó la guerra de guerrillas para oponerse a la invasión del imperio Otomano. Esta guerra contra los otomanos fue desarrollada por el pueblo Dacia dirigido por Vlad Tzepesh. Fue tal la crueldad de Vlad contra los invasores turcos, y tal su fervor patriótico, que utilizó métodos crueles contra los invasores y contra los traidores de su mismo pueblo. Como escarmiento empalaba los cuerpos de los soldados enemigos y los exponía en lugares públicos. Ante tal crueldad, el poderoso Imperio Otomano, y sus medios de comunicación, se inventaron la leyenda de Drácula (el diablo), con todos los horrores inventados por occidente. Pero, para los rumanos, Vlad alcanzó las dimensiones de héroe del pueblo Dacia.
En 1918 se logró la unión de las diferentes regiones y se conformó la actual Rumania; así, fue posible la unión de Rumania con Besarabia, Bucovina, Banat y Transilvania”.
Ese era el Enano, no solo era apasionado por la medicina sino también por la historia y la literatura. Precisamente por el camino de la literatura llegó a Mihai Eminescu, y, un día cualquiera, llegó donde Martica con tres trandafiris (rosas) y le recitó apasionadamente un poema de Eminescu.
Fue tal la pasión que, con infinita ternura, Martica le dijo que Sí. Y a los nueve meses nació Andrés, la mascota del grupo. Andrés se convirtió en la alegría de la “manada”. Además de su belleza, era un niño muy inteligente. Todos pensábamos que algún día sería un gran científico o algo por el estilo. A los dos años hablaba el español y el rumano perfectamente; nos avergonzaba pensar que llevábamos cuatro años y no hablábamos con la perfección con que lo hacía Andrés. Y como tenía un imán para las hermosas rumanas, nos lo disputábamos para llevarlo a pasear porque era el anzuelo que, de vez en cuando, nos permitía pescar una que otra rumanita hermosa
El Negro. El Negro hacía honor a su pueblo, Valledupar. Era alegre y bullicioso; jamás estaba triste; y hablaba con orgullo de su región Caribe. Casi todos los días nos contaba historias, ligadas al folclor vallenato. Nos hablaba de la belleza de sus pueblos: la Paz, el Molino, Villanueva, Fonseca, Urumita. A todas partes iba con cien casetes, en un morral Guajiro, y una grabadora, en donde nos hacía escuchar “la mejor música del mundo”. Nos invitaba a parrandear y, con pocos o muchos vinos, con su voz de tarro, nos cantaba, casi nos recitaba, canciones de Juanchopolovalencia, el viejomile, Leandrodíaz, Alejodurán, Luisenriquemartínez, Rafaescalona; siempre, siempre nos hacía escuchar al mejor acordeonero de todo el Valle, Colachomendoza. Siempre nos cantaba: Óyeme Alicia… Alicia adorada… yo te recuerdo en todas mis parrandas. Nunca faltaba: cuando Matilde camina… hasta sonríe la sabana… ¡añoñe! Cuando se tomaba los primeros vinos cantaba: píntame una golondrina y te diré si eres un buen pintor.
Siempre nos divertía con sus dichos Costeños: quédate con tu vaina que yo con mi vaina hago mi vaina. Cuando el Borrascas se vestía con su pinta dominguera, con desparpajo, le gritaba: oye pajarraco, estas Monocucoguayabero. Todos nuestros encuentros los iniciaba con: ajaytuqué, y a partir de allí soltaba toda su artillería de música Vallenata; y sus historias de los sancochos en el Guatapurí, o debajo de un palo e mango. En las historias sobre sus eternas parrandas en el Valle, nunca dejaba de mencionar a sus amigos: Mancho, Moncho, Poncho, Joseito, Mile, Pipe. Con todos ellos, según él, salía los fines de semana a mamarrón.
Pero el Negro no era solo música Vallenata; también era amante de la poesía y era por eso que, casi siempre, nos recitaba poemas de su poeta preferido, el Cubano Nicolás Guillén. Cuando estaba en vena, con sus primeros rones, nos declamaba:
¿Por qué te pone tan brabo,
Cuando te dicen negro bembón,
Si tiene la boca santa,
negro bembón?
Bembón así como eres
Tiene de to;
Caridá te mantiene,
Te lo dá to.
Te queda todabía
negro bembón;
sin pega y con harina,
negro bembón,
sapato de do tono,
negro bembón…
bembón así como ere,
tiene de to;
caridá te mantiene,
te lo dá to.
Martica. Martica representaba la auténtica mujer colombiana: tierna, dulce, comprensiva, severa, leal, incorruptible, y defensora intransigente de los humildes. A veces llevaba su concepto de igualdad a límites indecibles. Cuando íbamos a la Opera, criticaba con dureza, a Verdi porque, en su Rigoleto, el tenor interpretaba el aria “la dona e movile” (la mujer es voluble), consideraba injusto, y machista juzgar de esa forma a la mujer. Pero más indignada salía de la Opera cuando terminaba la obra de Mozart, “ cosi fan tutti” (así son todas). Se deleitaba con la música de Mozart pero consideraba que “cosi fan tutti” era la expresión del despreció a la mujer.
Con sus ínfulas de matrona Santandereana nos distribuía los turnos para cuidar a Andrés con quien pasábamos tardes enteras, según el turno, complacidos porque Andrés era el anzuelo para conquistar rumanas.
El Borrascas. El Borrascas era el líder de la “manada”. Impetuoso, generoso, leal, excelente estudiante de medicina; su presencia llenaba todos los espacios, y su alegría contagiosa lo convertían en el amigo insustituible. Aunque tacaño de bolsillo, su mano generosa nos señalaba el camino correcto; nos infundía optimismo y alegría de vivir. No sé por qué razón, las rumanas lo consideraban de origen sueco y, por eso, lo llamaban Yulián. Yulián por aquí, Yulián por haya, y Yulián era imprescindible en las reuniones. Tocaba guitara; pero sus conocimientos musicales eran más bien escasos. En muy poco tiempo internacionalizó su varilla mágica, de la cual dieron testimonio rumanas, húngaras, checas, alemanas, japonesas, y hasta una que otra colombiana. Como sus conocimientos musicales eran escasos. en todas las parrandas cantaba sólo “Guajira guantanamera”. Y las muchachas, cuando lo veían con su guitarra al hombro le pedían “Guajira guantanamera”. De vez en cuando se salía del libreto y cantaba, más que tocaba, “yo quiero tener un millón de amigos”. Ese era el Borrascas: hermano, amigo, compañero, y cómplice. Como todo líder, era ególatra, con el ego bastante elevado pero, así y todo, era fielmente seguido por la “manada”.
En vacaciones íbamos a Timisoara, ciudad milenaria que todavía conserva edificios construídos antes de Cristo. Visitábamos Craiova, Brasov, Cluj, Sibiu, Alba- iulia, Orádea, y también Iasi. En los veranos recorríamos toda la costa del mar Negro: Constanza, Mamaia, Eforie, y otros balnearios de singular belleza.
En diciembre del último año de la “manada” en Rumania, el último invierno, fuimos a un balneario en los Cárpatos donde abundaba la nieve, el intenso frío, la buena comida, y grandes cantidades de ron. Los caminos llenos de nieve se convertían en pistas de trineos donde los estudiantes se divertían. Nosotros los imitábamos, y en un trineo, nos metimos todos, apretujados, con Andrés en el centro. Nuestra alegría era tan grande que no nos enteramos de la velocidad, pendiente abajo, que tomaba el cajón donde íbamos; la gente gritaba asustada porque íbamos directo a un abismo pero, por cosas del destino, el aparato se detuvo a milímetros cuando ya los equipos de socorro se preparaban para rescatarnos de una profundidad de doscientos metros donde hubiéramos quedado enterrados en la espesa capa de nieve.
Al regresar a Bucarest nos despedimos de los amigos rumanos, y, cuando volábamos, en un avión de TAROM, mentalmente nos despedimos de la belleza del Danubio, de las elevadas y blancas alturas de los Cárpatos, de las inmensas llanuras de Transilvania, y de los espesos bosques de los alrededores de Sibiu.
Cuando llegamos a Bogotá, después de siete años, nos impactó la triste presencia de niños en los semáforos vendiendo cigarrillos, limpiando vidrios de los carros, o, simplemente, pidiendo limosna porque “yo prefiero pedir y no robar”. Esos niños andrajosos, pálidos, sucios, famélicos, nos hicieron recordar el contraste de la belleza de la vida de los niños rumanos: siempre limpios, bien vestidos, bien alimentados, felices con sus juguetes, y protegidos por una sociedad que los consideraba la clase privilegiada.
Era de día, y Bogotá estaba oscura, fría, y en el horizonte se divisaban negros nubarrones. Era como la premonición de lo que vendría pocos meses después: la masacre de la Unión Patriótica; el asesinato de muchos amigos, entre ellos el hermano del Borrascas y de Martica; el Borrasca tuvo que irse del país para proteger su vida; lo mismo le sucedió al Negro. Martica, el Enano y yo, nos quedamos, sin saber en qué momento los enemigos de la vida, los enemigos de la paz vendrían a buscarnos.
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