Conto
0
340 VISUALIZAÇÕES
Completa
tempo de leitura
AA Compartilhar

22 de abril de 2019

Son las 5 a.m. y mi despertador pregona un nuevo día, uno singular. Me baño y me visto como si fuera un día cotidiano, mi padre no me puede ir a dejar a la universidad porque depende de recoger pasajeros en su taxi cuando la gente está en apuro por llegar a su trabajo, no hay problema: un Vingala siempre aparece en el horizonte del Valle de los Chillos.

El transporte público en el Ecuador es una experiencia extraña, la gente va durmiendo, roncando o contemplando el embotellamiento infernal que afecta la subida hacia la capital. El calor de la gente es abrumador, los aromas de higiene "impecable" entran a tus fosas nasales igual que una bofetada, no la ves venir y una vez que te ha golpeado es prácticamente imposible no pensar en esta. Los puentes de la autopista pasan lentamente, el incremento de pasajeros es continuo y el espacio es cada vez menor, Dios dame fuerza… para abrir la ventana.

Voy tarde, olvidé mencionarlo, se supone que me iba a encontrar con mi novia para desayunar; sus clases empiezan a las diez y tiene que ir a Cumbayá desde la Floresta, un viaje de media hora sin tránsito, pero esto es Quito… ¡Viva Quito! Aquí los embotellamientos son tan tradicionales como el cuarenta o la errónea conjugación del verbo dar. El Trébol es el último atasco hasta llegar a la parada, lo único que me queda es esperar, me pongo los auriculares, encuentro una canción y la reproduzco… agradezco a Dios ya no escuchar los chistes con doble sentido de la radio.

Son las 8:30 de la mañana, su casa queda a unas cuatro cuadras, caminar es la opción del sujeto que tiene dos dólares en el bolsillo para el desayuno y el pasaje, a ella no le gustan los retrasos… mal día para terminar con la relación.

La noche anterior fue un tanto extraña, las palabras revoloteaban por mi mente buscando encajar de manera perfecta para decir: “sabes qué, esto no está yendo a ningún lado”; lo irónico es que en el momento de planteárselo mis dotes de juglar se vean disminuidos a los de un niño que está aprendiendo a hablar. Faltan dos cuadras, llamo a su celular para decirle que salga al pórtico de su casa, contesta enojada y me dice que ya baja.

Llego con dos minutos antelación a que ella salga, mi cerebro empieza a dudar ¡No! ya tomé la decisión, no hay vuelta atrás. Se abre la puerta, aún recuerdo cómo se veía ese día, me dice en un tono apurado que ya no vamos a desayunar, ante lo cual dispongo de toda mi artillería de excusas: “¡Qué tráfico el de la Autopista!”, “Hubo un choque en la Oriental”; ella ni se inmutaba, creo que se acostumbró.

Teníamos que llegar a la Vicentina para que tome su bus, mis rodillas temblaban, el camino era corto y la importancia de la situación era enorme; pregunté sobre sus clases y de improvisto sus ojos almendra con toques verdosos se toparon con los míos, su mirada no tenía el brillo de hace tres años, ahora el cansancio y monotonía la invadían.

Su respuesta fue seca y la verdad es que lo esperaba, el silencio reinó por unos instantes y mi mente gritaba: ¡Es el momento! Lo dudé, vaya cobarde, mi accionar paró y mi “corazón” gritó con ánimo laxo: "La amo". De mi boca salieron tres palabras de improvisto: “tenemos que hablar”, ella regresó a ver y con una simple mirada supe que se acabó.

Recuerdo unas palabras, trataré de rearmar lo que me dijo:

- Es verdad, mira… creo que las cosas no andan bien. Creo que lo mejor sería terminar, no quiero que sea triste, pero… hay que hacerlo.

No recuerdo más palabras ni conversaciones, mi mente entró en un estado de ligereza similar a la embriaguez, pero con más balbuceo de mi parte. No recuerdo cómo llegamos a su parada ni qué se dijo en el trayecto, la sensación de llanto se atrapó en mi garganta y en mi cabeza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no esas que son incesantes, ni aquellas falsas, eran lágrimas guardadas desde hace un tiempo. Su bus llegó a las 9:10, el tiempo pasó volando; no logro reagrupar las palabras que me dijo al subirse, mi ser quedó reducido a meros instintos, a sensaciones que no lograban ordenarse para procesar un pensamiento razonable. Un abrazo acalló todos los pensamientos, uno simple y de esos que no quieres que acaben.

Ojos que se encuentran por última vez en la cotidianeidad de una parada de autobús, relaciones que transitan en el éter de la existencia, reflexiones tardías que recorren tu vida al momento de ver salir una unidad que lleva a la mujer que momentos atrás era tu alma gemela.

9:30 de la mañana, un chico se encuentra en la calle caminando sin un rumbo fijo, sin nociones de dónde está parado, automóvil tras automóvil ve su reflejo para encontrar un rostro sin emoción, el destello de sus propios ojos se había perdido para no volver más. Inservible arrepentimiento que se manifiesta en los momentos de oscuridad, el tiempo de rectificaciones se fue en un bus hacia otro lugar, uno donde se las valoren más o uno en el que la vida le sonría de mejor manera. ¿Volverán las oscuras golondrinas? ¿Volverán los ojos alloza con pizcas verdes? No... se han ido para no volver muchacho.

10:00 de la mañana, la parada del Vingala, imperturbable y perpetua recibe una nueva unidad, un sujeto cabizbajo sube, paga el pasaje y vuelve al Valle de los Chillos.

12 de Maio de 2021 às 23:55 0 Denunciar Insira Seguir história
0
Fim

Conheça o autor

Diego Rodríguez Soy un chico aficionado a la escritura.

Comente algo

Publique!
Nenhum comentário ainda. Seja o primeiro a dizer alguma coisa!
~