Escondida tras el falso reflejo del espejo en mi exterior,
entre el toque filoso de las fisuras que lo componen como un hermoso vitral,
allí me encerré, intentando huir,
queriendo desesperadamente proteger la frágil cordura que me sujetaba
como a una vieja y maltrecha marioneta,
entregada a la oscuridad en la que se anunció, tu partida.
Seguida de un amanecer que me mostró lo descolorido que había quedado mi mundo,
porque de algún modo,
lograste llevar las mágicas tonalidades contigo.
Oculta allí, el tiempo me devoró,
dejando mi interior como hilos humedecidos por la lluvia.
Mis pasos se oyen como ecos lejanos de lo que solía ser,
lo que creí que existía, lo que nunca logré comprender;
estirando mis brazos, mis manos no logran alcanzar,
mis dedos no llegan a rozar la esencia de lo perdido.
Tu voz se funde en el susurro melancólico del viento;
en tanto siga soplando, en mi mente perderá lucidez,
opacada por los sollozos que brotan de aquel vacío en mi pecho,
el vacío que acentuó el temor.
La calidez se marchó contigo, y las palabras que proclamaban amor,
fueron reemplazadas por un glacial e indiferente silencio.
Así fue como el camino de pronto se volvió una montaña, y el charco, un río.
La solemne soledad endureció la suavidad del ser,
tornó la saliva amarga y apretó el pecho,
hasta transformar el dolor en un mal necesario y sincero.
En aquel rincón del pequeño mundo,
la ausencia creó un agujero en donde la aflicción encontró un hogar,
más entre las pesadillas, un sueño,
el recuerdo de la sabiduría que no puede ser olvidada.
Como una canción, dio vida a una promesa,
la cual como un pacto prohibido entre lo que vive y lo que ya se ha ido,
dibujó en el cielo, entre las nubes,
un mapa para encontrar, las veces que haga falta,
el consuelo de lo que creí perdido.
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