Allí me encontraba frente a la puerta. No estaba solo frente a una puerta. Estaba frente a mi futuro. Y también a mi pasado. Debía ingresar como cuando se entra en casa de la novia o se acude a recibir un aumento de sueldo. No se debe pensar, ni guardar las formas. Es de una vez y quizás para siempre. Saqué las manos de mis bolsillos, sentí frío en las manos y un escalofrío que me desencajó por un segundo. De repente, la puerta se abrió, mágico, fue mágico. Tal vez una corriente de aire, no importa, la puerta se abrió. Entré con dos pasos. Me di vuelta y no vi nada ni a nadie. Me dejé llevar por los nervios. Conté hasta uno, dos, tres...hablé. Hablé y pronuncié las palabras que nunca me había animado. Si al menos hubiese tenido el coraje de decirlas antes. Pedí explicaciones, ofrecí disculpas. Sentí lo que se siente cuando no hay manera de remediar los actos. Me retiré llorando. Cerré la puerta y prometí volver el próximo domingo, con flores en mis manos.
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