La neblina avanzaba sin prisa, por las calles de aquel pueblo, sabiendo que tenía toda la noche para recorrer el pueblo, sabiendo que tarde o temprano encontraría a un lugareño ingenuo, perdido en su propio marasmo. Esa neblina no era cualquiera; versada en las artes del antiquísimo arte del engaño y la ilusión, el mismo que le enseñó su maestro Azazel en el primer aquelarre que se tenga noticia.
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