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Augusto Salvador


Guillermo Díaz-Caneja (Madrid, 14 de octubre de 1876-íd., 1933) fue un escritor y comediógrafo español. Cursó declamación en el Conservatorio de Madrid y trabajó un año en una compañía de zarzuela de esa misma ciudad, pero no le gustaba la vida farandulera y dejó esa profesión. Escribió entonces un libro de relatos, Escuela de humorismo (1913), que fue su primer libro, al que siguieron varias novelas de escaso éxito, de las cuales fue premiada en el concurso Fastenrath de la Real Academia Española de 1918 El sobre en blanco.


Humor Todo o público.
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I

Muchas lágrimas le había costado á la señora Rita su hijo Ramón; pero ya no lloraba, ya no reprendía... ya no aconsejaba siquiera... ¿Para qué?

Ni ella con su cariño de madre, ni Benito, hermano de Ramón, con sus reflexiones, habían conseguido traer á éste al buen camino. ¡Todo era inútil! Ramón seguía frecuentando la taberna y olvidando el trabajo.

—¿Por qué no vas á la fábrica?—decíale Benito con tono bondadoso.—Mira que con mi jornal solamente no podemos atender á las necesidades de la casa.

—Yo no pido nada—respondía Ramón secamente.

—No pides nada, es verdad; pero no es la primera vez que he tenido que pagar deudas tuyas.

—Has hecho mal.

—Ya que madre y yo te seamos indiferen[Pg 228]tes, piensa, al menos, que estás comprometido con la Inés; que en el pueblo se murmura que no te portas con ella como un hombre de bien, y que es preciso que demuestres que lo eres.

—Los del pueblo podían ocuparse en sus asuntos y dejar á los demás en paz.

Y, por regla general, Ramón, dando media vuelta, se alejaba dejando á su hermano con la palabra en la boca.

Estaba visto que no podía hacer carrera de su hermano, y que ni él ni su madre podían contar con Ramón para nada.

Efectivamente: Ramón, dominado por sus ideas levantiscas y por su holgazanería, sobre todo, no estaba dispuesto á escuchar razones ni á seguir consejos.

¡Cuanto sufría el pobre Benito!, muchacho honrado, trabajador y formal como pocos; amante de su madre y de su casa, como nadie. Él no podría casarse nunca; él no podría decirle á Rosa, aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, que la quería con toda su alma. ¿Cómo iba él á crearse nuevas necesidades si apenas podía con las actuales? ¿Cómo iba él á exponerse á que ella no quisiera á su madre, á la buena[Pg 229] señora Rita y...? A él sí que le quería, se lo decía con sus relucientes ojos siempre que se encontraban; pero dice el refrán que «el casado casa quiere», y... ¡No; él no abandonaría nunca á su madre!

Ramón era el azote de todas aquellas personas á las que, por ley natural, debía amar tanto.

Inútilmente la madre de Inés aconsejaba á ésta constantemente que dejara á Ramón.

—No puedo, madre, no puedo—respondía la muchacha invariablemente.—Yo sé que es malo, lo sé... pero no puedo dejarlo.

Bien sabía ella que iba á ser desgraciada, que lo era ya; pero el mal no tenía remedio.

—Si yo te quiero ahora más que á nada en el mundo—la dijo Ramón un día—, ¿qué será, Inés, si accedes á ser mía? Entonces yo seré como vosotros queréis que sea; trabajaré y ahorraré para casarme en seguida, porque no podré vivir sin tenerte á todas horas.

La pobre Inés, creyendo en la sinceridad de aquellas palabras, y pensando que su sacrificio sería base de la redención de su novio, fué débil y entrególe su honor inmaculado. Y es lo cierto que, desde entonces, la infeliz perdió todo el ascendiente que tenía[Pg 230] sobre Ramón y que llegó á verse tratada brutalmente por aquel hombre.

No fué esto lo peor; lo peor fué que en el pueblo se empezó á murmurar, porque Ramón se fué de la lengua más de lo debido, y bien pronto comprendió la pobre muchacha que su falta era ya conocida de todos.

Inés sentía su alma hacerse pedazos al pensar en su madre. ¿Qué sucedería cuando llegara el momento inevitable en que ella se enterara... ¡Nada...! Si hubiese tenido padre, otra cosa hubiera sido; pero su madre... su madre no pudo hacer más que llorar, llorar como ella, sin tregua ni consuelo, sentirse morir de pena, y adorar á su hija tanto más cuanto más desgraciada la veía.

Hubo conferencias con Ramón; súplicas... ruegos... amenazas... ¡Todo fué inútil! ¡El se casaría cuando quisiera!

Se suspendieron las recriminaciones para ver si por el camino de la dulzura se conseguía algo de aquel hombre sin conciencia; pero nada se consiguió, y Ramón fué, más que nunca, el tirano de aquellos dos hogares, sumidos en la más negra desesperación, por su culpa.

Un día sucedió lo que tenía que suceder. El final de una partida de mus, fué el princi[Pg 231]pio de una batalla campal. Insultos, imprecaciones... blasfemias... navajas, cuyas hojas brillan en el aire como relámpagos... y un cuerpo que cae desplomado al suelo...


Más de un mes había transcurrido desde el trágico fin de Ramón, y aun no habían cesado los comentarios que de él se hacían, sobre todo, en lo referente á la pobre Inés.

Por dondequiera que iba el bueno de Benito, siempre llegaban á sus oídos rumores de conversaciones, en las que su hermano no salía muy bien librado.

Aquella situación se iba haciendo intolerable; la falta cometida por su hermano la sentía Benito pesar sobre su conciencia, como si fuera él quien la hubiera cometido.

Pasábase las noches de claro en claro luchando con sus ideas; sostenía vivos altercados con su conciencia, que, en verdad, nada le reprochaba; discutía acaloradamente con su madre y sostenía larguísimas conversaciones con Rosa, exponiéndola razones irrefutables para convencerla de que debía perdonarle la traición que bullía en su cerebro, puesto que era en beneficio del descanso de Ramón y de la paz y el sosiego de la pobre Inés. Y [Pg 232]tanto y tanto bregó con la una, y tan elocuente se mostró con la otra, que al fin, aunque lo cierto es que nunca habló con ellas, sino consigo mismo, logró convencerlas, y Benito pudo poner en práctica el proyecto que hacía días le tenía en aquel estado tan lamentable.

Una tarde, pálido y tembloroso, poseído de una grande emoción, tanto por el acto que iba á realizar como por la incertidumbre del acogimiento que pudiera tener, se presentó en el ancho portalón de la casa de Inés. La imagen de Rosa se le presentó allí nuevamente más hermosa que nunca; pero Benito dióla las últimas y más poderosas razones que podían servirle de justificante para su conducta, y aquélla, anegada en llanto, desapareció para siempre.

Las dos mujeres, sentadas una enfrente de otra, cosían cuando Benito hizo su aparición. Al verle la señora Juana, madre de Inés, exclamó con enojo:

—¡Tú aquí!

—Yo, señora Juana, yo mismo—respondió todo azorado Benito.

—Creí que no nos volveríamos á ver más.

—¡Señora Juana!...

—Madre—interrumpió Inés—, Benito es [Pg 233]bueno... ¿Por qué le habla usted así al pobre?... ¡Qué culpa tiene él!...

—Si él hubiera influído lo necesario con su hermano...

—¡No diga usted eso, por lo que más quiera, señora Juana!—exclamó Benito con fogosidad en él no acostumbrada.

—¡Madre!...

—Puede que me equivoque, tal vez...; pero vete, Benito, vete. ¿Cómo quieres que te vea con calma viendo á mi hija? ¿Cómo quieres que hable, qué quieres que diga si me recuerdas al autor de nuestra desgracia?

Inés, levantándose con presteza, fuése hacia su madre, besándola y acariciándola con ternura.

—¿Qué será de mi pobre hija—continuó la señora Juana entre sollozos—; quién la amparará cuando yo falte, cuando quede sola en el mundo?... ¡Mi pobre hija no tendrá quien vele por ella; porque ¿quién ha de casarse ya?...

Benito, que estaba escuchando con la cabeza baja y dándole más vueltas á su gorra que rueda de molino, exclamó al oir á la madre de Inés:

—¡Yo!

Al escuchar aquella contestación, quedaron ambas mujeres mudas y perplejas.

[Pg 234]—¿Tú?—dijo al fin la señora Juana.

—Yo, sí; yo me caso con ella.

Miraba Inés á Benito, sin acertar á comprender sus palabras; sin duda había oído mal.

Benito, no queriendo dar lugar á que el habla se le cortase, continuó diciendo:

—A tratar de eso vengo con usted y con ella. Es preciso que Inés recupere su honra, y es preciso que la gente deje ya tranquilo á mi hermano en su sepultura. Si Inés quiere, será mi esposa; es el único medio que he encontrado para reparar el mal que mi hermano le causó.

Inés miró con asombro á Benito durante algunos instantes.

—¿Tú serás el padre del hijo de tu hermano?—preguntó después, poniéndose más pálida que la cera.

—Yo, Inés; yo seré el padre de esa criatura que ha de venir al mundo; yo seré tu marido y haré cuanto esté en mano para que seas feliz... si tú me aceptas.

Inés se acercó lentamente á Benito, y cogiéndole una de sus manos, estampó en ella un beso, murmurando con los ojos arrasados en lágrimas:

—¡Gracias, Benito!

[Pg 235]Y después, echando los brazos al cuello de su madre, la estrechó amorosamente contra su pecho.

Benito, con la cabeza inclinada sobre el pecho, sintió que una mano misteriosa arrancaba de su corazón la imagen de Rosa, de aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, á la que nunca se había atrevido á decir: ¡Te quiero con toda mi alma!...

31 de Maio de 2018 às 22:39 0 Denunciar Insira Seguir história
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