Para recordar a los muertos hay que llorar, y rezar. Al menos así nos enseña nuestra extranjera iglesia romana, apostólica, castigadora, abusadora, milagrosa.
Pero aquí se escucha salsa y bachata, se puede oler desde bollos hasta estofado, y el trago no es escaso. El que grita más fuerte entra primero, el que pita más veces se parquea al pie de la puerta.
El compadre le cuenta al amigo cómo era su hijo. Los huérfanos se resignan. Las abuelas agradecen que sobrevivieron, pero lamentan que no se hayan ido primero.
No hay cómo retratar a los muertos que ya están bajo tierra o encerrados en mármol. Sólo es posible llegar a ellos a través de la gente que dejan, de las cosas que dejan. Y no es tan fidedigno.
Si hay una madre con sus hijos al pie de una lápida, me trato de convencer de que el difunto fue un buen padre. La habrá golpeado alguna vez, o habrá llegado a casa temprano para jugar con sus hijos.
Y hay trabajo para todos. Todos se vuelven calígrafos, y una escalera es preciada. Para mantener bonito al muertito todos son capaces.
Es el día de los más vivos. De los que pueden vivir.
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