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Las tres muertes visitan a un suicida, añorando una suerte imposible.


Conto Impróprio para crianças menores de 13 anos.

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La voluntad de las muertes.


 

I

 

Un automóvil se  volcó en el transcurso del viaje, a horas de la noche. El kilómetro ocho  de la Fajardo estaba averiado; la baranda de los carriles se rompía en peligrosos filos de lata; y en el camino se ausentaba la luz guía de los ojos de gato.  El vehículo quedó cauchos arriba despidiendo humos y líquido de la tubería; con las puertas y la chapa del capó, hundidas; el parabrisas partido y un muerto en los asientos de gamuza. Al lado de la tragedia: una señal de tráfico anunciaba la separación del camino; yacía imponente y firme sobre el poste de metal enterrado, como la cruz lóbrega de la tumba.  

En un suburbio aledaño, en cuyo centro estaba el hospital José Félix, moría un anciano al pie de los cien años. En otras partes, muy lejos del suburbio y del vehículo, a un funcionario de buena institución lo acribillaron por la espalda; venían siguiéndole desde cuadras dos tipos astutos y empistolados; nada fallaba hasta el momento; el asesinato sucedió justo como lo habían pensado.

 

Las tres muertes se encontraban involuntariamente a una misma hora.

 

II

 

Era un día lloviznoso. En su balcón, un joven miraba directamente los horizontes; la vista fija en el límite ondulado de las montañas separaba con algo de magia, el bululú de las calles y el sosiego de las nubes. Bajo su oscura mirada, las camionetas bulleras desfilaban en la Lecuna una lenta marcha. Y los perros tripulando la acera como auténticos ciudadanos, ladraban una preocupación a las gentes ensimismadas; parecían gritarles un hecho que llevaba consigo una resignación; y una denuncia de que pasase lo que pasase, todo seguiría igual: el mismo tráfico de los jueves, la gente despreocupada, y la misma bulla que, veintidós pisos arriba, desaparecía en la cabeza del joven por una decisión.

El joven daba la espalda a su aposento; estaba en una entrega meditativa de reflexiones, mirando arriba y mirando abajo. Separaba en su mente dos lugares importantes: la institución, de donde venía, —despidiéndose de Guillermo, Tatiana, el bajista Mario, Fabiola y demás miembros de la banda— y la Muerte, a donde se dirigía.   

    Seguro, con observarlo de espaldas se podía notar el dolor concentrado como un par de alas que siempre ocultó bajo la camisa caqui de la institución; verlo a la cara no haría más que confirmarlo. Cuando observaba el cielo, parecía esperar que el rostro de un muerto se apareciera en él con alguna verdad. Cuando miraba hacia las carreteras de abajo, era víctima de una agitación interna, como si hubiera caído del cielo a la tierra, y pensaba en cosas tan humanas como el supuesto dolor que sentiría en el coñazo con el pavimento; se preguntaba si moriría al instante o tras unos minutos de convulsión desesperante.  Se acordaba de Tatiana y de Guillermo; de las pruebas semestrales que tenían a este último, semanas trastornado; de pronto construía una metáfora entre los veintidós pisos y su vida, y dejaba caer una lágrima en unión consecutiva con las demás gotas de la lluvia; acordándose inevitablemente de la recién acabada despedida.

En ocasiones, inseguro se acercaba a la baranda y desafiaba la altura vertiginosa del precipicio.  No se podría precisar el origen: puede que a una intención que venía de golpe, o a unos minutos de reflexión en que buscaba una salida de ese dolor. Pero retrocedía y volvía a observar las nubes, desconfiaba y confiaba en su voluntad, alternativamente.

Los rincones internos del departamento constaban que el joven vivía en una soledad más que en su propia casa: la sala sucia y desordenada, dos sofás y poltronas manchadas de una añeja sustancia; lápices y facturas regadas sobre el escritorio; una caja de cervezas vacía encima de la despensa. El tapete con ceniceros  y libros abiertos; la nevera podrida y maloliente, sobre su puerta una decena de imanes geográficos, y una ausencia total de fotos.

 

***

 

En el sofá que miraba directamente al balcón, otro hombre (de edad muy avanzada a la del joven), lo analizaba, había llegado hacía unas horas. Arrugaba el ceño con cada cambio del comportamiento, y cuando el joven se encaramaba en la baranda, la piel del viejo se estremecía; cerraba los ojos incluso. A sus pies un enorme saco de lana negra empezaba a aflojársele  el nudo que le sellaba. El viejo procuraba no prestar atención a otra cosa que no sea el joven de espaldas—a pesar de saber lo que encontraría en aquel departamento, a cuyo paradero llegó involuntariamente, la decisión que el joven parecía tomar hundía al viejo en una encrucijada a la que se había sometido raras veces.

Ese tiempo de un estudio silencioso, se interrumpió por unas voces. Venían del saco casi abierto. El viejo reaccionó, arrancado de la concentración, y ajustó el nudo. Enseguida miró fijamente al joven un poco temeroso de ser descubierto. El joven volteó sobre sus hombros a los rincones del departamento, con los ojos algo aterrados como quien ha visto la cola de una rata deslizándose por las cosas: aparentemente captó algo de las voces, pero no vio más, ni siquiera al viejo

 

Otro hombre entró en el departamento, fuera de la conciencia del joven e incluso de la del viejo. Digamos que este nuevo hombre, acostumbrado ya estaba de entrar así en las situaciones mundanas: simplemente sin ser visto, aprovechándose por naturaleza de la concentración y las meditaciones ajenas. Extrañamente el hombre llevaba a cuestas, con notoria fuerza, un saco casi parecido al del viejo; ha diferencia que éste se encontraba bien amarrado con la maniobra de una extraña soga y un hueso. Le costó colocarlo en el suelo, y se sentó en uno de los sofás diciendo:

—Tú también.

—No es la primera vez—respondió el viejo.

El nuevo hombre se sentó en el otro sofá, y apoyó los pies encima de su saco

—¿Por qué te acostumbras a llegar de primero? Mírate tienes la imagen de un viejo en la cara, las arrugas te cuelgan, te ves cansado…

—…pero me pesa mucho menos el saco…Así me desplazo rápido.

—A mi juicio, aquí nadie se lleva nada. En quince minutos se lanza.

—Veamos.

—Esperar es frustrante…

   El viejo sin siquiera quitar los ojos del joven, sonrió y dijo:

—Esperar es mi trabajo. 

 

 Un tercer individuo apareció en el departamento. Su presencia fue tan repentina que ambos sujetos (el viejo y el hombre) dieron un pequeño salto y le miraron. El nuevo visitante, tenía una cara malvada; y al igual que los otros dos, cargaba el peculiar saco a sus espaldas; mucho más grande que los otros.

 

—Otra vez juntos—dijo con una voz de suspiros agudos, y casi forzada. Se descolgó el saco y se sentó en el piso usándolo de cojín.

 

Se despejó un momento hundido totalmente en el silencio; los minutos lo hacían exagerado. Cuando el silencio se prolonga de esa manera; se cae en el estado de un lenguaje inevitable: que viene porque viene; y es que los análisis tan afincados revolotean visiblemente sobre sus cabezas, como las abejas de un panal, y cuando procuran la palabra más breve; no parece otra cosa que la afirmación del uno a las reflexiones del otro.

Aquel trío miraba cavilosamente los movimientos del joven; mostraban a su vez ciertas reprobaciones por lo que se amenazaba. El más viejo de los tres  dijo; como si pronunciara un pensamiento en voz alta:

 

—Que lo deje así; que piense un momento las cosas y se meta.

—No lo sé— dijo el segundo hombre—…¿para qué? Que se mate.

—Prometo ante los tres que si se retracta, buscaré la familia más lejana que tenga, y la pondré en su vida… haré que sienta alegría, este hombre tiene largo tiempo sin ser feliz; una pequeña dosis le salvará. ¡Me faltan estas vidas!

—Capaz ni familia tiene—mencionó el tercer hombre.

—Le pondré el beso de una hermosa mujer, o el brazo de un buen amigo. Eso será suficiente para llenarlo…

—¿Por qué tanto interés?—interrumpió el segundo hombre.

—Le haré el seguimiento posible para que llegue a viejo; nada lo impedirá. Cada vez son menos los que tengo; su vida ante las circunstancias me vale por diez. Su fuerza de voluntad la compensaré con dichas, en el amor y el trabajo. Si se arrepiente, le daré la luz de mis lágrimas para que viva cien años; y le obsequiaré la vejez en un bello traje, que quien lo vea, querrá envejecer de la noche para la mañana. Solo deseo que se acueste en el colchón de su habitación; que  piense en las próximas diligencias; y que aquellas ganas de entregarse al frío y la lluvia, de bajar los veintidós pisos en unos segundos atemorizantes donde el tiempo en su mente, no hará más que retroceder; los baje por las escaleras, mientras se da cuenta que el tiempo de esa manera también retrocede y se pueden cambiar otro tipo de cosas—De pronto juntó sus manos de viejo, y entrelazó los dedos en un rezo; brotó una lágrima con cierta debilidad— ¡Oh, no! ¡Cada vez es mayor el tiempo que espero!

—Te mortifica mucho— dijo el tercer hombre irrisoriamente.

—Desean que se lance ¿no?, les resulta pura diversión—se recayó nuevamente en el anterior silencio; cuyo espacio fue interrumpido por el segundo de los hombres:

—Deseo, igualmente, que se arrepienta. En ese tipo de gente que retrocede ante un suicidio, se suele formar cierta filosofía que, a veces, la tomo por muy pretenciosa: creen estar lejos de la muerte por la pura consideración que tienen de la vida. Están totalmente errados; que se salve, es lo que más deseo, solo para perseguirlo eternamente; invadirlo con una enfermedad mortal, o destrozarlo con el peor accidente; demostrarle que la muerte llega por que llega, y en los momentos más inesperados; que nunca se puede estar a la defensiva con la muerte, porque la muerte nunca ataca de frente, sino de espaldas; y lo que se encuentra a las espaldas es el misterio más desconocido del hombre. Y allí, la voluntad no sirve de nada.

 

El joven de pronto empezó a retroceder.

 

—Miren, se ha arrepentido— dijo el tercer hombre, mientras el más viejo y el segundo; proferían una mueca decepcionante.

—No se arrepiente. Quienes retroceden sin dejar de mirar al frente,  lo hacen para saltar una distancia mayor. Este muchacho lo hará. Será el mismo caso de todos— dijo el viejo.

—¿Y sólo así nos quedamos?— dijo el tercer hombre—ja ja ja. He manipulado una cantidad inusitada de mentes, los he hecho realizar masacres, traiciones, holocaustos. He resguardado el deseo de los traicioneros; los he enriquecido a costilla de los más despiadados asesinatos. Tú…—señaló al segundo de los hombres— has levantado puentes, provocado terremotos; elijes las enfermedades como si lanzaras dardos a un blanco…¿No ves el gran poder? ¿no podemos evitar que este mequetrefe se lance? ¿Nunca lo hemos podido hacer?

—¿Y qué se te ocurre? Somos nada en estas situaciones. La voluntad es lo más poderoso. Quien los viera tan escorias y manipulables; vulnerables a nuestros deseos, allá abajo. Justo aquí sus decisiones parecen más fuerte de lo que son—dijo el segundo— si te le acercas mucho, apenas le toques la sombra, creo que moriremos nosotros, por muy paradójica que suene la situación. Hablando de todo: si el muchacho se echa para atrás; quien se lo llevará seré yo— le dijo al viejo.

—No me quedaré de brazos cruzados. Ya me he topado con los dos en el camino y termino saliéndome con la mía, en la lista pudiera mencionar algunos nombres. ¿Te acuerdas de Casimiro, el vendedor de papas, que lo atropelló el bus de la Coleta?  Todo este tema de esperar, me ha hecho muy paciente con el fracaso de ustedes dos.

—Se salvó en el quirófano, recuerdo.  Me desprendí tan rápido de su destino, que ni siquiera pude ver las heridas crudas. ¿Quedó muy feo?

—Ya no importa eso. Casimiro tiene ochenta y nueve años, muere la semana que viene— dijo el viejo.

— Amo contemplar los desastres—dijo el segundo.

—Si este muchacho se arrepiente; asegúrense que lo tomaré por mío; haré de él un asesino— dijo el tercero de los hombres; luego pensó un poco— si tan sólo hubiera pasado por las aceras de aquella institución unas horas antes; siempre suelo pasar por allí bajo la forma de un miserable o incluso de un perro callejero…hubiese hecho que le maten. A las horas que salió de la institución, es muy fácil hacer que estas cosas sucedan; asesinos hay en todas partes; mi trabajo es el más simple.

—Te equivocas…—dijo el viejo con un tono de voz sabio—…este muchacho, desde que se despidió, decidió morir.   

—No, no, no. Este niño verá verdaderamente el poder de la muerte; acuérdate de mí— dijo el segundo de los hombres, en represalias con el tercero.

—Eres un  caprichoso;  haré algo más útil— respondió el tercero.

—Y tú eres un vanidoso; la decisión mía vale más.

—Cállense los dos—dijo el viejo— ¿No entienden que aquí, la opinión de cualquiera de los tres, no vale absolutamente nada? Esta es la prueba verdadera que en ese momento; dentro del llanto y toda la reflexión, ese joven es dueño de su destino. No tenemos facultad para nada en estos momentos. Solo debemos esperar.

—Joder. Que se arrepienta— dijo el segundo.

—Sí, que lo haga—dijo el tercero.

 

El viejo suspiró pareciendo decir casi lo mismo.

 

Entonces, el joven con la cabeza gacha, oculta bajo los omoplatos; lloró prolongadamente. El dolor parecía estar llegando a su fin;  esas alas de la espalda se empezaban a extender creyendo que podían volar. El joven se encaramó sobre el muro con un saltito de rayuela.  Quizás unos segundos breves, antes de saltar a la brisa, habrá pensado en la poderosa voluntad del momento, porque se había vuelto poderoso: en aquella decisión individual se encontraba una consecuencia que repercutía en otras vidas; él sabía precisamente que en ese momento su destino acababa mientras que otros cambiaban.  Sin embargo no sabía con qué poder cambiaba el provenir de las otras gentes; ¿Sabía acaso, que Tatiana no podría con la penuria de verlo inerte en el sarcófago? ¿Qué se quitaría la vida, exactamente seis meses después del velorio? ¿Sabía, acaso que en los parciales semestrales de Guillermo, estaría semanas consecutivas pensando en los hechos como en la víspera reciente, a pesar de que pasen y pasen  los años?  ¿Qué su muerte lo haría cargar con la penuria el resto de su vida, que equivale, más o menos a vivir muriendo? Quizás no lo sabía, pero sabía que era poderoso; que era dueño de su destino y del de otros; que violaba  incluso la voluntad de las muertes; que siendo ellas lo que son, aun así deseaban que se salve.

Sin más, el joven saltó. Mientras caía se le amontonaron las emociones; el arrepentimiento llegó más rápido que el cemento de la acera; aún mientras caía derramó lágrimas que volaron con la brisa y se aferraron al muro del edificio, quedaron vivas incluso. Sintió temor en cómo la bulla de las camionetas y el ladrido de los perros subían de tono dentro de los tímpanos; tan fuertes y diáfanos que los podía incluso enumerar; cómo las cosas lejanas—veintidós pisos arriba— crecían atemorizantemente de tamaño frente a sus ojos.  Mientras se acercaba a la muerta parecía estar más vivo que nunca. Pero todo siguió igual ante el impacto; el ladrido de los perros cesó resignado; en la Lecuna no se alteró la lenta marcha del tráfico, y la lluvia se volvió torrencial, como queriendo borrar los rastros de la caída.

 

—Se veía venir. Me iré a un hospital por si muere algún viejito. En una semana le toca a Casimiro— dijo el viejo.

—Me iré también—dijo el tercero de los hombres.

—Veré cómo quedó en el pavimento— dijo el segundo.

 

Al día siguiente fue el velorio. Todos lo vieron.   

 

30 de Janeiro de 2019 às 06:37 0 Denunciar Insira Seguir história
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