oveja-gris Oveja Gris

¿Qué elegirías?, ¿la cordura y la soledad?, ¿o la locura y la compañía?


Conto Impróprio para crianças menores de 13 anos. © Todos los derechos reservados

#locura #soledad
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Comprenderlo todo


Una expresión de asombro e incredulidad acompañó a la pregunta.

—¿Yo? No puede ser, es imposible —le dije al hombrecito que me miraba detrás de unos delicados anteojos tratando de ocultar su pena.

—Lo lamento mucho. Pero no se preocupe vamos a hacer todo lo posible por ayudarla.

—¿Ayudarme? —pregunté sonriendo—. Si yo no necesito ayuda, así estoy bárbara.

—Por supuesto, pero las cosas pueden empeorar y eso puede afectar las relaciones con su familia y sus amigos.

—Mire, le agradezco de todo corazón sus buenas intenciones, pero creo que voy a meditarlo un poco más antes de tomar una decisión, disculpe la pérdida de tiempo.

Le extendí la mano y después de mirarme a los ojos por unos segundos me la estrechó.

—Está bien, como quiera, es su decisión. De cualquier modo, si cambia de opinión o las cosas empeoran no deje de venir a verme, Claudia.

—Se lo prometo —le contesté sinceramente.

Salí apresuradamente, necesitaba respirar aire puro con urgencia y olvidarme de esas pavadas. Era imposible que él supiera más sobre mí que yo misma, por más diplomas que tuviera colgados en la pared.

Iba tan encerrada en mis pensamientos que no alcancé a ver un parquímetro y me lo llevé puesto. Lo golpeé con el muslo por lo que no me hice ningún daño, pero no por eso dejé de pedirle disculpas.

Qué extraña costumbre, ¿no?... Eso debió haber pensado el señor de la guitarra, porque me miró con una cara. Y si, no es muy común que digamos, pero así soy yo. Aunque no siempre fui así. En realidad, todo empezó hace un mes, cuando los muebles empezaron a hablarme.

Treinta días antes...

Estaba yo haciendo la limpieza de la casa con muy pocas ganas, como siempre, cuando ocurrió la cosa más extraña que se puedan imaginar. Cosas extrañas si las hay, pero esta me dejó boquiabierta. Resulta que estaba repasando el escritorio de la computadora muy oronda; como era una de las últimas cosas que me quedaba por hacer, mi humor había mejorado de forma notable y realmente estaba poniendo pilas en el trabajo. Pero demasiada energía me jugó en contra. Pasé la franela con tantas ganas que todas las anotaciones que estaban descuidadamente apiladas detrás de los parlantes y por lo tanto fuera de mi campo visual fueron a parar al suelo. ¡Chanfle!, pensé, pero esa insignificancia no iba a alterarme, así que me agaché con mucha calma y empecé a recoger los papelitos. Cuando terminé, levanté la cabeza sin cuidado y por supuesto me la di contra esa parte móvil del escritorio donde se coloca el teclado y cuyo nombre desconozco, pero que desde ese día bauticé cariñosamente “La Gran Puta”. Después de sobarme, le di un golpe con el puño y la insulté. ¿Cómo se atrevía a golpear mi preciosa cabeza? Y fue entonces cuando empecé a desvariar. Aunque yo no usaría esa palabra. Lo que ocurrió a continuación no tendría una explicación coherente para la mayoría de la gente normal, pero a mí, después de pensarlo un poco no me pareció tan raro. A ver qué opinan ustedes. Esto fue lo sucedió:

Después de culpar al escritorio (La Gran Puta) de mi estupidez, escuché una débil voz que me decía: “¿Por qué me pegás?” Entonces me quedé helada y con un hilo de voz pregunté: ¿Quién dijo eso? Inmediatamente recibí la contestación: “Yo, el escritorio”.

Retrocedí espantada y me golpeé el codo contra la puerta. “¡¡¡Aaaaaayyyy!!!”, escuché enseguida. Me di vuelta bruscamente y miré a la puerta con desconfianza al tiempo que me frotaba el codo.

—No me mires así, si fue tu culpa —dijo la puerta con tono acusador.

Abrí la boca para protestar, pero antes de que pudiera articular palabra se oyó la voz del escritorio que decía:

—Es cierto, siempre nos golpea, y no solo no nos pide disculpas, sino que nos echa la culpa y nos insulta.

—Coincido totalmente —dijo la pared—. El otro día me golpeó con el dedo meñique del pie y me dijo de todo menos bonita, ¿Qué se cree?, ¿Qué a mí no me duele?

Esto era demasiado para mí, tengo que sentarme pensé. Pero ni bien apoyé los glúteos sobre una silla, ¿adivinen qué?, ¡síííí!, otra voz que me decía:

—Ah, bueno, a ver si le aflojamos un poco a los postres porque así no hay silla que aguante.

De inmediato la casa vacía se llenó de sonoras carcajadas.

La gota que rebalsó el vaso. Me levanté lentamente y me dirigí hacia el patio. “Necesito respirar aire puro”, pensé. Abrí la puerta que me llevaba hacia afuera y antes de cerrarla pude oír una suave advertencia: “con cuidado”, me dijo. Hice caso y cerré lo más despacio que pude.

Una vez afuera respiré hondo varias veces. Me sentía mareada y mi corazón latía demasiado rápido. Al rato me tranquilicé y aunque aún no podía comprender lo que estaba pasando, tomé una decisión. Me dirigí con paso firme al interior de la casa, abrí la puerta y la cerré de un golpe; por supuesto que la muy marica empezó a quejarse, pero minga que iba a aflojar yo, ahí nomás le paré el carro:

—¡No quiero oír ni una sola queja! ¿Entendido?

Apenas pude escuchar un “si, señora”.

—¡Y lo mismo va para todos ustedes! ¡Por si no lo saben, la que manda acá soy yo!, ¡yo, sólo yo y nadie más que yo! Y el que no se la banque, se puede ir yendo.

Por supuesto ninguno se movió. Era lo que esperaba, después de todo, los muebles no pueden moverse solos, ¿se imaginan que locura sería?

Cuando las cosas se calmaron un poco y yo también, tuvimos una charla amena y nos pusimos de acuerdo. Yo reconocí mis errores y les prometí que de ahí en más iba a pedirles disculpas cada vez que me los llevara por delante y así se terminaron todos los problemas. Bueno, casi todos, porque las sillas no querían saber nada con que me siguiera visitando el gordo López y no había forma de convencerlas.

—¡Que se siente en el sillón! —pedían a gritos.

Pero al sillón no le agradaba mucho la idea. Al final me harté. —¡Basta! —grité—. Por hoy fue suficiente.

—¿Pero entonces qué hacemos? —preguntaron a coro.

—No sé —respondí—. Déjenme consultarlo con la almohada.

La almohada no me sirvió de gran ayuda, no hacía más que decirme “no sé” y “que se yo” y “puede ser”, así que me quede dormida.

Al otro día me despertó el despertador diciéndome que estaban golpeando a la puerta. Paré la oreja y escuché los gritos de dolor de la pobre. Me levanté lo más rápido que pude, me vestí y fui a abrirla. Del otro lado me sonrió la cara rechoncha del gordo López. “Esto no les va a gustar a las sillas”, pensé mientras acariciaba a la puerta. Hice pasar al gordo y lo estuve paseando del comedor al living y viceversa durante las dos horas que se quedó. Cuando se fue, todos los asientos suspiraron aliviados.

Y así transcurrieron los días, me acostumbré más y más a escuchar a los muebles y cada día me resultaba más grata su conversación, me sentía más acompañada, que se yo. En cambio, cada vez me costaba más relacionarme con otras personas, mis amigos decían que estaba rara porque no les prestaba atención y al final dejaron de venir. No me importó mucho. Exceptuando mis relaciones con las personas, todo en mi vida era color de rosas. Hasta que un día se volvió gris. Ese día tuve una visita, mi vecina Margarita, la vieja más chusma del barrio.

Ni bien entró en mi casa empezó con sus chismes, yo no hacía más que asentir a todo lo que decía mientras ella hablaba sin parar. Después de parlotear durante casi tres horas me preguntó como andaba y ahí empezó a dar vueltas y como que me quería decir algo, pero no se animaba; al final terminó diciéndome que fuera al médico si no me sentía bien. Se fue y yo me quedé pensando. Decidí consultarlo con todos los muebles y no sólo con la almohada porque ésta no aportaba demasiado. Los muchachos estuvieron en total desacuerdo con la vieja chismosa y la insultaron hasta el cansancio. Al final yo me enojé y les dije que eran unos muebles de mierda que ni siquiera tenían cerebro y por lo tanto su opinión no valía un carajo. Me fui a dormir re-caliente y ni siquiera le di las buenas noches a la cama. Al otro día me levanté decidida y fui a sacar turno con el psiquiatra. Me dio para esa misma tarde. Los muebles se dieron cuenta, no sé cómo, pero me rogaron que no fuera. No les hice caso y horas después, a las dieciocho en punto, me encontraba sentada en la sala de espera, esperando justamente, que me atendiera el doctor.

Después pasó lo que ya he dicho antes, el doctor me dijo que estaba loca, aunque con palabras más bonitas como esquizofrenia, alucinaciones, delirio y otras que ya no recuerdo. Me habló de tratamientos, drogas nuevas que hacían milagros. Yo le di las gracias y me fui.

Ahora sigo caminado hacia mi casa, después de chocarme al parquímetro, pedirle disculpas y ver la cara de asombro del señor de la guitarra. No me gustó como me miró, igual que doña Margarita, igual que todos, como si yo fuera un bicho raro, o como si estuviera loca…

¿Estaré loca realmente? Me siento rara, y a veces tengo miedo. Pero no de lo que me pasa, sino de la gente. Me gusta hablar con los muebles, pero ¿y si me encierran en un lugar de esos? Nadie va a entenderme. Ni siquiera me van a dejar explicarles. O tal vez sí, y después me van a encerrar de todas formas. No lo voy a soportar, prefiero morirme. “No tengo otra elección”, pensé, y volví a visitar al psiquiatra.

En la segunda visita el doctor se puso muy contento de verme. “Qué bueno que haya decidido empezar el tratamiento Claudia”, me dijo, “usted es tan joven y tiene toda la vida por delante. Veintiséis años ¿no?, sinceramente creo que tiene muchas posibilidades de salir adelante”.

Y así fue como empezó esta nueva etapa. Durante varias semanas tomé “la pastillita”, aunque los muebles me suplicaban que no lo hiciera, no les hice caso. Hasta que dejé de oírlos. Y ahora estoy muy bien, según mi psiquiatra. Ya no hablo con los muebles y eso aparentemente es muy bueno, aunque debo confesar que a veces los extraño. La gente ya no me mira raro. A veces ni siquiera me mira. A veces ni yo los miro. Es raro, pero el silencio de los muebles dejó dentro de mí un vacío que ninguna persona puede llenar. Aunque ya no los escucho, todavía les pido disculpas cuando me los llevo por delante y a veces les hablo. Debe ser porque me siento muy sola. A veces sueño con alguien, no es lindo, ni alto, ni musculoso, ni rubio, ni tiene ojos claros, ni dinero. Pero tiene lo más importante de todo: la capacidad de escuchar y comprenderlo todo. Yo lo llamo Jasper. Pienso en él cada noche antes de dormirme y cada día espero su llegada.

17 de Janeiro de 2020 às 20:37 4 Denunciar Insira Seguir história
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Fim

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Oveja Gris Médica psiquiatra

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Elizabeth Vázquez Elizabeth Vázquez
Una idea totalmente bohemia, auténtica y muy representativa. Me gustó bastante. ❤️
April 29, 2020, 07:08

Diego E. Diego E.
Me agradó leer esta historia. Me agrada la intuición de los muebles y la honestidad para dar juicios de valor. A mi parecer, los muebles son una combinación de la conciencia, la agudeza y la sinceridad que la personaje principal perdía poco a poco (es solo mi parecer). Las carencias de Jasper son parámetros usados muchas veces por personas "muertas" para querer y apreciar a otros, sin embargo Claudia aún conserva la capacidad de ver profundamente, como lo hace con Jasper (capacidad que los muebles también tienen !). Muy bueno!. Saludos !.
March 27, 2020, 01:01

  • Oveja Gris Oveja Gris
    Muchas gracias por el comentario! Muy interesante tu análisis. March 27, 2020, 01:51
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